Essay
Perder un padre, parir un libro

Perder un padre, parir un libro

Martha Bátiz

Getting your Trinity Audio player ready...

Share / Compartir

Shares

El pasado 30 de marzo murió mi padre, Enrique Bátiz Campbell, pianista y director de orquesta, y yo apenas empiezo a recuperar el aliento. El golpe de su partida fue un puñetazo al vientre que me partió el cuerpo y la vida en dos, en un sísmico antes y después muy claros. Y en este después, tras un silencio —una dislocación— paralizante, necesito reaprender a caminar, y a escribir, sin él a mi lado. Es en este después que, además, me encuentro desmembrada y dividida en dos polos opuestos: uno, el maremoto de su ausencia y, el otro, el fruto de cinco años de trabajo y muchos más de investigación condensados en mi primera novela, A Daughter’s Place, en la cual me di a la tarea de recrear la vida de Isabel de Saavedra, la única hija de ese gigante que fue Miguel de Cervantes. La vida a veces apuñala con esas ironías: a unas semanas de que mi protagonista vea la luz para reclamar a su padre, yo me he quedado sin el mío.  

Al morir mi madre fui capaz de registrar mis emociones y sensaciones en una especie de diario que me ayudó a sobrellevar el duelo. Esta vez, en cambio, al intentar asirme al lenguaje —como un atropellado a unas muletas frágiles y esquivas— y asimilar las dimensiones mi pérdida, me doy cuenta de que la muerte me ha secado las palabras. Qué inmensa crueldad. Me arrastro al diccionario implorando una respuesta, un consuelo, una razón.

Crueldad: Inhumanidad, fiereza de ánimo, impiedad.

No había pensado en la crueldad como fiereza, pero lo es. Es un águila que te devora los ojos y se regocija en ser lo último que mires antes de que la sangre todo lo nuble. Y repito que se me han secado las palabras por no saber de qué otra forma describir este desasosiego.

Desasosiego: Falta de sosiego (aparte: no me digas, querida Real Academia de la Lengua, ¿de veras?). Intranquilidad, desazón, ansiedad, inquietud, inquietación.

No había escuchado la palabra inquietación antes. Me parece utilísima y de pronto quiero usarla para todo. La inquietación no me deja dormir. Traigo una inquietación que no me deja respirar. Esta inquietación que no me deja, que me tiene asfixiada día y noche, se mudó a mi cuerpo la madrugada que mi padre se quedó quieto para siempre. También descubro la palabra almorriña y no, esa no me sirve. Me hace pensar en urticarias y lo que yo tengo no es algo epidérmico. Es profundo. Medular.

Es curioso el duelo. Este duelo. Duelo: del latín “duellum”, es decir, “combate entre dos”. De ahí que se defina en primer lugar como “enfrentamiento entre dos personas o entre dos grupos”. Pero también está “duelo”, del latín “dolus”, es decir, “dolor”. Dolor, lástima, aflicción o sentimiento. Luto, pena, tristeza, desconsuelo. Demostraciones que se hacen para manifestar el sentimiento que se tiene por la muerte de alguien.

Sucede, sin embargo, que no he podido hacer las demostraciones que quisiera porque la vida no me ha dejado respiro. Porque hay que seguir yendo al supermercado por comida, porque hay que seguir promoviendo el libro a punto de nacer, y regreso al dilema al que me enfrento. Perder a un padre. Parir un libro. Cuando nació mi hijo menor fue publicada también la traducción de mi novela corta Boca de lobo al inglés, The Wolf’s Mouth. Fui a presentarla a escasos cinco días de mi cesárea. Apenas podía caminar. Pero caminé y leí y cumplí porque así fui educada. Aunque todos alrededor me dijeran que estaba loca, que tendría que haberme quedado en casa con mi bebé, cuidando mi herida, yo no podía abandonar ese libro en el día de su nacimiento y, en este caso, todo fue una doble celebración. Quince, casi dieciséis años después, me encuentro al otro extremo del espectro. Huérfana yo, con otro libro en puerta. Parir un hijo y presentar un libro es mucho más fácil, incluso con el vientre partido en dos. Esta orfandad opaca el brillo de mil soles.

Orfandad: Estado de huérfano. Falta de ayuda, favor o valimiento en que una persona o cosa se encuentran. Desamparo, abandono, soledad.

