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Hamas y los carteles mexicanos: analogía del terror
COLUMN/COLUMNA

Hamas y los carteles mexicanos: analogía del terror

Pablo Majluf y Carlos Matienzo

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La distinción entre crimen organizado y terrorismo se suele hacer debido a sus respectivos fines. Pero cuando hablamos de sus métodos y, sobre todo, de sus consecuencias sociales, la diferencia palidece. El terror, ya sea estratégico o sociopático, ha sido una de las características principales del fenómeno del crimen organizado en México.

Unas semanas antes del espeluznante ataque que perpetró el grupo terrorista islámico Hamás contra Israel, el Cartel Jalisco Nueva Generación secuestró a un grupo de cinco jóvenes, amigos desde la infancia, los amordazó y luego los obligó a matarse entre ellos a machetazos, grabando todo en un video que terminó en las redes sociales. Las autoridades después ubicaron el predio donde ocurrió el crimen y descubrieron que ahí se incineraba gente en hornos de ladrillo. Encontraron huesos, cráneos y cenizas. Unos días antes, habían encontrado congeladores en el estado sureño de Veracruz donde se almacenaban cuerpos destazados. Este tipo de violencia ocurre todos los días en México, donde en promedio son asesinadas casi 90 personas cada 24 horas. Ya son más de 450 mil asesinados desde 2006 y casi 100 mil desaparecidos.

La analogía entre Hamas y los cárteles de la droga en México parece atrevida. Ambos son criminales en el sentido estricto, pero Hamas es un grupo fundamentalista religioso cuyo objetivo es la destrucción del Estado israelí y el asesinato masivo de judíos. Su motivación es el odio fincado en un ideal étnico, nacionalista y religioso. En cambio, el crimen organizado en México no suele tener un ideario, no sigue un manifiesto, no pretende la consecución de una tierra prometida ni la eliminación étnica de otro pueblo. Lo mueven, sobre todo, el dinero y el poder. Subrayamos el poder, porque no sólo tiene los ojos puestos en los negocios de la droga, la trata, las armas y el control comercial de todo tipo de productos, sino en el dominio férreo del territorio y el sometimiento de la población civil.

La distinción entre crimen organizado y terrorismo se suele hacer debido a sus respectivos fines. Pero cuando hablamos de sus métodos y, sobre todo, de sus consecuencias sociales, la diferencia palidece. El terror, ya sea estratégico o sociopático, ha sido una de las características principales del fenómeno del crimen organizado en México.

Ningún grupo criminal mexicano ha perpetrado un ataque de las dimensiones y características del de Hamas a Israel, que se trató del peor asesinato de judíos desde el Holocausto, una reedición de los pogromos en el que masacraron y torturaron a 1,400 civiles inocentes, violaron mujeres y tomaron rehenes. En los 20 años de lucha contra el crimen organizado en México no se ha visto semejante barbarie en un acto concreto. Los analistas ni siquiera arriesgan una semejanza con el tipo de violencia que ejerció Pablo Escobar en Colombia, quien derribó aviones y explotó bombas en edificios gubernamentales provocando centenas de muertes. Sin embargo, hay dos razones para explorar la analogía entre ambos: primero, por el grado de barbarie y su impacto material; y, segundo, por el dilema ético y estratégico que representan para el Estado que los combate.

Comencemos por la barbarie. Lo que algunos catalogan como el inicio de la guerra contra el narco en México fue la escalofriante imagen de cinco cabezas humanas lanzadas a una discoteca en Uruapan, Michoacán, en 2006. Desde entonces, el descabezamiento ha sido uno de los métodos predilectos del crimen organizado en México. La población a menudo halla cabezas en banquetas, calles, predios y parques. En los pueblos los perros callejeros se pasean con cabezas en sus fauces como trofeos. Al igual que los desmembramientos, los cuerpos colgados en puentes, el amontonamiento de cadáveres en carreteras, la disolución de cuerpos en ácido, las masivas fosas clandestinas, el hallazgo de almacenes con restos humanos, las hogueras, los hornos y las bolsas son una estampa habitual de la violencia homicida. Se trata de actos monstruosos de violencia que son intencionalmente exhibidos en el espacio público y, cada vez más, a través del internet y las redes sociales.

