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AMLO, la superioridad moral de Estado
COLUMN/COLUMNA

AMLO, la superioridad moral de Estado

David Medina Portillo

¿Cuánto tiempo le toma a una sociedad caer en la cuenta de que ha sido engañada? La memoria da ejemplos diversos, algunos aterradores. A los norteamericanos les llevó dos mandatos advertir los desequilibrios de George W. Bush, quien condujo a toda una generación a una cruzada contra el islam tras el 11/S. Venezuela lleva ya veinte años condenada al espejismo de un “socialismo del siglo XXI”. Cuba, a su vez, sobrevive en alguna dimensión de la realidad en donde la Revolución aún reclama sus víctimas y verdugos. A México le costó setenta años sellar su longeva tradición de autoritarismo institucionalizado. Aunque ahora cumplimos justo un año desdeñando y hasta negando la alternancia que superó aquella afrenta.

Por más que en ciertos momentos retóricos el viejo régimen parezca la mismísima encarnación del Mal, lo cierto es que para AMLO aquellos setenta años del PRI no son tan nefastos. Y si alguien pudiera interrogarlo al respecto, no tengo duda de que los sexenios de Fox, Calderón y Peña Nieto serían condenados en bloque como un mal chiste de nuestra historia más reciente. Desde luego, hay razones para aplaudir y hasta compartir ese rechazo. Pero es simple demagogia y su manipulación de la realidad es grave. Oculta lo que real e indiscutiblemente ganamos como sociedad tras aquella alternancia, incluida la participación democrática que hizo posible su acceso al poder. 

En un artículo reciente de Soledad Loaeza para The Washington Post, la autora advierte algo que muchos presenciamos y lamentamos todos los días: “AMLO no es un buen orador. Su retórica es muy simple y no tiene una personalidad sobresaliente. Pero el lenguaje llano, las referencias a figuras y expresiones de la cultura popular, y la burla y ridiculización de lo que ha bautizado como ‘la mafia del poder’, forman parte de una estrategia de comunicación bien pensada que mantiene la conexión con su público”. Las preguntas que muchos nos hacemos también todos los días son hasta dónde se puede mantener esa conexión. ¿Es posible gobernar confiando todo a la eficacia de la retórica o en algún momento el hechizo se extingue y hay que respaldar las presunciones con acciones comprobables de alguna manera? ¿Basta con capitalizar el resentimiento colectivo sin que sea indispensable resolver los problemas que le dieron origen? ¿Es factible un gobierno cuyo ejercicio esté sostenido sobre la base exclusiva del pretexto y la excusa y limitando toda su responsabilidad a la denuncia de sus adversarios reales, potenciales y aun imaginarios? 

Para López Obrador basta y sobra. A quien lo dude, él y sus seguidores suelen acudir a las cifras que le dieron la victoria a Morena, el movimiento político convertido oficialmente en partido gobernante desde hace casi un año. Su triunfo fue por un amplísimo 53.19% contra el 22.27% del PAN, el más cercano competidor. Esos números a favor equivalen a 30 millones de votos. Y no es que tal cifra sea el sustento de aquella integridad y probidad de las que, ciertamente, López Obrador siempre se ha jactado. No obstante, lo cierto es que su amplísima mayoría parece haberles confirmado a él y a sus seguidores la superioridad moral de su liderazgo. Con el triunfo emergió no una simple mayoría electoral sino una nueva hegemonía política, el lado correcto de la historia que condena de antemano toda oposición lanzando, simbólica y aun literalmente, a 30 millones de mexicanos en contra de quienes no votaron por él. Estos son el México moralmente derrotado, una oposición activa o tácita pero sin legitimidad alguna, según la reciente prescripción de su primer informe.

López Obrador ha rehabilitado así un arma política inscrita en la memoria menos presentable del país. En un comunicado publicado en julio del 2000, tras la derrota histórica del partido oficial, la Confederación de Organizaciones Liberales pidió la inmediata renuncia de Ernesto Zedillo junto con la renuncia también inmediata de la presidenta del PRI, Dulce María Sauri, y de su secretario general, Esteban Moctezuma Barragán. En el comunicado, la coordinación de esa organización lamentaba el reconocimiento “con tanta anticipación” del candidato Vicente Fox advirtiendo: “El triunfo de la reacción es moralmente imposible” pues “promoverá y auspiciará la creación de protagonismo reaccionarios […]” Entre quienes también exigieron públicamente la renuncia de Zedillo y de la presidencia del PRI estaba Manuel Bartlett, hoy director de la segunda paraestatal más importante del país e incondicional de López Obrador. Atado al remolque partidista de entonces, Bartlett encabezó la insurrección del más rancio priismo: “”El presidente Zedillo ha perdido su capacidad de conducción, ha dejado de ser el líder moral del PRI. No debe mandar un minuto más”. Ni Morena ni López Obrador son el PRI, ciertamente, pero cuánto y cuántos del viejo radicalismo priista asoman en la equívoca superioridad moral del nuevo gobierno.

