Fiction
Eva y Oswaldo

Eva y Oswaldo

Eduardo Halfon

Aunque ésta, como tantas otras, parezca la historia de un hombre y una mujer, es más bien la historia de uno de esos bares inéditos que no tienen nombre, y que tampoco lo necesitan. Pero pensándolo con detenimiento, ésta no es la historia de un pequeño bar de la calzada Roosevelt, sino que aquel bar es sólo el epicentro (tampoco pero me elude un sustantivo más preciso) de esta historia, o por lo menos de esta historia tal como yo la recuerdo como quiero recordarla.

Me había citado allí una chica americana. Se llamaba Eva Parker o Barker, el tiempo difumina las letras. Era demasiado joven y demasiado necia y su padre, un diplomático de carrera, le había prohibido verme. Nunca supe por qué, exactamente. Ella me decía que era debido, claro, a la diferencia de edad (yo ya trabajaba en una constructora, y Eva aún estaba en el colegio), aunque a veces, sin notarlo, se le escapaba alguna anécdota de un padre mormón, ario, belicoso, ligeramente racista. Vivían ellos cerca de la calzada Roosevelt, en un sector de la ciudad menos privilegiado pero que aún conservaba una que otra propiedad inmensa desmesurada, mejor dicho, con varias manzanas de bosque y jardín. Una vez conocí la casa que alquilaban los Parker (una sola le bastó al padre para juzgarme). Pero recuerdo la sensación que me sobrecogió no al estar dentro de aquella ostentosa mansión, sino al salir de nuevo a la roña y pobreza de la calle. Muy similar, supongo, a la congoja que se experimenta al abandonar la oscuridad del cine y recordar, tras dos horas de paz, que uno debe demasiado dinero, que la mujer lo dejó por otro, que los hijos no le hablan, que la vida real continúa. En fin, jamás fui invitado de vuelta. Entendí que la prohibición del señor Parker era absoluta, incuestionable. Y como todo el mundo sabe salvo el señor Parker, sospecho: para una mujer joven no hay sexo como el sexo paternalmente prohibido.

Eva me había susurrado por teléfono que la esperara allí, en el bar ubicado en la esquina de su misma calle y la calzada Roosevelt, que ella saldría por la ventana de su dormitorio al nomás comprobar que sus padres estuviesen dormidos. Le pregunté cómo se llamaba el bar, por si acaso. Pero ella sólo me dijo en inglés y en su mismo tono apenas discernible:

-Sobre la calzada hay un motel que cobra por hora -y colgó.

* * *

Llegué al bar alrededor de la diez de la noche. En la entrada había una cortina de cuerdas con abalorios rojos y verdes. Abrí un espacio usando las manos y me quedé viendo el suelo forrado con agujas de pino, las lucecitas navideñas colgadas permanentemente en las paredes, la bola de espejos suspendida del techo, el gran refrigerador con puerta de vidrio que parecía iluminarlo todo de un blanco hiperbóreo y falsificado. Ingresé sonriendo. Era ese tipo de bar.

Me senté en uno de los tres bancos de madera frente al mostrador. En otro había un señor trajeado, su corbata ya floja. Entre nosotros quedó un banco vacío.

-Buenas noches.

Él me saludó de vuelta con un ligero movimiento de la quijada. El rostro le resplandecía. Llevaba puestos zapatos negros y calcetines blancos. Sus pies apenas llegaban al suelo.

Un viejo calvo estaba jugando una partida de solitario sobre una mesa del fondo.

-Buenas dije.

-¿Le sirvo algo, caballero? -preguntó sin verme, aún colocando naipes.

-Sí, gracias. ¿Qué cervezas hay?

-Gallo, nomás.

-Pues una Gallo.

El viejo continuó bajando y acomodando naipes.

-Allí las tiene, ve. Sáquela usté mismo.

-Eso, abuelo se rió el señor a mi lado. Ante todo, el buen servicio.

-Usté, Oswaldo, mejor tómese su roncito y no me ande fastidiando.

