Essay
Una flor desquiciada

Una flor desquiciada

Giovanna Rivero

Últimamente vengo escuchando una sostenida impugnación a la idea de “utopía”. Los argumentos son parecidos e insisten no solo en su desgaste como concepto que ya nada activa, sino incluso como una vaguedad dañina, una bruma que permea con su inconsistencia la posibilidad de un cambio. Y yo que gozo tanto con esa palabra, por deshilachada que se encuentre.

Sé que, en su composición más profunda, la palabra se refiere a “ningún lugar”, ninguna tierra, ninguna ubicación localizable (diría un GPS, obligándonos a recalcular con su voz neurótica). Sin embargo, prefiero interpretar esa imposibilidad de anclar una buena vida en un sitio específico como la capacidad que tiene la línea del horizonte de estar siempre más allá, más al fondo, en una profundidad que la mirada se obliga a escudriñar. Vuelvo a la imagen –que siempre me conmueve– de los cuerpos colectivos de personas desplazándose desde sus patrias hasta esa extranjería incierta, desnuda, pero en la que imaginan condiciones mejores para sí mismas y para sus hijas e hijos. Es verdad que en innumerables casos se dan de narices con naciones hostiles y que esa vida justa por la que han apostado todo sigue reptando hacia un ‘más allá’ insoportablemente lejano. De todos modos, ya han quemado naves y, si es preciso, seguirán avanzando, comiendo kilómetros áridos o pantanosos, impelidos por la certeza de que se tiene derecho a ese sueño, a su definitiva materialización.

Mi primer acercamiento a la utopía y la cadena de actos que echa a andar tiene que ver con una planta. Se trataba de una flor-injerto, una flor que había nacido en la imaginación de Pura, mi abuela paterna, aunque ella aseguraba haberla visto en algún huerto o patio durante su infancia. Mi abuela anhelaba tener esa supuesta especie en su propio jardín, la describía como una mezcla de rosa colorada con muchísimas capas de pétalos, amapola y jazmín. Era hacia los bordes de esos innumerables pétalos, decía, donde esa rosa cedía a un suave celeste. Las hojas podían variar en una misma mata: algunas aserradas y con gajos espinosos, y otras casi en forma de trébol, pulposas. Todavía hoy recuerdo la ansiedad o la fiebre con que mi abuela describía las características de esa flor en cada vivero que visitaba. Si no sucumbía de aburrimiento acompañando a una vieja en la alocada búsqueda de una flor imaginaria era porque podía más mi amor por ella. Mi abuela ya atravesaba la fibrosis pulmonar que le quitaría hasta la última partícula de oxígeno en su lecho de muerte. De modo que allí íbamos las dos, convertidas en detectives, persiguiendo hasta el absurdo a una criatura vegetal que poseía la mejor de las coartadas: no existía.

O ‘todavía no’.

Pronto lo haría, pues Pura, después de años de buscar la dichosa planta consultando con cada horticultora de la que se anoticiaba, decidió que había llegado el momento de dar un paso más radical. La utopía suele hacer eso, dicen quienes han encontrado en su energía una explicación a aquello que moviliza colectivamente los espíritus: suele embargar el cuerpo, los músculos, la actividad neuronal de aquello que Walter Benjamin propone como “una débil fuerza mesiánica”, como el impulso extraordinario de un encargo del pasado en un espíritu ordinario. En este caso, interpreto yo, ese encargo vegetal (o cualquier otro encargo) solo podía haber sido emitido y recibido durante la primera infancia de Pura, cuando las ondas Alfa del cerebro se imponen al resto del quehacer cerebral incluso de día, como si se soñara despierta. Sin ese interponer el cuerpo a la desesperanza, ya sea para enfrentar lo risible o para dar un humilde sentido al hecho de estar vivas, tal vez el anhelo no habría pasado de ser una idea palpitante, preciosa, pero desgarradoramente inmaterial. Por cada horticultora o jardinero que escuchó maravillado la pregunta imposible de mi abuela y que, a cambio, dio un “no” por respuesta –no, esa especie es… disparatada, señora–, ella acumuló fuerzas para hacer crecer su débil fuerza y atravesar la materia con la daga del delirio. Porque, ¿acaso, no es una daga el delirio?, ¿no es ese filo capaz de dominar con tajo o con pánico y dulzura el volumen y la masa?

Con toda esa potencia recogida y ya cerca del final, Pura debía organizar una pequeña revolución en su jardín. Atribuyeron su afán a los efectos de los medicamentos. Aunque se dice que la cercanía de la muerte suele dar una lucidez alucinada. En todo caso –si como afirma Ernst Bloch, la utopía es una “voluntad cognoscitiva”, un querer comprender la vida desde y a través de su misterio–, mi abuela no podía retirarse sin haber hecho el intento concreto de recrear con sus propias manos lo que ya pervivía en la esperanza. Encargó la tierra más blanda y oscura, se aprovisionó de filosos cuchillos, de cinta adhesiva porosa, y así, convertida en una amorosa cirujana, cortó ángulos en los tallos, los encajó en una cópula de espinas y savias y cuidó la planta hasta que ya no pudo cuidarla más porque la otra cita, la definitiva, la urgía.

Hoy reviso eso que podría ser solo una anécdota, pero que para mí fue una lección de cómo seguir el trazo invisible de un anhelo. Pura no llegó a ver la flor desquiciada que nació de su experimento. Yo tampoco la vi porque partí a la universidad, pero quienes intentaron salvar las plantas de su jardín dicen que era celeste y que solo los pétalos internos se revelaban discretamente rojos. Era una flor rara, pero bella. Eso dicen y luego cambian la versión, pasa eso con los sueños, pasa con el relato oral. Lo cierto es que ni la flor post mortem ni las demás plantas soportaron el duelo. Murieron como mueren las plantas que no toleran la falta de fe, de la débil fuerza mesiánica necesaria para intervenir en la vida.

 

Giovanna Rivero (Bolivia). Es doctora en literatura hispanoamericana por la University of Florida. Es autora de los libros de cuentos Tierra fresca de su tumba (2020) y Para comerte mejor (2015), y de la novela 98 segundos sin sombra (2014), entre otros libros. Fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina” (2011). Académica independiente. Junto a Magela Baudoin y Mariana Ríos dirige Editorial Mantis. Coordina talleres de escritura y lectura online. https://giovannarivero.com/

 

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Posted: January 4, 2023 at 10:40 pm

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