Lucy, la Australopithecus afarensis que cantaba
Angelina Muñiz-Huberman
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En 1974 el paleoantropólogo Donald Johanson y sus colaboradores Yves Coppens y Maurice Taieb descubrieron en África Oriental una Australopithecus afarensis. Donald Johanson, entre hueso y hueso, tarareaba una canción de los Beatles que era su preferida: “Lucy”. Tuvo una iluminación y decidió llamar así al esqueleto.
Aquí trataré de imaginar a qué se dedicaba, pensaba e inventaba nuestra antepasada de hace más de tres millones de años. Debió de ser una joven ágil que le gustaba subirse a los árboles y desde ahí otear el horizonte. Si veía algún peligro les avisaba a sus compañeros que habían quedado abajo. Acomodada en una rama permanecía un buen rato para aprender del canto de los pájaros alguna que otra melodía. De inmediato trataba de repetirla o, por lo menos, llevar el ritmo golpeando la palma de las manos.
Era una artista innata.
De su boca querían salir sonidos y se conformaba con imitar los que oía a su alrededor: la lluvia, el viento, los truenos, los animales. La rodeaba todo un mundo de sorpresas y conocimientos.
Bajaba del árbol dando un gran salto y pensaba (sí, sí pensaba) que era hora de la comida por su reloj estomacal. Entonces, se disponía a buscar qué comer. Era un poco perezosa y un tanto cuanto vegetariana y quién sabe si vegana. Por lo tanto, utilizaba el poderío oponente de su pulgar para arrancar deliciosas frutas, hierbas apetitosas o cascar nueces. Acababa de descubrir que las piedras eran un inmejorable aliado para utilizarlas y las golpeaba contra los frutos secos. En sus ires y venires siempre escogía un lugar cerca de un río. Le encantaba bañarse y, claro, beber agua. En verdad, la pasaba muy bien.
Lo único que temía era cuando los australopitecos de otra región invadían su territorio y le declaraban la guerra a su comunidad. Pero también estaba preparada y había aprendido a utilizar palos y piedras para golpear al enemigo. Dentro de poco, arcos y flechas harían su aparición como lo más avanzado en armamento bélico. Lucy y sus compañeros saldrían adelante.
Otra actividad que la mantenía entretenida era pensar. Pensaba intensamente cuando en días de calor insoportable se sentaba a la sombra de un sicomoro. Mientras comía fruto tras fruto pensaba. ¿Qué pensaba? ¿Y cómo pensaba? Pues como piensan los leones, las jirafas, los búhos, los murciélagos, las moscas y los gusanos. Las hormigas también. Ah, y las abejas. Siempre están pensando, sobre todo, en la manera de sobrevivir.
Eso de estar vivo es un grave problema.
Pero ayuda el sicomoro.
Lucy pensaba y sus sentidos se agudizaban. Veía, oía, olía, sentía, palpaba. Mucho mejor que nosotros hoy. Siempre estaba atenta a toda manifestación sensorial. Cultivaba sus sentidos con esmero.
Los estimaba.
Bajo la sombra del sicomoro ensayaba algo que se parecía a cánticos y se deleitaba con su sonido. Tanto es así que hasta los pájaros se quedaban asombrados. A su vez trataban de imitarla, pero era imposible. Había ciertos sonidos ¿rudimentos de palabras? que no podían repetir. Tal vez si se apareciera por ahí un loro despistado otro gallo cantara.
El caso es que Lucy cantaba y cantaba o eso creía. ¿Creer? Es una palabra complicada para Lucy. Por suerte, aún no se había inventado a dios alguno y estaba libre de pecado. Así que no tenía porqué creer y seguía cantando.
Lo que mucho menos le preocupaba era si hubiera llegado a imaginar lo que pasaría varios millones de años después, cuando un arqueólogo le pusiera nombre, pues por ahora no le hacía falta.
Claro que el concepto de tiempo ni siquiera existía para ella. No se preocupaba de eso. Tiempo, ¿qué es el tiempo? Sólo resolvía lo inmediato. Al llover, esconderse. Al hacer calor lo mismo. Para eso contaba con su querido sicomoro. Las ramas del árbol le servían para dormir en equilibrio y si encontraba una cueva eso era una casa de lujo.
Lucy era una persona muy ocupada, pero no se olvidaba de sus dotes de cantora y acompañaba sus labores con algún que otro intento de melodía.
Algo que muy pronto descubrió y que nos ha llegado hasta nuestros días fue la danza o, más bien, acompañar la música incipiente de movimientos corporales que coincidieran y con las manos llevar el ritmo. Cada vez sentía mayores alegrías. El ritmo le debió parecer muy importante y golpear contra un tronco fue algo muy elaborado, pero ideal para llevar el compás.
Las dotes artísticas iban perfeccionándose.
El día y la noche fueron objeto de sus indagaciones, en este caso científicas. De día observaba un objeto redondo que brillaba en el cielo hasta hacerle daño en los ojos, por lo que prefería apartar la vista. En la noche otro objeto redondo resplandecía en el cielo, pero éste podía ser contemplado sin dolor alguno. Era tranquilo y pacífico con la característica de que disminuía de tamaño y luego aumentaba. Se trataba de un objeto juguetón y encantaba a Lucy. Además tenía cierta periodicidad en sus movimientos, lo que observaba y guardaba en la memoria nuestra antepasada preastrónoma.
Es así como el arqueólogo Donald Johanson y sus colaboradores se maravillaron de las grandes dotes de la Australopithecus afarensis. En cuanto a los Beatles consideraron un honor que semejante artista y científica fuera llamada como su famosa canción. La Lucy prehistórica y la Lucy histórica se dieron un abrazo de solidaridad a través de millones de años. Nunca se sabe lo que una canción puede provocar y lo que un arqueólogo puede encontrar. Bienvenidas las Lucys de nuestro planeta.
*Foto de Eugene Zhyvchik en Unsplash
Angelina Muñiz Huberman es autora de más de 50 libros. Ha ganado el Premio Xavier Villaurrutia , el Premio Sor Juana Inés de la Cruz el Premio José Fuentes Mares, Magda Donato, Woman of Valor Award, Manuel Levinsky, Universidad Nacional de México, Protagonista de la Literatura Mexicana, Orden de Isabel la Católica, Premio Nacional de Lingüística y Literatura 2018, entre otros. Recibió el doctorado Honoris Causa por la Universidad Autónoma de México y es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.
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Posted: November 29, 2023 at 8:53 pm