Fiction
QUERERLA A HELGA

QUERERLA A HELGA

Patricia Suárez

A la alcoba traje un corazón,
Pero de ella, salí yo sin ninguno.

John Donne

Que la había querido a Helga, era más que evidente. Ni la mitad de las cosas que él había hecho por Helga, las hubiera hecho un tipo indiferente o tibio hacia una mujer. Ay, si ella lo hubiera querido como él la quería, ¡cómo lo querría! A la larga, todo lo que quedaba de ella era sandez sobre sandez y comprender si alguna vez lo había querido o qué cosa era para ella el amor, resultaba una tarea demasiado dificultosa para un cerebro como el suyo, un cerebro, ya digámoslo de una vez –suspiró para sí mismo Otto–, básicamente estúpido. Verdad que habían tenido esa pelea y ella había puesto ojos redondos de terror y le atacó esa palidez malsana. No tenía necesidad ella de hacer lo que hizo: ir hacia la jaula y poner a volar a todos los periquitos, como si los periquitos pudieran volver a la naturaleza (¿cuántos océanos, cuántos mares, deberían cruzar los pobre bichos para llegar a la Australia natal?) y lo único que dejó fue un estropicio en la casa y un estropicio de aves retrepadas a los plátanos y al cable de la luz, que por la noche atacaron los gatos. Después de esa pelea, él no hizo sino ir y sentarse en el borde de la bañera y mesarse el cabello mientras oía el agua del grifo correr. Y al cabo de un tiempo, que podrían haber sido minutos o haber sido horas, porque nunca se llega del todo a saber si nosotros pasamos por el tiempo o el tiempo se entumece a través de nosotros, él abrió la ducha y se metió bajo la ducha, un rato, para lavar el cuerpo con el agua clara y por qué no, lavar el alma, que también se puede. Ella sabía que cuando tenían esas peleas, él solía ducharse para quitarse la ira y entretenerse con las gotas de agua que le caían encima como quien se entretiene oyendo el famoso Preludio de Johann Sebastian Bach al cello por algún ruso. La Suite N°1 para Cello, que era a lo que él se estaba refiriendo y no porque alguna vez hubiera tocado el cello, Dios lo librara de tal desvarío de los dedos y el oído, sino porque ella en el pasado le había estufado la paciencia a él, a los vecinos y al consorcio del edificio en pleno con el ruso aquel malparido por la madre a todo volumen y blandiendo el arco de su instrumento, como en otras épocas verdaderos héroes blandían la espada. A todas horas el desdichado rusito con el cello o aún para mayor calamidad ¡una rusa tocándolo en la viola! y ella asegurando que los pájaros iban a aprender a trinar esa melodía, ¿por qué la justicia divina no hizo algo por él en ese día y le aclaraba las ideas a Helga o en última instancia la fulminaba de un rayo, de tal manera que al menos hubiera habido un rato de paz o de silencio fatal en la casa? ¿De dónde había salido el peregrino pensamiento de que los periquitos podían aprender Bach? Había que quererla a Helga para tolerar cosas así, había que adorarla. La cosa había empezado con un casal y después Helga quiso más, más pajaritos, porque así sentía menos sola cuando él trabajaba como un burro el día entero copiando manuscritos en el Ministerio. Periquitos, cotorritas australianas, de plumajes coloridos, que producidos por la mutación artificial del animal original en verde y amarillo se pasó al azul, luego al azul cielo, el malva, el cobalto, el gris y el blanco. Acabaron por tener una veintena de periquitos de todos los colores y chillando del puto día a la noche y la muy tozuda de Helga murmurándoles palabras de amor, frases, versos, a ver si aprendían a pronunciar una simple sílaba humana. Que se negaron a aprender todo lo que duró el paso de Helga por la casa. Consideren cuánto había que quererla para una cosa así, que llenara la casa de pájaros, en una gran jaula y en los voladeros. Y después su voz, la voz de Helga que inundaba como una música la casa, las habitaciones, una locura: “El amor tiene razón porque carece de razón”. Y él, Otto Recayente, que nunca había oído un solo verso del bardo inglés, casi, casi se había vuelto un experto. Un libro, según Helga, especializado en los pajarracos esos preconizaba que podían llegar a pronunciar muchas palabras. Lo mismo aseguraba el obsecuente del pajarero, agregando con la voz magnánima del creador cuando le hizo a Adán el primer tour por el Edén, que el periquito es un ave gregaria carente de agresividad, sociable, alegre, inteligente, fácil de domesticar y con un fuerte gusto por el juego. Donde está el amor, cerró aquella didáctica charla el engreído del pajarero que vio en ellos dos las posibilidades de deshacerse para siempre de ese bicherío, debe haber un nido de periquitos. Si no hubiera sido porque el pajarero tenía todo el aspecto de un octogenario partido, Otto hubiera asegurado que estaba enamorado de Helga. Corrección: el pajarero estaba enamorado de Helga, claro está, con todo el sex appeal que ella desplegaba por cualquier pavada y por pura histeria, al pobre viejo le había saltado la testosterona por los cansados conductos; sin embargo, como era precisamente