Algunos se refugian en el lugar común de que la violencia del crimen organizado es un fenómeno que se da sólo entre criminales o contra las fuerzas de seguridad. Habría que recordar que el 15 de septiembre del 2008 en Morelia, Michoacán, un grupo criminal estalló dos granadas de fragmentación en plena celebración del Día de Independencia de México, asesinando entre 8 y 17 civiles e hiriendo a 132. En 2011, los Zetas incendiaron el Casino Royale en Monterrey –la tercera ciudad más grande de México– ocasionando la muerte de 52 e hiriendo a 10. Desde entonces, ha habido numerosos atentados con coches bomba o explosivos. Es innegable que la población civil a menudo es el objetivo del crimen organizado. En uno de los casos más terroríficos, 72 migrantes fueron masacrados a sangre fría por los Zetas en San Fernando, Tamaulipas, por negarse a pagar una extorsión. En 2019, seis mujeres y tres niños – incluidos bebés– de la familia LeBaron fueron acribillados e incinerados en un camino rural. Más recientemente, en un acto que se acerca más a la definición clásica de terrorismo, 15 civiles fueron asesinados de manera indiscriminada en las calles de Reynosa, Tamaulipas, a manos de un grupo criminal que abrió fuego contra comerciantes y familias que caminaban en la vía pública.

Hay decenas, quizá centenas, de ejemplos de masacres de población civil, asesinatos con ráfaga a plena luz del día en funerales, cumpleaños y fiestas infantiles, así como incontables casos de secuestro, violación, reclutamiento de niños, desplazamiento y desaparición forzada: crímenes de lesa humanidad que nadie llama por su nombre, que a veces son realizados de forma estratégica para generar atención en territorios enemigos –una táctica que en México se conoce como “calentar la plaza”– y otras por simple sociopatía como presumirse sin recato en redes sociales devorando el corazón de un miembro del cártel enemigo. Lo relevante de todos estos casos es que la intención es infundir terror.

Por ello, la barbarie generalizada de los cárteles mexicanos nos debe llevar inevitablemente a otro punto de encuentro con el terrorismo: el hecho de que existe una asimetría entre la forma en la que operan estos grupos y lo que puede hacer el Estado para combatirlos. Sam Harris lo ha explicado con claridad en el caso de Hamas: mientras ellos atacan de forma indiscriminada y barbárica al pueblo judío, Israel es un Estado auditable que se obliga a actuar en el marco del Derecho Internacional. De ahí que surja un debate tan álgido sobre la “proporcionalidad” en la respuesta de Israel y un constante llamado a la autocontención que raya en lo grotesco cuando se trata de enfrentar a un enemigo genocida.

En términos estratégicos, sucede algo similar en México: el gobierno de este país combate organizaciones que tampoco se circunscriben a ninguna norma ética o jurídica y que infunden terror. El dilema es acaso mayor: el Estado mexicano está combatiendo a sus propios ciudadanos, a quienes, aunque aterrorizan a sus connacionales, no se ha atrevido a llamar enemigos internos como sí lo hizo Colombia con las FARC o como pretende Estados Unidos cuando sugiere designar como terroristas a los cárteles mexicanos.

Este justamente es el debate que por mucho tiempo se ha postergado en México: ¿cómo tratar a estas organizaciones que se comportan como algo más que delincuentes y cometen crímenes de lesa humanidad? En este país, bajo el pretexto de no “securitizar” el problema, la élite intelectual ha preferido seguir en la simulación de que se trata de un asunto de policías y ladrones o que se solucionará solo generando mejores condiciones de desarrollo, pese a que en muchos territorios se libran auténticas batallas armadas frente a un Estado que simple y sencillamente no tiene las herramientas legales ni materiales para usar la fuerza de forma disuasiva.

Es cierto, abrir el debate sobre la designación de los cárteles de las drogas como enemigos del Estado e incrementar con ello la proporcionalidad de la respuesta gubernamental es siempre riesgoso, particularmente en un país donde la corrupción y las pulsiones autoritarias pueden dar pie a abusos. Sin embargo, es claro que tratar a los cárteles mexicanos como simples criminales no ha funcionado para evitar atrocidades. Tal y como Israel no puede ser rehén de quienes relativizan el terrorismo tras la fachada de un falso pacifismo, México no puede seguir negándose a combatir con mayor contundencia al crimen organizado y sus métodos.  Esconderse tras definiciones ambiguas no oculta que en los hechos y ante los ojos de la población, aquí también enfrentamos el terror.

 

Pablo MajlufEs columnista semanal de la revista Etcétera y escribe en Literal, Letras LibresReforma y Juristas UNAM. Panelista en “La hora de opinar”, de ForoTV, junto con Leo Zuckermann. Asimismo, conduce el podcast Disidencia. Estudió periodismo en el Tecnológico de Monterrey y Comunicación y Cultura en la Universidad de Sydney, Australia. Twitter: @pablo_majluf

 

 

Carlos Matienzo. Politólogo por la UNAM y Maestro en Administración Pública con especialización en Seguridad por la Universidad de Columbia, Nueva York. Especialista en temas de seguridad y gobernabilidad. Twitter: @CMATIENZO

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Posted: March 2, 2024 at 7:26 am

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