El gremio crítico no va al paraíso
Eduardo Huchín Sosa
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• Malva Flores: Manual para el crítico literario en emergencias (Ciudad de México, Universidad Veracruzana/El Equilibrista, 2024, 188 pp.)
Una crítica tiene que organizar una fiesta Pokémon para su hija. Un día antes de la celebración, la cumpleañera se rompe la cabeza y la crítica se ve obligada a atender esa emergencia, que con la fiesta en puerta se ha convertido en dos. Y todavía falta una tercera: por esos mismos días, la crítica se enfrenta por primera o segunda vez –esa precisión importa poco– a un salón de clases. Los alumnos son brillantes al grado de poner “en evidencia, a cada paso, mis lagunas”. Cierto día, la mejor mente de aquella generación se pone de pie para decir que el soneto ya había evolucionado. En aquel momento, un rayo de luz salido de alguna pokebola o de la Casa del Ser ilumina la frente de la crítica, profesora y mamá que le responde: “La literatura no es un Pokémon”.
En otro episodio, la crítica tiene que mudar su biblioteca a un domicilio más pequeño. Con pocos días de anticipación, selecciona los libros que se llevará consigo mientras decide qué hacer con el resto. Al tiempo que piensa en los criterios para abandonar unos y salvar otros, recuerda con cariño aquellos buenos tiempos en los que un crítico podía destrozar un libro en una reseña del periódico, pero se sentía incapaz de tirarlo a la basura (hoy la situación se ha invertido y es más sencillo tirar un libro malo después de elogiarlo). Luego de una lucha interna, la enseñanza final es que, por muy ecuménico que consideremos nuestro gusto literario, las circunstancias nos llevarán tarde o temprano a aceptar que existen libros mejores que otros (o “más cercanos a nuestra experiencia lectora” o “escritos por gente que nos hace muchas visitas” o como uno quiera justificarse) y que no todo es digno de ser salvado.
En una más de sus aventuras, la crítica ha sido invitada a dictaminar ponencias para un congreso internacional y no puede sino rechazar propuestas que tengan palabras “escritas en una lengua bárbara” (frases como “construcción del sujeto femenino” o “prácticas del discurso heteronormativo” son, por lo que se ve, habituales entre los ponentes). Los otros dictaminadores tosen, se rascan la nuca, alguno más la mira con desaprobación. Antes de que le diagnostiquen un severo caso de “pensamiento blanco hegemónico” –el mal de nuestra época–, la crítica les recuerda a sus compañeros que es: a) mujer, b) mitad afrodescendiente, c) con raíces indígenas. Termina, dios sabrá cómo, ofreciendo disculpas.
Conocido es que un crítico vive entre emergencias, pero Malva Flores ha logrado identificar en su muy reciente Manual para el crítico literario en emergencias aquellas que se desenvuelven en el mundo práctico: no “la agonía del intelectual público” sino la necesaria criba de la biblioteca; no “el fin de la era de la crítica”, sino las nuevas sensibilidades del salón de clases. Los ejemplos son importantes y no meramente anecdóticos. En este libro la vocación es inseparable de las redes sociales, los pequeños proyectos editoriales, el pandemonio académico con sus lenguajes tramposamente sofisticados, el extravío de ejemplares entrañables y las mesas redondas en donde se busca desestabilizar el canon sin plantearse la pertinente pregunta de “¿me recuerdan para qué queríamos desestabilizar el canon?” Porque la columna vertebral de este libro no es –aunque lo parezca– la vida literaria o la vida académica, ni siquiera la vida virtual a la que Malva parece dedicarle un tiempo un poco excesivo, si me lo preguntan. El tema es cómo las formas de leer influyen en nuestras formas de vivir y viceversa.
Porque la columna vertebral de este libro no es –aunque lo parezca– la vida literaria o la vida académica, ni siquiera la vida virtual a la que Malva parece dedicarle un tiempo un poco excesivo, si me lo preguntan. El tema es cómo las formas de leer influyen en nuestras formas de vivir y viceversa.
Está de más decir que el de Malva Flores es un libro de combate, inconforme con cierto estado de las cosas, contaminado por las dinámicas de internet. Para cualquiera que se haya asomado a su muro de Facebook, sabe que un post de Malva puede desembocar, en días buenos, en generosos investigadores aportando información sobre literatura latinoamericana o, en días mejores, en batallas retóricas donde expresiones como “pequeñoburgués” o “estalinista” cruzan a uno y otro lado de la discusión sin afán irónico. No me pregunten cómo pasa esto, solo sé que así sucede, que siempre hay uno o dos poetas involucrados y que todo se apaga demasiado rápido.