Huérfano: Dicho de una persona menor de edad a quien se le han muerto el padre y la madre o uno de los dos.

No soy menor de edad, pero la muerte me ha arrebatado ya los dos pilares principales de mi vida. El tiempo ha sabido atemperar la tormenta que me arrasó tras la muerte de mi madre. Pero el quebranto de perderlo a él me quiebra sin clemencia.

Clemencia: compasión, moderación al aplicar justicia.

Es también un nombre de mujer. El título de una novela que leí hace mucho. No sé por qué a las mujeres nos asignan esos nombres. Consuelo, Socorro, Clemencia. Yo quiero llamarme Huracán, Terremoto, Borrasca, Ventisca, Diluvio. Quiero destruirlo todo. Tal vez es en este punto en que el dolor y la crueldad se miran al espejo y se dan cuenta de que se parecen, y estiran la mano para tocarse el uno a la otra, los dos extremos de una emoción, de una… eh, moción. Moción: Acción y efecto de mover o ser movido. Alteración de ánimo. ¿Fiereza de ánimo, tal vez?

Y ahora adivino con mayor claridad por qué se me han secado las palabras. Estoy atrapada dentro de un círculo de fuego. Entumecida por el miedo.

Miedo:  Angustia por un riesgo o daño real o imaginario. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea. Temor, pavor, espanto, pánico, terror, horror, fobia, alarma, susto, sobresalto. Son palabras que entiendo, que mastico, que habito. Y muy dentro, pequeñísimo, late un deseo: que desde donde se encuentre, mi padre se sienta orgulloso de mí.

Orgulloso: Que tiene o siente orgullo. Satisfecho, ufano, contento. Contento porque tengo un nuevo libro en puerta. Satisfecho porque sigo su ejemplo y camino hacia adelante sin dejarme caer. Ufano porque sus lecciones y su ejemplo dejaron huella en mí.

Huella: Señal que deja un ser humano o un animal al pisar una superficie. Rastro, vestigio que deja alguien o algo. Yo soy esa huella, lo sé. Soy una prueba más de su paso por el mundo. Un mundo que me resulta brutal y ajeno desde su partida. 

II.

Dicen que uno siempre vuelve a los viejos sitios en los que amó la vida, pero cuando uno vuelve —en mi caso, a la Ciudad de México—a enterrar a su padre, el aire cobra un peso y una densidad que enrarecen todo. Otro contraste doloroso, pues esa ciudad en la que crecí, la que fundaron mis padres para mí, tiene raíces luminosas que aún siento latir. 

Mi padre nació en la Ciudad de México y fue el segundo de tres hijos. Su hermano mayor, mi tío Luis Eduardo, era el consentido de Mamá Lupe, la abuela estricta con la que vivieron al crecer. Y era su consentido porque era un niño bonito, de rizos de querubín besados por el sol. Mi padre, en cambio, tenía el cabello oscuro y grandes orejas y, al ser el hijo/nieto del medio, no contaba con privilegio alguno en esa casa. No le daban carne, por ejemplo, sino chícharos con arroz, al grado de que el resto de su vida jamás volvió a tolerar siquiera ver un chícharo. Tampoco era consentido de Petra, la nana, que se desvivía por mi tía Marcela, la menor. No es que la vida de nadie en aquella casa en la avenida Álvaro Obregón fuese fácil, no. En absoluto. Mamá Lupe había quedado viuda muy joven y con cinco hijos a su cargo. Para criarlos, se dedicó a dar clases de piano a niñas de familias “acomodadas”, a quienes les enseñaba música con la misma disciplina militar con la que manejaba su casa. Algunas lloraban por la fuerza con que apretaba sus dedos sobre la tecla correcta cuando se equivocaban. Mi abuela Elena, que también daba clases de música y era directora de un coro en una secundaria pública, tuvo que refugiarse en aquella casa durante el tiempo que mi abuelo estuvo preso por apostar dinero ajeno en el jai alai. Eran los arrimados y se los hacían sentir.

Todos le temían a Mamá Lupe, o eso me contaba mi padre, pero a él le encantaba sentarse al otro lado de la puerta y observarla dar sus clases. Escuchar el piano. Un día, decidió acercarse a aquellas teclas y, de oído, repitió algo de lo que había escuchado durante esas tardes de tranquilo y cuidadoso espionaje. Me produce una enorme ternura imaginar a aquel niño flaquito y orejón en ese banco frente a la dentadura sonriente del piano, con los piecitos colgándole porque apenas tenía cinco años, descubriendo su vocación. Desde aquel momento su patria fue la música.

