Atigrado
Patricia Suárez
A mi prometido
La llave de mi departamento la tenían tres personas; la tenía mi prometido, la tenía yo y la tenía la portera que vivía en el mismo edificio. Me gustaba especialmente usar respecto de él la palabra prometido, la definición de prometidos en una relación. Estar prometido, porque hay entre los dos una promesa que nos hicimos de estar juntos por siempre: eso significa. Está más que claro que en la Argentina no se usa y mucho menos en Buenos Aires, pero igual me sigue pareciendo exacta y poética. Si no hubiera sido porque es una acepción en el Facebook cuando pide que el usuario especifique qué tipo de relación tiene con alguien, nunca la hubiera descubierto. De todos modos, mi prometido no era usuario de Facebook. Estábamos en ese momento de la relación, en que yo me levantaba por la mañana y olía sus camisas. Por el placer de embriagarme en él, en su olor, mientras él aun dormía. No se trataba de que todo fuera perfecto en esos días; teníamos de vez en cuando alguna rencilla y habíamos tenido una pelea fuerte, una vez, como a los tres meses de conocernos. Me gustaba de él que nunca perdía la calma, nunca me había levantado la mano ni me había insultado. Eso me bastaba para elegirlo porque así es como debe ser un hombre. Mi padre habrá sido lo que habrá sido pero nunca me levantó la mano, ni me llamó puta, ni con ninguna otra palabra fuerte durante una pelea. En ese sentido, quiero para mí un hombre como mi padre. No obstante, estábamos en el mejor momento de una relación, y lo sé porque he perdido demasiadas cosas a lo largo de la vida, matrimonios y amantes y amigos, para saber cuándo es el mejor momento en una relación con alguien. Otra cosa que me gustaba con él, con mi prometido, era que soñábamos con las mismas cosas cuando dormíamos juntos. Si a mí me robaban en un sueño, a él lo robaban también; si yo soñaba que por mi cuero cabelludo caminaban dos largos ciempiés, él soñaba que por sus piernas trepaban peludas arañas. No eran sueños idénticos, pero había que reconocer que era muy semenjantes.
Un domingo, volvía de su casa y cuando entré, había dentro de la mía un gato atigrado y gris. Era el mediodía y yo no poseía ningún gato. Ni ninguna otra mascota. Tenía una gata, en el pasado, que se llevó mi hija al marcharse a vivir con su padre. Tenía, antes, otro gato gris que murió de un medicamento que le dieron por error. Mi hermana, se lo dio por error. Por esa época también estaba el naranja que se robaron de la ventana, y en los comienzos de la tierra, por el tiempo en que yo estaba casada con mi primer marido teníamos los dos un gato naranja que cuando nos separamos quedó al cuidado de la señora que nos alquilaba la casa. Solía llevarme bien con los gatos: manejábamos la distancia. Ninguno de los felinos que tuve, se arriscó ni me atacó: sabíamos entendernos.
Cuestión que ese domingo, cuando llegué a mi departamento, estaba este gato atigrado y gris, que se acercó a mí y me miró con sus ojos enormes. Al principio creí que estaba alucinando, que el alcohol bebido y brindado a lo largo de los años me estaba haciendo ver visiones. Después me dí cuenta que alguien había entrado en el departamento; había metido el diario y el gato. Era un animal flaco, un poco chueco, con unas perfectas rayas negras sobre su pelaje gris. Los ojos castaños. Tuve la sensación de que yo le sonreía y él correspondía a mi sonrisa. Lo alcé y era pesado a pesar de su delgadez. No pensé demasiado: fui hasta la heladera y corté un pedazo de carne asada que tenía. El se restregó contra mis pantorrillas y comió, uno tras otro todos los trozos. Le dí más: estaban en mi heladera los restos de un asado, de una despedida de año: había achuras, había carne, había un pedazo de cerdo. Yo casi no había probado la carne, mucho no me gustaba. El gato arremetió con todo y fue en ese instante, mientras lo veía comer, que llamó por teléfono mi prometido. Era imposible que yo me quedara con ese gato, que además no era mío, chilló. Seguro tenía un dueño, alguien lo estaría buscando. La portera lo habría metido en mi departamento por error, creyendo que me pertenecía. Era una mujer estúpida y además, invasiva. Pero yo seguía defendiendo al gato: a lo mejor venía a traerme algo bueno, algún revés de fortuna. Mi prometido no consentía; no admitía la posibilidad de que el gato viviera con nosotros: había algo que estaba mal en el asunto y él no quería que cosas extrañas sucedieran en mi departamento. Si yo conservaba el gato, quizá el día de mañana, la portera o tal vez el hijo de la portera, por hacer una broma, se sintieran autorizados a meter un perro salchicha, un flamenco, o un asno. Mi prometido estaba rabioso contra la portera y su prole de hijos maleducados: debíamos denunciarlos al administrador del consorcio del edificio para que tomara frente a ella las medidas pertinentes. El gato atigrado, mientras sucedía esta conversación, empezó a arañar la puerta de salida de mi casa. Si hubiera sido una persona, yo habría pensado que se sintió herido por el tenor de la conversación con mi prometido. Abrí y bajó trotando los cuatro pisos que me separaban de la planta baja y después arañó la puerta del hall central para salir a la calle. Me despedí del gato atigrado y gris con cierta pena, pero no estaba bien apropiármelo. Además, así como había llegado podía irse el día menos pensado. Y esa opción no me convencía para nada, porque yo ya no quería que mi vida fuera como una oficina de los Tribunales adonde entra uno, entra otro, y salen sin pedir permiso y dejándome ahí, acodada a un eterno mostrador maloliente, sin el derecho a réplica. El gato atigrado y gris salió corriendo en dirección a la calle Uspallata y ya no lo volví a ver.