Un lector ocioso puede tomar un papel en blanco y trazar con un lápiz una línea divisoria. De un lado puede poner la vibrante poesía; del otro, la ilegible teoría. De un lado George Steiner; del otro, la plana mayor de Tel Quel. De un lado, Paz y Vargas Llosa; del otro la generación que los acusa de viejos rancios y de derechas, si no es que de cosas peores, a fin de no leerlos. De un lado, la búsqueda de la originalidad de la obra; del otro, la renuncia a esa originalidad. Dispuesta a dar la lucha en cinco o seis frentes al mismo tiempo, la autora emprende batallas de esas que nos gusta llamar “culturales” y que, en ocasiones, reflejan políticas de escritura y lectura, elecciones sobre qué leer e interminables disputas acerca de cómo nombrar la realidad. Tiene claro contra qué escribe: contra las nuevas militancias, las terminologías en boga, los lectores que se erigen en fiscales, el wokismo. También tiene claro cómo hacerlo: con una alegría no ajena a la desesperación, sin concesiones, atenida a que el deber del crítico hoy en día es resistir.
Y, sin embargo, la resistencia no es una virtud por sí sola, a pesar de lo mucho que nos gusta llamarnos La Résistance frente al espejo, mientras nadie nos mira. Hay estrategias de combate que en este libro resultan imaginativas, provocadoras, con mucha miga: escribir, por ejemplo, un ensayo NO DECOLONIAL sobre Aimé Césaire, en el que Malva tiene el tino de llevar la política por caminos que no conducen al victimismo. No solo lee, escucha a Césaire, convencida de lo que el ritmo significa, de que si Retorno a un país natal es un libro de poesía –y no un panfleto contra el colonialismo– esa diferencia importa. Lo mismo puede decirse de su ensayo sobre Neruda. Podemos ubicar a aquel poeta ególatra, comunista y violador en las antípodas de las ideas políticas de Malva, pero ella lo disecciona, aprecia y descubre con una dedicación que solo puede llamarse fervor crítico o amor a la poesía. Sin escamotear las infamias del Nobel chileno, atiende a la música contagiosa de sus versos, al mundo que se abre en cada oda y a su personalidad compleja, capaz de echar pestes sobre Victoria Ocampo pero dispuesto a protestar en primera fila cuando el peronismo encarceló a la directora de Sur.
Me parece que en el centro de este libro hay una apuesta por la lectura conflictiva. A Malva le desconcierta –por decirlo suavemente: le aterra, en realidad– el empeño que ponen muchos lectores jóvenes por no leer.[1] Hoy los antiguos juicios sobre lo mal que escribía alguien se han transmutado en una crítica anterior a la lectura: qué preferencias políticas tiene un escritor, cuando está vivo, o qué preferencias podría haber tenido, si ya falleció. Y en casos todavía más tristes, no qué postura mantiene sino qué posición ocupa en el espectro político (como si todo libro tuviera que mostrar en la cubierta aquel famoso cuadrante que te decía qué tan a la derecha, a la izquierda, libertario o autoritario eras).[2] En contraste, cuando Malva habla de escritores perniciosos (Foucault, Rama) o de libros horrorosos (La semiósfera, de Lotman), los ha leído antes, de hecho, en algún caso, se propone leerlos de nuevo. A veces duda y, tras unos minutos, concluye que incluso a los autores que, a su modo de ver, han envenenado los estudios literarios, hay que leerlos primero para combatirlos.