Mamá Lupe de inmediato supo que frente a ella tenía a un niño prodigio. No lo trató con más dulzura en absoluto, pero lo encaminó. Y así fue como, años más tarde, viajó mi padre a estudiar piano a la prestigiosa Juilliard School of Music, con una beca que le permitía cubrir apenas lo mínimo para sobrevivir. Fue en esas aulas, destinadas exclusivamente a los jóvenes músicos más talentosos del mundo, que conoció a mi madre. Resultó que ambos habían apartado el mismo saloncito de estudio, ya que ninguno contaba con un piano propio. Ella, también niña prodigio, había llegado a Nueva York becada, a los catorce años de edad, a empezar su licenciatura. A los 18 ya había concluido su maestría y a los 19 se casó con mi padre, que entonces tenía 22. Una vez, en un viaje familiar a Nueva York, nos llevaron a mi hermano y a mí al pequeño restaurante italiano al que mi papá invitó a mi mamá a cenar por primera vez. Ella, para desgracia de él, cenó con gran apetito, y aquella cuenta lo dejó sin dinero para el resto del mes. Siempre se reía al contarme que le alcanzó apenas para comprarse un hot dog por día hasta que llegó su siguiente pago de la beca. Le gustaba decir que había pasado hambre con tal de halagar a mi madre. Ella siempre fue el amor de su vida.

De Nueva York fueron a Polonia a continuar con sus estudios musicales, y cuando yo aparecí en el mapa, decidieron mudarse a la Ciudad de México. A los pocos meses de haber nacido yo, nació la Sinfónica del Estado de México y lo demás no solo es parte de la historia de mi vida, sino parte de la historia de la música en México.  Haber crecido en el país que me ofrecieron fue un inmenso privilegio por el que siempre estaré agradecida. Pero el mejor regalo es el de su música: la patria universal y eterna que heredé de mis padres.  

III.

Cuando mi ciudad era el DF, no había cielos más azules y los volcanes nos guiaban los pasos y nos cuidaban las espaldas. Cuando mi ciudad era el DF se rompieron calles y derrumbaron hogares para construir ejes viales que agrisaron el paisaje y vomitaron una nata ocre sobre el valle. Cuando mi ciudad era el DF se podía respirar profundo y luego se dejó de respirar, y cada día se convirtió en adivinanza: ¿podremos jugar afuera hoy o nos retendrán dentro? Cuando mi ciudad era el DF nadie aprendió nada y por cada auto obligado a dormir en la cochera se parieron dos que infestaban cual moscas las avenidas.

Cuando mi ciudad era el DF, el país solo tenía un partido político, pero se jugaba a las elecciones como si la contienda fuese real. Cuando mi ciudad era el DF, la gente cuidaba lo que decía y con quién andaba porque el miedo no anda en burro.  Cuando mi ciudad era el DF, mataron a Manuel Buendía y, aunque a Luis Donaldo Colosio lo asesinaron lejos, nadie aprendió nada y sangre inocente se sigue derramando por las calles de aquí y a allá todos los días.

Cuando mi ciudad era el DF, todavía creíamos que podíamos llegar a una final del Mundial de Futbol. Cuando mi ciudad era el DF, los domingos temprano eran de Chabelo y muebles Troncoso la escenografía con que soñaban millones de mexicanos. Cuando mi ciudad era el DF, muebles Viana se anunciaba tocando el Concierto de Aranjuez, pero pocos sabían quién era Joaquín Rodrigo. Yo sí, porque mi padre grabó toda su obra y lo conoció y de eso se hablaba mucho entre las paredes de mi casa.

Cuando mi ciudad era el DF, yo odiaba las matemáticas y ya sabía de cierto que iba a seguir odiándolas en cualquier momento y lugar del mundo.  Cuando mi ciudad era el DF, leía Las aventuras de los cinco de Enid Blyton y anhelaba andar en bici por la ciudad resolviendo misterios. Cuando mi ciudad era el DF, jugar bote pateado en la calle era divertido hasta que en vez de patear una lata alguien pateó una rata muerta. Cuando mi ciudad era el DF, podía patinar sin caerme y sin que me diera miedo, y mi padre, a veces, me llevaba a andar en bicicleta a Chapultepec. Cuando mi ciudad era el DF, andaba en mini moto sin casco y en shorts sin caerme y sin que me diera miedo. Cuando mi ciudad era el DF, encontré al fin el amor, a compañero de vida, pero a cambio de estar a su lado, tuve que abandonar mi ciudad y todo lo que amaba, incluyendo a mi padre. Cuando mi ciudad era el DF, no me importó dejarla: se convirtió en mi miembro fantasma.