Me puse de pie, caminé al refrigerador y saqué una botella de cerveza.

-Dámela aquí, amigo dijo el señor mientras se inclinaba hacia delante y alcanzaba un destapador. ¿Querés un vaso?

-Así está bien, gracias.

Nadie dijo nada durante unos minutos. Hasta entonces me percaté de que no había música de fondo. Saqué mis cigarrillos.

-¿Tenés otro, amigo?

-Claro dije y le extendí la cajetilla abierta.

Él cogió uno, se lo llevó a los labios y lo encendió con una veladora blanca que yacía sobre el mostrador.

-¿Estás perdido o qué?

Me observó sin reserva.

-No joda a mi clientela, Oswaldo canturreó el viejo.

-Sólo una pregunta, abuelo.

-Espero a una chica le respondí.

-Ya susurró exhalando. Y quién no, amigo.

Eso dijo, pero no entendí si lo dijo con nostalgia o sarcasmo.

-¿A enmotelarse aquí nomás, entonces, al Venus?

Tomé un par de sorbos. De pronto sentí la cerveza demasiado tibia.

-¿Él es tu abuelo? le pregunté.

-¿Ese anciano chiflado? Qué va. Sólo le digo así para chingarlo. ¿Verdad, abuelo?

El viejo farfulló algo incomprensible.

-¿Cómo se llama este bar? pregunté por pura inercia, pero ninguno de los dos contestó.

Me tomé la cerveza despacio, sin sed y sin ganas, mientras Oswaldo se fumaba mis cigarrillos y me hablaba sin tregua de su trabajo como perito contador en no sé qué empresa cercana, luego de su niñez en Zacapa, luego de su predilección por el ron Botrán y su amor incondicional por las prostitutas.

-Ése es el único amor verdadero dijo.

Yo no sabía si tomarme otra cerveza o si salir huyendo, cuando de repente sonó el golpeteo plástico de los abalorios y entre rojos y verdes se asomó el tímido rostro de Eva.

-Vaya, pues. Llegó la chica.

Ella me dijo con la mirada que saliera, que nos íbamos de inmediato. Dejé unos billetes sobre la barra y me puse de pie.

-Feliz noche, señores anuncié aplastando mi cigarrillo en un cenicero de aluminio dorado y, a punto de irme, sentí la mano de Oswaldo coger con fuerza mi antebrazo.

-Ése es el único amor volvió a declamar.

Hablaba ahora rechinando los dientes.

-¿Me entendés, amigo?

Sonrió grande y me soltó y yo salí rápido por la cortina de abalorios.

* * *

Allí estaba Eva, masticándose las uñas. Iba vestida en jeans y sudadero gris y yo, por alguna razón, la vi mucho más niña. Demasiado niña. Ella me dio un beso insulso en la boca. Y ya caminando me preguntó en inglés si me encontraba bien.

-Muy bien le mentí.

Seguimos caminando en silencio sobre la calzada Roosevelt, quizás una o dos cuadras, hasta que Eva se detuvo ante la entrada del Motel Venus. Empujó una pesada puerta negra y me guió hacia adentro. Subimos unas escaleras alfombradas de vino tinto. Ya arriba, en un pequeño zaguán, Eva tocó el timbre y al rato se abrió un buzón plateado a la par de la única puerta. Me susurró que nos podíamos quedar dos horas completas y yo, viendo el rótulo de precios, hice el cálculo y deposité un billete en el buzón plateado, que igual de rápido se volvió a cerrar. Alcé los hombros y estaba por preguntarle a Eva qué hacer cuando la puerta se abrió a un largo y oscuro pasillo, mientras de algún lado una voz de hombre nos gritaba el número de habitación y la hora exacta de salida. Me quedé quieto, viendo las puertas negras en ambos costados. Olía a hierbas secas. Eva agarró mi mano como si estuviese agarrando una cosa cualquiera, y empezó a caminar hacia adentro.


Posted: April 14, 2012 at 11:02 pm

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