Cuando la crítica se desvía de esa política de lectura –así sea por el hartazgo que le da lo que ella llama la “condescendencia del cubículo”–, su agudeza se hace más facilista. Ciertos párrafos parecen animados por el mismo furor de un pleito de Twitter, en los que basta alguna caricatura o algunos adjetivos aquí y allá para reducir a un rival. Una vez asumida la vacuidad o la naturaleza eufemística del lenguaje académico, lo único que sigue es machacar una y otra vez sobre lo molesta que es la palabra “articular”.[3] Pero no es la fealdad de la palabra lo más interesante de la epidemia de “articulaciones” en la crítica, sino cómo expresiones que habían nacido, según esto, para abrir “fisuras en el canon” se han institucionalizado hoy día para terminar siendo la checklist de lo que hay que observar en una obra de arte (¿se desestabiliza, se articula, se resemantiza lo suficiente en este libro?). Algo similar sucede con algunos fenómenos de masas, que retratan, a ojos de la autora, el panorama apocalíptico a la que nos ha llevado el wokismo, pero que, en los hechos, muestran una realidad menos esquemática de lo que se supone. (Sé que a otros reseñistas les ha tocado defender a gremios respetables como el de los filólogos y, si a mí me tocó defender a los tiktokeros,[4] de acuerdo, acepto mi destino).[5]
Pasa que, precisamente, cuando el libro se adentra en una zona no lapidaria –cuando la autora lee con minuciosidad a un escritor con el que no se congenia políticamente o explica la importancia de que las revistas literarias también existan para defender una u otra idea de cultura–, el Manual para el crítico literario en emergencias muestra cómo la polémica puede distinguirse de los simples pleitos de Internet. “Salvar lo que nos salva”, como titula a uno de sus ensayos, es integrar formas de leer y formas de vivir. Pelear por algunas cosas que valen la pena: ensayos de Zaid para diferenciar la poesía de la catarsis, ejemplares de viejas publicaciones, una frase del Quijote. Es ahí donde las batallas de Malva Flores adquieren un cariz más sustancioso, más consciente de los detalles materiales, más alejado del trazo grueso. Y es exactamente ahí, donde mejor se pueden discutir todas las discrepancias que puedan tenerse con ella.
NOTAS
[1] No sé si les pase lo mismo, pero algunas críticas destructivas terminan llevándome a un libro, en lugar de alejarme de él. A mí, Judith Butler me daba más o menos lo mismo, hasta que un artículo me hizo saber que era una “reaccionaria”, “premoderna” y “oscurantista”; dicho lo cual me voy a decepcionar mucho si no es todo lo peligrosa que dicen que es.
[2] Mucha muerte del autor y toda la cosa, pero a menudo me topo con personas ostensiblemente más exigentes con los autores que no van a leer que con los políticos por los que sí votaron.
[3] Debo admitir que ya había dado por muerta a la palabra “articular” hasta que mi terapeuta la mencionó, en los días en que escribía esta reseña, y no pude explicarle después por qué, a media sesión, me había dado un ataque de risa. Mi terapeuta físico, quiero decir.
[4] En su ensayo “Regreso a casa”, Malva Flores habla de @noxefa, una conocida usuaria de Tik Tok que una vez apareció lamentándose del maltrato de un caballo en Crimen y castigo. Al borde del espanto por ese “producto del wokismo más pedestre”, la crítica se pregunta “si @noxefa había leído el resto de la novela o, si horrorizada por el dolor del mundo, había huido al país de los sueños, de la bondad sin mancha, con todo y su pijama de flores”. El ejemplo elegido, con el largo párrafo citado de la tiktokera y el recuerdo de cómo la propia Malva Flores había leído Crimen y castigo en su adolescencia, parece dibujar por sí mismo a una generación demasiado sensible para enfrentarse a un libro duro. Pero, ¿qué tan real es esa impresión? Con unos minutos de gugleo pude entrar al canal de @noxefa para enterarme que no solo había terminado Crimen y castigo, sino que había seguido con Noches blancas, Memorias del subsuelo y Los demonios. Además de todos esos libros del ruso, @noxefa parecía obtener mucha felicidad de Woolf, Stevenson, Melville y hasta Saki (lo más lejano que puedo pensar de la “bondad sin mancha”). Es verdad que sus análisis no son los que uno esperaría de Joseph Frank, pero ¿cuál sería el problema? Acaso sea nuestro prejuicio el que no nos permita imaginar que las chicas de pijamas de flores, con varios videos de skin care en internet, puedan fascinarse con Dostoievski. Para no ir más lejos, un seguidor de @noxefa le comentó en un video: “Para entender a Dostoievski tienes que haber vivido miserias como el propio autor”, lo cual, según él, la desacreditaba como una lectora válida. ¿No serán las tiktokeras, me pregunto, el equivalente actual de las “sobrinas del jefe de estación” o las “tontas de América”, que según Huidobro eran algo así como el plancton en la escala de lectores, una categoría que la propia Malva Flores reivindica en otro de sus ensayos?
[5] “¿Por qué todo Tik Tok está clavado con Dostoievski?”, decía con disgusto un comentarista de aquella red social, lo cual me hace pensar que hay un universo de lectores sobre los que no tenemos ni idea.
Eduardo Huchín Sosa es músico y escritor, pero la mayor parte de su tiempo se la pasa editando la versión impresa de la revista Letras Libres.
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Posted: April 17, 2025 at 8:55 pm