Tras el primer informe de gobierno es obvio que comprometer esta superioridad moral con la rendición de cuentas es una aberración. En este aspecto y del mismo modo que con el resto de declaraciones y presunciones, la retórica del nuevo régimen desdeña y hasta rehúye cínicamente los datos y los hechos verificables. La embriaguez de la moral presidencial, abastecedora y rectora de tendencias de opinión, se pone de manifiesto en las conferencias matutinas de AMLO y las “benditas redes sociales” le sirven de caja de resonancia. Y no hay nada más. Ninguna realidad cuantificable que lo acompañe. Un ejemplo a este respecto fue la noticia del crecimiento porcentual del 0.0 para el segundo trimestre del 2019. Al darse a conocer en las semanas previas al primer informe, la cifra desató una auténtica avalancha de excusas del presidente y de la más variada opinión oficiosa. Aquel que en mayo pasado, al presentar su Plan Nacional de Desarrollo, prometió una tasa de crecimiento sexenal de cuatro por ciento, ahora anunciaba que el crecimiento no le preocupa: “Lo importante es que la riqueza generada se distribuya entre toda la población”. ¿Cómo crear riqueza sin crecimiento económico? La solución de este enigma no existe. Así lo reconocen algunos de sus más cercanos colaboradores, los encargados precisamente de mantener a flote las finanzas del país. Aunque eso tampoco es relevante para quien, decíamos, concibe su gobierno como un surtidor de tendencias de opinión, las únicas que –al menos por el momento– sí cuentan. 

En un notable ensayo sobre los desencuentros de López Obrador con la prensa, Carlos Bravo Regidor suscribe las reflexiones de Hannah Arendt a propósito de la sistemática manipulación de la verdad por parte de la tentación autoritaria: “En un mundo […] tan cambiante como incomprensible, el líder supone con razón que las personas, en lugar de protestar porque les mintieron… [admitirán] que no importa, que siempre supieron que les mentían. Y mantendrán su lealtad al líder no a pesar de que les haya mentido sino porque sus mentiras terminan siendo una demostración de inteligencia y audacia, un principio de organización y pertenencia. Cuando la política se trata de que todo es mentira, el poder ya no necesita la verdad para obtener obediencia”. En ese contexto y contra lo que uno pudiera esperar, los mayores enemigos de AMLO no son la desigualdad, la corrupción ni la inseguridad asociada con la impunidad y el crimen organizado, sino los sexenios de la alternancia posterior al colapso del PRI histórico junto con los medios y el periodismo que cotidianamente lo cuestionan y contradicen. Su ejercicio de gobierno se caracteriza hasta ahora en culpar a esos enemigos de todo cuanto en el país marcha mal. A los primeros los hace responsables no de haber dado forma a un México más plural sino de consolidar nuestro ingreso en la larga noche del neoliberalismo, es decir, de pactar una equidad formal a cambio de generalizar la más afrentosa desigualdad permitiendo la acumulación de riqueza en unas cuantas manos. Desautoriza a los segundos no sólo por no haber denunciado ese saqueo sino al menos –según él– por solapar causas ajenas al pueblo y favorables a intereses depredadores. A la mafia en el poder le corresponde así un hampa del periodismo, que no informa (ni le aplaude) sino que –nuevamente según él– sólo intenta manchar a su gobierno.  

En dos spots preparativos a su primer informe AMLO se mostró fiel a sí mismo encabezándolos con la frase: “No es por presumir pero soy un hombre de palabra”. Ostenta logros imposibles de verificar o de una falsedad que desafía toda cordura. A ellos le siguieron las declaraciones del propio primer informe en donde el titular del poder amplía las cuentas alegres en el combate a la corrupción, alto incremento de los empleos, cifras históricas de nuevos apoyos a la educación, la mayor inversión extranjera de las últimas décadas, etc. Sin embargo, de acuerdo con los reportajes de Animal Político, el sitio de periodismo de investigación que en su momento dio a conocer el caso corrupción de La Estafa Maestra, las cifras de López Obrador son más que dudosas: “El presidente Andrés Manuel López Obrador dio este domingo 1 de septiembre su Primer Informe de Gobierno, que incluyó supuestos logros que no pueden confirmarse, pero también presentó datos que ha repetido en los últimos meses, aunque éstos son inexactos o falsos” (“Los datos engañosos del Primer Informe de AMLO”). 

La verdad es irrelevante cuando lo que está en juego es el poder de manipular las expectativas de amplias franjas civiles, efectivos y potenciales aliados. Lo decisivo entonces es fortalecer la influencia y voluntad de un poder al que la ciudadanía le ha concedido la misión trascendente –nada menos– de transformar la realidad, su realidad. Cuando lo urgente es esta entrega, los trámites de rendición de cuentas parecen fuera de lugar, un reclamo inoportuno y mezquino que atenta contra la indiscutible superioridad moral de las grandes causas.

 

David Medina Portillo. Ensayista, editor y traductor. Editor-In-Chief de Literal Magazine. Twitter: @davidmportillo

 

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Posted: September 8, 2019 at 5:40 pm

There are 2 comments for this article
  1. Ana at 10:37 am

    Los falsos analistas neutrales, más ideologizados que Trump, Marx o Pinochet. Farsantes de lo peor y todavía salen con sus artículos dizque muy rigurosos, un manual de Mao tiene menos ideología.

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