Cuando mi ciudad era el DF, yo pensaba que la vida era eso que tuve a manos llenas: la seguridad, la confianza, el brío eran los frutos con que mis padres me alimentaban cada mañana. Cuando mi ciudad era el DF, le creí a sus calles todas las ilusiones con las que me hipnotizó. Cuando mi ciudad era el DF, nunca imaginé que llegaría a detestarla con esta rabia profunda a veces, esta rabia que nutren las ausencias. Cuando mi ciudad era el DF, yo no sabía que una ciudad es lo que es por la gente amada que la habita.  Cuando mi ciudad era el DF estaba llena de gente y jamás pensé que podría sentirse vacía.

Cuando mi ciudad era el DF, mi padre estaba vivo y yo caminaba tomada de su mano por las calles. Lo que más me gustaba de ir a pasear al Centro era escuchar al organillero. Mi padre siempre me daba monedas para depositar en el sombrero marrón que nos tendían delante y tenía paciencia de esperarme unos momentos porque yo siempre quería quedarme a escuchar la música que producía aquel instrumento enorme y pesado y antiguo traído de Alemania. Me consuela saber que los organilleros siguen ahí, con sus armatostes recargados en una pata de palo como de pirata cansado, o de piano prematuro y deforme, y cuando mi hermano me llama mientras camina por Avenida Juárez, siempre alcanzo a escucharlos al fondo, dejando que sus notas se pierdan entre cláxones y voces.

Cierro los ojos y trato de imaginar el trayecto de cada organillo a través del Atlántico, llegando a Veracruz y de ahí hasta la Ciudad de México, hace décadas, en carretas o burros o caballos. Cierro los ojos y trato de evocar a los primeros mexicanos que escucharon a un organillero en sus paseos por la Alameda. Ojalá una cámara escondida pudiese revelarnos ahora sus gestos de sorpresa y gozo. El organillero y su instrumento son, tal vez, lo más parecido que tengamos jamás a una máquina del tiempo. Al pasar a su lado podemos transportarnos cien años atrás, aunque yo por ahora me conformaría con retroceder solo algunos cuantos, aunque sea por un segundo, para recibir monedas de la mano de mi padre y verlo sonreír.

IV.

Los recuerdos que tengo de mi padre se me han ido agolpando y acumulando cual montículos de arena contra la memoria. Según ha soplado el viento de los años se han movido de un lado al otro, erosionándose o cobrando mayor cuerpo. Ahora, en su ausencia, se materializa un desierto a mi alrededor. Esta nada en la que me he quedado es infinitamente vasta y, sin embargo, cada gránulo que la habita es una prueba de que existió este hombre cariñoso y risueño —talentoso y exigente, estricto y disciplinado— que me crio. Una prueba de lo que fuimos juntos.

Hay recuerdos, cientos, a la mesa de sus restaurantes favoritos. A mi padre, que tanta hambre pasó de niño y de joven, le gustaba comer bien. De todos estos sitios conservo retazos de colores y aromas diversos, pero el vacío sopla a mi mente uno al que íbamos todos los domingos después de los conciertos en el Teatro de la Ciudad: Prendes. Llegábamos a pie y yo siempre caminaba orgullosa de su mano. En esa época adoraba ponerme un vestido rosa que mi madre me había comprado en algún viaje, pero como yo pasaba el concierto entero jugando tras bambalinas, usando la rampa para instrumentos como mi resbaladilla privada, siempre me tocaba primero una regañada juguetona por ensuciarme la ropa y las piernas. No me importaba. Mi papá nunca se enojaba en serio conmigo y el personal del teatro me conocía, por lo cual me daba el lujo de vagar por todos sus rincones a mi antojo. Entraba a los camerinos y palcos vacíos cuando había alguno disponible, deambulaba por los pasillos, me perdía entre los vestuarios y las escenografías que dormían la siesta hasta que los despertase su siguiente función.