un anciano de ochenta años fue que Otto se tranquilizó pensando que por muy enamorado que estuviera de Helga nunca se habría animado a solicitarle a ella que se acostara con él y mucho menos habérsela robado. De todos modos, si le hubiera pedido a Helga tener sexo con ella, ella habría accedido, ¡seguro que sí!, ¡sin dudarlo!: le daba por hacer de samaritana en cama ajena y esa disposición suya, esa, por llamarla así, generosidad sentimental, le había dado a Otto tantos disgustos y le había arruinado el sueño. También había insistido el pajarero en lo fácil que son de criar los pajaritos de pico curvo, respecto de los de pico recto. Otto se preguntaba si no hubiera sido más sencillo que tragarse los cuentos del pajarero, encargar un hijo; tener un hijo de los dos. Esta era una idea alocada, mucho más fatigosa para Helga, por ejemplo, que pasarse rociando y pulverizando la jaula con una solución de carbaril al 5% para evitar que los bichos se llenaran de piojos grises o algo peor aun, los piojos rojos que pican por la noche y se esconden en la madera durante el día. ¿Y qué madera, a qué madera hubieran podido huir los piojos rojos que con tanta inquina atacaban a los pájaros? Nada más y nada menos que al bello mural donde antes colgaba el retrato de su hermano muerto, Estanislao, un tipo que él no conoció porque ya era una entelequia, una pura nostalgia, cuando a Otto le tocó nacer. Estaba allí, seriecito en su traje de marinero, como a los ocho o nueve años, mirando con ojos de un azul cristalino que quién sabe a quién habría heredado porque todos los Recayente tenían los ojos negros. Cuando Otto nació, ya hacía dos años que el otro estaba muerto y al parecer los padres se jugaron a los dados qué nombre ponerle a Otto, en consecuencia, si copiar el del hermano ido o inventarle uno nuevo, para él propio. Estaba visto que los padres quién sabe de dónde sacaron el nombre Otto, ellos que de alemanes no tenían ni una pústula, y tal vez fue el imaginarse que una sangre alemana le corría por las venas, o peor, sangre aria, lo que lo hizo enamorarse como un perdido de Helga, con ese nombre tan germano ella también, y que de alemana tampoco tenía una gota. Por supuesto, por esa afición natural en Helga a llevarle la contraria a él o a pincharle el globo, a mantenerlo en la decepción igual que si el estado de decepción fuera una especie de dieta para bajar de peso o para la hipertensión, le explicó muy cadenciosamente que Helga era un nombre de origen nórdico antiguo y que sus padres se lo habían puesto a ella por un cuento de Andersen llamado “La hija del rey del pantano” y porque la habían concebido un 31 de mayo, día de Santa Helga. Porque hasta eso sabía Helga de sí misma, su origen por entero, cuando Otto, pobre de él, tenía periodos en que ni siquiera estaba seguro de si era hijo de sus padres o era nomás un mísero recogido de la calle, un abandonadito en los bulevares de esa estólida ciudad de provincia, que su santo papá y su triste mamá criaron para consolarse de la muerte del gran Estanislao, el hijo definitivo, la excelsa progenie definitiva. Helga se explayó, la sabelotodo, en su versión de que Helle era el nombre más usado por las mujeres danesas; y él de Dinamarca sabía muy poco, sabía nada, unas galletas en lata horneadas con mucha manteca y que se llamaban, precisamente, danesas, que le regaló una vez una mujer llamada Aurelia, que a todas vistas quería tener algo con él, un amorío o dios sabe qué y nada de eso hubo, porque nada debía haber antes que se topara él frente a frente con la elegida: esta imbécil que se decía danesa y de danesa no tenía nada. De manera que si Otto creyó que su inconsciente, notoriamente más idiota que él mismo, se había enamorado de Helga por las raíces ficticias de su nombre, ya podía sacarse la ilusión y darse también por esto la cabeza contra la pared de una vez por todas. Para salir como salieron los acontecimientos, mejor se hubiera juntado con una Carlota o una Bartola. No, hay que ser realista, con una Bartola nunca hubiera tenido nada; ni con una Albertina, Jorgelina, Guillermina, Alfonsina, Ernestina: ninguna cuyo nombre fuera demasiado masculino. Él con los hombres no quería tener asuntos entre sábanas; era una certeza, y si no la era, mejor pensar que se le acercaba bastante a la certidumbre. La magia de los nombres no deja de ser una fantasía más de la magia propiamente dicha. Hubiera debido comprarse un conejo blanco de mascota, llamarlo Dagobert, Sigfrid, Ulbrecht, y quién sabe si hoy no fuera él el hombre más dichoso de la tierra andando por los tablados, con una galera y una varita y apelando de verdad a la magia de los nombres. Eligió quererla a Helga y le llenó para su bendición y alegría la casa de periquitos multicolores como ella deseaba y de lunes a domingo las tres habitaciones de esa casa olían a mijo, alpiste y avena pelada, cuando no a maní frito, a girasol frito; y al frío mortal del agradecimiento de ella, su angustiado estómago de marido, maldición de dios, respondía con arcadas.