Averigüé con la portera cómo había sido el asunto del gato y ya no pregunté más. La noche anterior había habido una gran tormenta y el gato atigrado gris maullaba perdido por el edificio. Unas vecinas le avisaron a la portera; ellas creían que ese gato era mío. La portera desconocía si yo tenía o no un gato gris y lo metió en mi departamento, abriendo con la llave maestra que yo le dí alguna vez. Listo, caso del gato atigrado y gris, cerrado.
Más o menos dos semanas después, cuando salía con mi prometido a cenar afuera, el mismo gato atigrado y gris me esperaba en la vereda. Dije bien, porque esa fue la sensación que yo tuve: el gato estaba esperando por mí. Mi prometido repitió que de ninguna manera era posible conservar el gato atigrado, que ni siquiera le hiciera un mimo porque el animalito se encariñaría conmigo y ya no me abandonaría más. Discutimos un poco sobre si podía quedármelo o no y al final le pregunté, o más bien pregunté en voz alta, como para el gato me oyera: “¿Y si fuera algún amante del tiempo viejo que acaba de morir y viene a despedirse de mí?” Conocía una historia del Tirol: Un muchachito iba a ver a su prometida a un pueblo cercano. La visitaba, la llenaba de besos y después se volvía solo, en plena noche, por la montaña. Pero a la vuelta no caminaba del todo solitario; se unía a él un bonito y enorme gato negro que lo acompañaba amigablemente hasta la puerta de su casa: era su prometida, quien gracias a sus poderes mágicos, se convertía en gato para proteger a su amado en el camino.
Por eso repetí: “¿Y si es alguien que fue mi amante y viene a decirme adiós?”
Esta frase sacó a mi prometido de quicio.
Yo, sin embargo, pensaba con toda claridad en un hombre mucho mayor que yo, que había sido mi amante y del que sabía que hacía años padecía una enfermedad grave en los pulmones. ¿Me había querido tanto él como para venir a despedirse de mí? De hecho, cuando vivo, cuando juntos, prefirió a su esposa por sobre mí. Tenía hijos con ella, tenía una casa, tenía un buen pasar. Tenía las excusas perfectas. Yo, en cambio, no tenía nada. Me he pasado la vida con las manos vacías. Cierta vez que lo volví a encontrar, por azar, y porque Buenos Aires a veces es un alfiletero, me confesó que nunca había podido olvidarme. Debí haber inquirido por qué, esa vez, pero me callé, y después ya no lo quise volver a ver: me traía malos recuerdos.
Mi prometido cargó el gato atigrado y gris y lo depositó en la puerta de quienes sospechábamos eran sus dueños. Ninguna persona atendió la puerta. Los sentimientos que tenía mi prometido por mí no me generaban ninguna duda, ningún temor. Sabía que su amor era redondo y lleno, incondicional, preñado de futuro. Ya he dicho que pasábamos por nuestro mejor momento. Como sea, viéndolo hacer con el gato atigrado y gris, me pregunté: ¿tomaría él la forma de un gato para protegerme en todos mis caminos?, ¿vendría él a despedirse de mí?, ¿llegaría a amarme tanto él, como para acordarse de mí, en el final de los finales?
Tres días después supe que había muerto aquel antiguo amante.
Alguien publicó la noticia en el Facebook.
*Imagen de portada de John Potter
Patricia Suárez es una escritora y periodista argentina. Hija de un matrimonio mixto, recibió educación religiosa judía, católica y metodista. Estudió la carrera de Psicología y de Antropología en la Universidad Nacional de Rosario, sin llegar a graduarse.
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Posted: July 5, 2018 at 11:52 pm