Ya en el restaurante, me dejaban sentarme mirando el mural de las personalidades que ocupaba la pared del fondo y mientras los adultos conversaban, yo disfrutaba de una Coca Cola con una bola de helado de limón. Mi padre siempre estaba rodeado de gente —gente famosa y con poder que lo trataba con deferencia y admiración, pero también de otros, infinidad de otros, que lo adulaban o le pedían favores. Me consta que concedió todos los que le fueron posibles. A cuántos no vi pedirle dinero “prestado” que él, generoso como era, regalaba para no tener que cobrarles.

Cuando era adolescente, celebraba mis cumpleaños en casa de mi padre, que por ese entonces contaba con un enorme jardín perfecto para desvelarse al aire libre en marzo. Él organizaba su fiesta paralela. Afuera, los jóvenes. Adentro, los adultos. Todos festejando con tacos, con mariachis, con lo que se me hubiese ocurrido para la ocasión. Le gustaba a mi padre estar ahí para cuidar que todos estuviéramos bien y disfrutar de nuestra energía. Le gustaba protegerme, siempre me protegió. Cuando empecé a salir a discotecas, varias veces fue conmigo y con mis amigas y, sentado en otra mesa para no arruinarnos la parranda, nos cuidaba. No siempre fue así, confieso. De niña pocas veces venía a las fiestas que me organizaba mi mamá, pero a partir de mi adolescencia se hizo presente en mi vida con una asiduidad y un entusiasmo entrañables. Ahora que tengo hijos lo entiendo mejor. Seguro se dio cuenta de que yo estaba creciendo con rapidez y decidió que no quería perderse de lo que faltaba. Y desde entonces estuvo ahí, cómplice y consejero constante. Sombra y faro.

No leí, ni pienso leer, lo que se publicó en diarios ni en redes sociales acerca de la muerte de mi padre. Me basta la publicación de la Royal Philharmonic Orchestra de Inglaterra, amable y respetuosa, pues trajo a mi mente un recuerdo fugaz, no de los muchísimos conciertos que atestigüé en el Barbican y en el Royal Albert Halls, donde tantos londinenses le aplaudieron de pie, sino el que ofrecieron en la Plaza de Toros México un mediodía soleado cuando mi ciudad era el DF. Tras el éxito arrollador, al salir en el auto la gente lo reconoció y nos cerraron el paso. Nos rodearon entre vítores y porras, rogando que bajáramos el vidrio para saludarlo, para pedir un autógrafo. Yo no bajé el mío, sentí miedo. Él sí bajó el suyo y alguien metió el brazo para alzar el seguro de la puerta y abrirla. Lo sacaron del auto y la multitud lo devoró. Volvió un rato más tarde, escoltado por dos policías que luego ayudaron a abrirnos el paso para que pudiéramos irnos. Al contrario de mí, mi padre nunca sintió temor. Estaba feliz de que tanta gente hubiese disfrutado de la música clásica que habían interpretado. ¡Cuánto luchó mi padre por llevar la música sinfónica a todos los rincones del país, y por hacer que los compositores mexicanos y su obra fueran conocidos y respetados en el extranjero! El sueño que nunca pudo cumplir fue crear un programa, parecido al que parió a Dudamel en Venezuela, para darles instrumentos musicales y clases de música gratuita a todos los niños en las escuelas públicas.  “Hay tanto talento en este país”, me decía, “y es urgente descubrirlo y encaminarlo.” Imagino que, en el fondo, lo inspiraba su propia experiencia. De no haber sido porque creció junto a una abuela estricta y regañona que daba clases de piano, tal vez no habría descubierto su vocación. Y en el ámbito de la música clásica, descubrirla a los cinco años en vez de a los doce o a los dieciocho hace toda la diferencia.

Tantos conciertos, tantos premios, tantas salas llenas a reventar en todo el mundo, tantas grabaciones, tantas entrevistas, tantos aplausos de pie resuenan en cada uno de los granos de arena que conforman este desierto que recorro, que prefiero volver al silencio, porque sé que no se trata más que de un espejismo. Una trampa para la vanidad. El verdadero músico no es el que sube al escenario para que le aplaudan, sino el que dedica con amor y paciencia sus días y sus noches a repasar sus partituras y prepararse día con día. El que no se conforma con medianías (y si algo aborrecía mi padre era la mediocridad, cosa que los pusilánimes, los tibios y los envidiosos nunca le perdonaron). El verdadero músico es el que hace su trabajo con excelencia y con la misma entrega en la sala más elegante y prestigiosa del mundo y en una tarima al aire libre en una humilde plaza. Ese era mi padre. 