Entró los pájaros a la jaula tres meses atrás, después de la pelea descomunal, como pudo hacerlo, y como los pudo rescatar del árbol cuyas ramas tocaban el balcón de la casa. Los periquitos malva murieron en las fauces de las gatas barcinas del vecino, y era una pena, pero Otto no podía recordar ahora si ella amaba especialmente a los periquitos malva o le tenía afición a los de otro color. Colocaba desde hacía tres meses, desde que ella se fuera, como un esclavo servil, la comida en sus comederos, les mantenía limpios, impolutos, los bebederos. Había probado moler los restos de girasol con alpiste, para no ir a la forrajería a comprar y hacer el ridículo del marido cornudo alimentando los pájaros de la amada. Los periquitos con tal molienda se atragantaban; no iban a resistir los días ni las semanas sin Helga y esperaba él que Helga se dignara a volver, cuanto menos fuera para rejuntar a sus pájaros. Había que quererla a Helga para seguir atendiendo a sus mascotas cuando ella, airada y por una pelea más, tal vez un poco más violenta que otras anteriores –él no podía jurar que lo hubiera sido– huyó dando un portazo de la casa que él le había brindado, una pelea por la nada misma, si ni siquiera recordaba él por cuál absurdo motivo habían empezado a discutir, si había sido por los periquitos o por un ex novio músico que ella insinuó –o él malentendió– que tuvo y era violonchelista o contrabajista o aporreaba para su placer y el de ella –esto, lo inaudito, lo insoportable– la música salida del esternón y de las costillas verdaderas de Johan Sebastian Bach, de lo que el esternón y las costillas verdaderas de Johann Sebastian Bach encerraban. Propiamente Helga se dio a la fuga y le dejó de legado las aves; él no tenía corazón para deshacerse de ellas, llevarlas, por ejemplo, al mismo pajarero que se las vendió y explicarles el devenir que había tenido su vida conyugal. Cuando los vio decaídos y enviciados en eso que le llaman “la pica”, arrancándose sin ton ni son las plumas, Otto les preparó una pócima que similaba néctar en polvo, para reanimarlos. Había que mezclar novecientos gramos de azúcar, una tercera parte de leche en polvo, otra tercera parte de fructuosa (esto lo adquirió en una farmacia de a cuarenta cuadras, donde no sabían quién era él, ni que la mujer lo había abandonado, ni por qué necesitaba tamaña cosa), y por último otra tercera parte de harina de cereales; polenta fue lo que él puso como harina de cereal. La receta, alguna vez, la había anotado Helga con su letra clara y tendida al costado, como una mujer que hace el amor lánguidamente, que, deliciosa, piensa en otras cosas, en otros amantes, en ese momento, y pegado con un imán en la heladera. No mejoraron los pobres pájaros con el néctar casero, y Otto optó entonces por meterse en una casa de música y comprar –¡Dios mío, había que quererla a Helga para llegar a este punto de abatimiento!­–­  la Suite N°1 para Cello de Bach, esta vez por Yo-Yo Ma, que fue lo que pudo conseguir, y ponérsela a los periquitos a todo volumen para reanimarlos. Hería, se dijo él, menos que la distancia del cuerpo de Helga, su eterno espíritu en fuga. Entonces la recordó, detenida en el tiempo bueno, en ropa interior azul parada debajo del dintel de la puerta como si estuviera protegiéndose de un terremoto y declamando: Podrá haber los peores cataclismos y las montañas tal vez quedarán, las estrellas seguro que quedarán y quedará Bach, la música de Bach y la de Mozart también quedará, susurró Helga sin una rigurosidad científica y probablemente habiendo tomado alguna copa de más en aquella hermosa noche inmemorial del tiempo bueno, americano con soda, o beaujolais, una bebida por la que le había dado el último año que vivieron juntos, un vino con el que embebía miga de pan y les daba a comer a los pobres periquitos so pena de reventarles el hígado, a ver si así aprendían aunque más no fuera a entonar. Shakespeare quién sabe si quedará, porque a las palabras se las lleva el viento, pero Bach quedará, seguía la marisabidilla mientras intoxicaba a los míseros bichos con ese menjunje, que tanto hizo con sus suites y sus fugas y su “Clave bien temperado” para ordenar el microcosmos, la vida de cada uno que lo escucha atentamente, y acabó, sin desearlo o deseándolo mucho, quién sabe qué tenía Bach en la cabeza cuando componía en el retablo de la iglesia, ordenando el cosmos: el cosmos completo, eso es lo que acomodó Bach, y lo que los pájaros, sea cual fuere su especie, comprenden. Comprenden mejor que nosotros la música de Bach, concluyó Helga. Había que haberla querido a Helga para oírle semejante clase de argumentos mientras el piso de pinotea que antes reflejaba la luz e iluminaba la belleza del hermanito muerto en su retrato, ahora estaba lleno de cagarrutas de pájaro que manchaban la veta de la madera y él debía arrodillarse como un vil esclavo de los caprichos de su amada, a fregar con pulimento, champú y cristasol, a ver si la suerte lo acompañaba y podía quitar esa mierda. Al son de Yo-Yo Ma los pájaros parecieron recuperarse y entonces, cuando la felicidad hubiera podido ser completa, y Helga volver del rincón del mundo adonde estuviera escondida, con las cicatrices del desamor y de la pelea de tres meses atrás cosidas en alguna guardia a la que huyó esa tarde, él leyó en el periódico la noticia de un héroe salvador, un tipo al que se le incendió el coche en un accidente tras haber tomado una curva peligrosa en Yerba Buena, provincia de Tucumán, y arriesgó su vida para rescatar de entre las llamas a su esposa, Helga Pereyra. Por suerte, Helga Pereyra no había sufrido daños ni quemaduras que hubieran puesto en riesgo su vida. Esta fue la noticia que leyó el desdichado entre el garrir de los periquitos, hacía la cuenta de cuántas homónimas podría tener su Helga en Tucumán. Pero no se trataba de una homónima, sino que Helga Pereyra era la Helga que él había querido, qué duda cabía de eso, si ponían una fotografía con ella en el hospital recibiendo un ramo de flores del marido nuevo; Helga a la que él lloraba todavía y esperando su regreso le cuidaba los malditos pájaros piojosos, mientras ella había conocido quién sabe en qué recodo a un ecuatoriano, que lo mismo daba si se hubiera tratado de un húsar, un kamikaze, un tártaro que venía a atacarlo blandiendo un hacha, que eso era lo que en verdad era el esposo ecuatoriano: un tártaro, y Helga se había casado con él, a espaldas suyas, sin atreverse siquiera a ponerle una línea, un email, una carta, iba y se casaba con un tártaro sin previo aviso y de él, Otto, el mismo Otto que le había abierto las puertas de su casa y no podía consigo mismo ni con su propia ira, en lugar de compadecerse y cuidarlo, lo abandonaba a su suerte, como abandonó los pájaros. ¡Haberla querido a Helga para que me pagara así!, gritó, ¡le retiro ya mismo a esa ingrata el derecho de usar mi alma! Y en dos zancadas fue, movido por los hilos de la tromba marina de su odio y su despecho, hasta la pajarera con esos bichos mudos que nunca habían logrado decir palabra, como si hubieran sucumbido a un ataque de terror, y los fue sacando uno a uno de la jaula. Aguantó picotazos y arañazos, que era la defensa lógica de unos animalitos de diecisiete centímetros cuando alguien los aprieta hasta acogotarlos. Si después de todo a ella los pajaritos no le importaron tanto como para volver a buscarlos, ¿qué más daba que hubieran muerto o aun cantaran? Uno por uno, quince pajaritos estrangulados y después bajó la jaula mugrienta y volvió a colgar ahí el retrato de su hermano Estanislao fallecido en la infancia, sus ojitos azules que lo miraban sin decir mu y él le murmuró al hermano las mismas palabras que tenía en la mente (“Mi mente es para mí un reino entero”, recitaba Helga un viejo poema isabelino para que los periquitos enmudecidos aprendieran su lengua, la suya, la de ella) y que le hubiera escupido a Helga de tenerla enfrente después de haberla querido como la había querido: Te retiro el derecho de usar mi alma. Recogió los periquitos del suelo, se los metió en los bolsillos y salió de su casa.

 Imagen de Guiliano Maiolini

Patricia Suárez es una escritora y periodista argentina. Hija de un matrimonio mixto, recibió educación religiosa judía, católica y metodista. Estudió la carrera de Psicología y de Antropología en la Universidad Nacional de Rosario, sin llegar a graduarse.

 

 

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Posted: June 14, 2017 at 8:59 pm

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