Sus instantes finales no los vi, me los contaron. Mi padre dirigió el que fue su concierto final el 21 de marzo, y fue hospitalizado unos días más tarde. Aun así, siguió repasando sus partituras. Tantas noches lo vi sentado al piano o en la mesa del antecomedor trabajando hasta la madrugada que no me cuesta imaginarlo en su cama de enfermo entregándose a su música con la misma devoción. Por eso, en su honor, y a pesar de mi pena, me he empujado a seguir adelante con los planes para el lanzamiento y promoción de mi novela. No podría ser de otra forma, y A Daughter’s Place no podría nombrar mejor este momento de mi vida en el que trato de reencontrar mi sitio en el mundo y comprender —comprehender— el fino equilibrio entre su ausencia y su legado.

La función debe continuar, decía mi padre siempre. Cuando murió mi abuela y estábamos en Bruselas, siguió adelante con ensayos y conciertos sin dudar ni un solo instante. No es de sorprender, entonces, que hasta su último respiro siguiera preparándose para su próximo concierto. Ese es, tal vez, el mayor ejemplo que me deja mi padre. El de no claudicar nunca. El de la esperanza profunda. El del amor inquebrantable por el arte. El de la más categórica congruencia con uno mismo, y la más admirable dignidad.  

 

Martha Bátiz es escritora.  Ha ganado varios premios internacionales, entre ellos el Miguel de Unamuno de Salamanca, España, por su cuento La primera taza de café. Su primera colección de cuentos se titula A todos los voy a matar (Ed. Castillo, 2000); ha publicado la novela Boca de lobo, premiada en el certamen internacional Casa de Teatro de Santo Domingo y publicada bajo el sello de León Jimenes. Posteriormente fue publicada por el Instituto Mexiquense de Cultura (2008) junto con una versión al inglés bajo el sello de Exile Editions (2009). Martha es doctora el literatura latinoamericana, traductora profesional y fundadora del programa de escritura creativa en español que se ofrece en la Universidad de Toronto. Su Twitter @mbatiz

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.

Las opiniones expresadas por nuestros colaboradores y columnistas son responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de esta revista ni de sus editores, aunque sí refrendamos y respaldamos su derecho a expresarlas en toda su pluralidad. / Our contributors and columnists are solely responsible for the opinions expressed here, which do not necessarily reflect the point of view of this magazine or its editors. However, we do reaffirm and support their right to voice said opinions with full plurality.


Posted: May 14, 2025 at 8:39 am

There are 4 comments for this article
  1. Llegui Monroy at 9:32 am

    Hermoso, grande, conmovedor recuento de una vida dedicada a la música y amoroso recuerdo de la hija que creció bajo su amparo. Enrique Bátiz fue un gran director de orquesta, tal vez el último de los grandes directores en México. El país ha cambiado, como dice la escritora y ahora necesitamos más música que nunca.

  2. Melesio Bautista at 1:05 pm

    Martha: que escrito has hecho tan salido de tu corazón. Era complejo tratar con tu padre, difícil adivinar su pensamiento. Al inicio de la OSEM, puede cruzar palabra con él en la cena, había dirigido en Tenancingo, Méx., no recuerdo se eran los años 60’s o 70’s, sencillamente lo admiré. Exigente tal que el do debía sonar como do. Lo seguí admirando. En el mismo lugar tal vez hace un año y tocando el piano, lo volví a admirar. Los años no pasaban en valde. Supe del final de su vida y me dolió la perdida de un GRAN MAESTRO.

  3. Alejandro Rodríguez at 7:31 am

    El amor de hija obnubila y justifica todo. Es parcial por naturaleza. Es normal. Es un gran escrito visto con un solo ojo. Pocos negarán que fue un músico respetado. Ligado al poder, lo que da poder. Así también se avanza irremediablemente. Pero fue, sobre todo, un músico que humilló a muchos músicos que lo engrandecieron y eso fue una terrible cotidianidad que vivieron sus pares. No debe olvidarse. Debe haber sido un buen padre. Qué bueno. Pero fue un mal ser humano con muchos.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *