Essay
Nudos triviales

Nudos triviales

Miriam Mabel Martínez

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¿Cómo me hice nudo? ¿Cómo llegué aquí? Me siento dentro de una memoria extraviada de mi padre. Repentinamente me descubro encapsulada en un programa cómico cubano: La tremenda corte. Él solía contarme no sólo las peripecias de Tres Patines y el Tremendo Juez, sino de la transición de la radio a la televisión a lo largo de las décadas de los cuarenta y cincuenta hasta el éxodo de La Habana a Monterrey, tras la revolución. Allá –en esa ciudad rodeada de montañas a donde él también emigró– se grabó de 1966 a 1969. Y ahora, de pronto, participo en una especie de remake posmoderno en un Ministerio Público de la CDMX. Aunque sólo he visto fragmentos en YouTube, sé que el agente de esta alcaldía no es tan gracioso como el de la serie de 360 capítulos; tampoco ninguno de los involucrados se come las eses ni las ces ni zetas que delatan la extranjería del denunciante de esta versión chilanga, quien –por cierto– ha declarado ser gallego (al igual que Cástor Vispo, creador de la serie) y está aquí no para denunciar a un malhechor de poca monta, sino a un señor que, a diferencia de Tres Patines, parece tener oficio y beneficio elegantes, como ha detallado ante el MP (“Porque yo, además de productor, tengo varios Airbnb”). Resguardado en su traje de jinete, el acusado no puede evitar lo inevitable: hacer una llamada. Ecuánime, el agente le recuerda que en esta sala están prohibidas las llamadas. Comprensivo cuelga para que, por fin, el policía pueda exponer los hechos que nos han traído aquí.

El representante de la autoridad observa a denunciante y denunciado con un gesto de incredulidad. Miro a mi alrededor y el mismo policía me indica con el índice derecho pegado a los labios que debo callar. No pensaba hacer lo contrario, ¿qué podría decir que sonara verosímil? Que yo estaba tejiendo esperando mi turno en el banco (sí, tejo parada en las filas como estrategia contra la frustración, ya se sabe que cualquier trámite puede complicarse por obra y gracia de la burocracia), que como siempre conté personas y puntos, para en una regla de tres calcular la espera (si tejo cien puntos en dos minutos entonces…), que tejí tres vueltas sin avanzar, en la cola que tras seis minutos y a punto de comenzar la cuarta escuché una voz que superaba los decibeles cotidianos de las transacciones bancarias: “Pero, qué va, cómo es posible que me pidan doble identificación y encima la autorización del gerente porque soy extranjero, si ustedes me habéis abierto la cuenta y me habéis visto en repetidas ocasiones en esta sucursal, ¿qué acaso no soy ante todo un cliente”.

Esos decibelios provocaron que se me soltaran los puntos. “Voz de actor”, pensé tratando de acomodar ese momento en alguna película de Sídney Lumet o en un comercial. No era ficción, así lo comprobó la cajera al abrir los ojos y estirar los labios en un gesto ambiguo que invariablemente confunde al interlocutor. Cómo dilucidar si se trata de empatía (“lo entiendo”), de sumisión ( “tiene razón, pero son las reglas absurdas”), de evadir las responsabilidades (“ya sabe usted como AMLO lo ha complicado todo”) o esperanzador (“no se preocupe, es muy sencillo, nomás vaya con el ejecutiva…”) o ninguna o las tres anudadas. Por la última frase (“cuando termine pasa directo conmigo”), quedó claro que al afectado no le había parecido tan esperanzador como a mí. Supuse que al gritón le falta aprender a hacer y deshacer nudos a la mexicana. Alcé los hombros y me enfoqué en recuperar los puntos perdidos mientras el ya agitado personaje deletreaba sonoramente: “¡Vaya!, es que me siento discriminado”.

Y los mariachis callaron.

Ya se sabe que en México la ropa sucia se lava en casa y nos parece de mal gusto hablar así como así de discriminaciones, desigualdades e injusticias en voz alta; lo correcto es hacerlo con discreción. ¿Qué es eso de andar ventilando situaciones en las que se exija la atención adecuada de un servicio? Eso se hace en la página de Facebook de la Profeco o de la Condusef, si acaso. Aquí se piden las cosas por favorcito, tranquilitos, sonriendo y suavecito, suavecito. Aquí sólo habla fuerte el que manda y no cualquier hijo de vecino que intente reclamar sus derechos, como por qué, igualado. ¡Qué mal gusto!

Yo ya iba por la séptima vuelta y los señores seguían ahí. Ni las cuentas ni los derechos ni los reveses sumaban algo, sólo espera Otra vuelta. Con pasos tan firmes, como en la canción de Alejandro Sáenz, el discriminado regresó a la caja al ritmo de mis agujas. Lo que sucedió después fue tan extraño, como los nudos matemáticos.

—¡Hijo de la gran puta, vuélvete a tu país!

El hombre A, de barba blanca y traje de montar, sí que subió los decibeles. Con el tejido en la mano, pensé: éste no es un nudo trivial. El aludido se acercó a la cajera quien impávida concluyó la transacción. Ni la incomodidad de los ahí presentes afectaron a ninguno de los dos contrincantes.

—A ver si te atreves a decirme esto afuera —B imbricó tras contar del dinero.

Los ánimos subieron la temperatura evidenciando la falta de mantenimiento al aire acondicionado.

—¡Llamen a una patrulla! —A solicitó (¿u ordenó?).

Para ese momento yo ya había perdido la cuenta de las vueltas.

—¿Conoces el artículo 33 de la Constitución? —profirió A.

—No, pero sé que estamos en un Estado de derecho —B dio un paso hacia atrás asegurando su espacio vital.

—¡Te irás a la cárcel! Que te quede claro que si un extranjero agrede a un mexicano, ¡se chinga!

Nadie intervino. B respiró hondo, guardó en la cartera las identificaciones que la cajera le acababa de devolver y se dirigió a la salida, justo cuando la patrulla llegó.

Si bien adentro nuestro comportamiento fue escandalosamente pasivo, una vez que el problema se posicionó afuera de la sucursal bancaria todos los presentes cuchicheamos y más de uno tomó postura; que si ya está insoportable la situación con tanto extranjero, que si la zona se ha gentrificado de más, que si tienen la culpa los arrendatarios, que si a los locales ya no les alcanza, que sí como vaticinó Marc Augé los centros de las megalópolis del mundo únicamente podrán ser habitadas por las élites económicas internacionales… En vez de llorar, aproveché la coyuntura para ser atendida; con la delicadeza que exigía el momento apresuré a la chica no sin entrevistarla.

—Oye, ¿qué pasó? ¿Quién empezó?

—No sé, no sé —la chica se concentró en estampar con fuerza el sello en el comprobante tragándose las lágrimas, al tiempo que alzaba los hombros.

—Tranquila. Ya está. No te preocupes, así son los machos de todas las nacionalidades —traté de consolarla y me apuré a salir.

Afuera el nudo inicial se había triplicado. Entre A y B estaba un policía.

—Oficial, yo soy mexicano y él, extranjero; y me insultó —A cruzó los brazos.

—¡Yo no te he insultado! —B atajó en el volumen habitual de su nacionalidad—, venga, revisemos las cámaras y ya está, veamos qué pasó —sacó el pecho—. Señor policía, lo que sucedió…

Y B contó su versión. Que si en esta sucursal abrió la cuenta; que si es residente desde hace años; que si paga impuestos; que si tiene CURP; que si hasta hoy nadie le había explicado que los extranjeros deben presentar doble identificación para cualquier trámite en ventanilla; que si tal medida le parece más que excesiva, discriminatoria; que si tenía el derecho a externar su opinión; que si ya llevaba treinta minutos tratando de concluir el trámite; que si bien estaba enojado nunca ofendió a nadie…

—Mientras que este señor me ha insultado.

El policía, más que atónito (como yo) o espantado (como los empleados de la sucursal), se mostró incrédulo hasta que, como siempre, la realidad supera la ficción.

—Ya aprenderás a callarte la boca, extranjero de mierda.

Tal grito sacudió el sospechosismo del poli y de paso barrió con el mío. El guion de este capítulo estaba dando un giro inesperado y el nudo que parecía sencillo de resolver se estaba complicando.

—¡Basta! —el policía subió el tono y rompió la intersección entre A y B— nos vamos al Ministerio Público para presentar cargos mutuos.

Esa sí no me la esperaba. Tampoco A ni B. ¿Qué manera de desperdiciar ya no el día, sino los recursos públicos? Si bien agradecí a la vida haber superado aquellos tiempos aún cercanos en los que el dicho imperante era “¿por qué discutir algo que se puede arreglar a golpes?”, me cuestioné por qué allá adentro alguien había obedecido a A y llamado a la patrulla, y nadie había actuado. Por qué el gerente no puso orden: “Señores, por favor, les pido se retiren”. Era como si adentro todos le hubieran tenido miedo a esos dos señores blancos aburguesados. Por fortuna, afuera la ley se impuso. El policía, muy serio, les pidió sus identificaciones. A dijo que si B se disculpaba con todo el banco él humana y justamente retiraría los cargos. B reiteró que a pesar de no haber insultado a nadie estaba dispuesto a disculparse por el numerito.

—Y ahora también te vas a disculpar por alzar la voz. Estamos en México y tendrás que aprender a respetar nuestros usos y costumbres…

Ante esos usos y costumbres (que aseguran que los únicos que pueden alzar la voz son los que mandan), al poli no le quedó más que transformarse en un réferi de una pelea de box en la que uno de los contrincantes (A) se la pasa brincando en sus esquina dando yaps al aire, mientras que el otro baila por el cuadrilátero con los brazos en posición de guardia.

—Señora.

Giré hacia atrás esperando que no fuera yo esa señora.

—¿Yo, oficial?

—Sí usted, la del tejido. Disculpe que la moleste, ¿podría acompañar al joven para atestiguar que se disculpe con los empleados tal como el caballero exige y podamos finiquitar este caso?

Acepté nomás porque este poli me cayó bien desde ese momento, otro me hubiera llamado jefecita, madrecita, damita o la de las canas. ¡Qué correcto identificar a una persona sin referirse al físico!

—Está bien —respondí pensando: “ya qué. Esto me pasa por chismosa”. Resignada me acerqué a B— ¿Vamos?

—Pedro, mucho gusto.

—¿Con quién comenzamos? —le pregunté fingiendo una sonrisa para no dar mi nombre (¡ay!, así de apretados los nudos mentales).

Optamos por dirigirnos al fondo, con la ejecutiva que lo atendió.

—Señorita, si en algo la ofendí le pido una disculpa.

—Ya qué —respondió la señorita.

Luego, nos dirigimos hacia la cajera implicada, quien simplemente agachó la cabeza. A continuación nos enfilamos rumbo al joven que entrega los turnos, y así fuimos con cada uno de los empleados. Una vez finalizada la ronda, informé al oficial que la misión se había cumplido cabalmente, no sin mirar de reojo al otro implicado, que con sorna y movimientos anticuados, como los de las películas de nostalgia porfiriana, estiró el cuello y, con la mirada puesta en las alturas, reiteró su decisión de retirar los cargos contra el extranjero (de mierda), al tiempo que extendió la mano para recuperar su identificación, sin sospechar que el drama estaba por comenzar.

—Yo no —el extranjero se apresuró.

—¿Usted no qué? —preguntó el oficial sin soltar las identificaciones.

—Yo no retiro los cargos.

Estupefactos nos miramos en carambola. En la cara de todos creí adivinar un ALV, sobre todo en A que, en un acto de heroísmo recuperó el color al instante; le bastó sacudir sus botas de montar y abotonar su camiseta Polo. Cabe señalar que ya en ese punto, la hilera completa de los puntos se me habían zafado de las agujas. Parpadeé. No podía creerlo, tampoco B, pero antes de que pudiera titubear el policía le advirtió:

—Esto no es un juego.

—Ala. A la comisaría.

—Sin tema —respondió el ya declarado acusado.

Antes de abrir la puerta trasera de la patrulla (formalizando su calidad de detenido) y de indicar al denunciante que debía subir a la parte delantera (formalizando su calidad de denunciante), se dirigió a mí.

—Señora, ahorita viene un compañero por usted, porque también nos va a tener que acompañar.

—¿Yo?

—Sí, usted.

El pobre necesitaba un testigo.

—Oiga, oficial, pero ¿yo qué culpa tengo de que estos dos individuos tengan un mal día o un Mercurio retrógrado?

—Aquí está mi compañero.

La que sin duda tiene mal aspectado a Mercurio, soy yo.

Hubiera podido avisarle a quien fuera lo que me estaba sucediendo, pero la situación era tan enredada que temí reforzar el nudo; por lo que preferí solicitar la autorización de mi oficial para sacar tejido.

—Oiga, ¿usted cree que nos tardemos mucho?

—Depende.

Ante esa respuesta, me hice nudo. Las posibilidades eran tantas como los tipos de nudos, así que opté por concentrarme en recuperar los puntos para una vez en el MPs tejer hasta desestresarme o acabar la pieza o lo que sucediera primero. Y lo primero que sucedió fue que los recuerdos de mi padre se interpusieron con La tremenda corte. Así de caprichosos son los duelos.

Y aquí estoy en una versión remasterizada de aquel programa que mi padre gozó tanto como el Magazine de policía, editado por Excélsior de 1939 a 1969, y que, de acuerdo con la historiadora Gabriela Pulido, proveyó de historias al cine mexicano de la Época de Oro, ése que revisé bajo la tutela paterna. Por eso sé que esta secuencia también podría ser un corte de algún filme en blanco y negro, aunque no es divertida como la de Tin Tan y el Carnal Marcelo en la película Reportaje, dirigida por Emilio Fernández; en esta sala nadie le ha robado a nadie la inspiration. Tampoco el acusado posee la astucia de Clavillazo (aunque sí el cinismo), ni el agente del Ministerio Público se parece a Carlos López Moctezuma, sin embargo, ejerce su rol con la misma autoridad. Su voz tan sonora como la del denunciante, me regresa al tecnicolor, no sin evocar el final de Ahí está el detalle, y no precisamente porque la narración del oficial me recordara a Cantinflas. Más respeto. El acusado limpia sus botas otra vez (¿será un tic?) y tras acomodarse el cuello se planta frente al MP. Sorprendentemente su versión de los hechos es fiel a la realidad. Con naturalidad narra el insulto al pie de la letra.

—Porque, como usted sabe, el artículo 33 señala que ningún extranjero puede insultar a un mexicano. Y nadie va a venir a alzarnos la voz, así como así.

—¿Terminó? —el agente se acomoda el cabello— Mire, estamos dentro de un territorio, México, y todos los que estamos dentro de éste, usted, yo, la señora que está tejiendo, el policía, incluso el denunciante, todos, mexicanos o no somos iguales ante la ley, y si alguien comente una infracción será sancionado. Dentro de este territorio que es México, todos sin excepción “gozarán de los derechos humanos y garantías que reconoce la Constitución”. ¿Está claro?

El acusado tuerce la boca mientras el agente le indica al denunciante su turno. Otra vez tendremos que escuchar la retahíla: que en si en dicha sucursal abrió su cuenta, que era la tercera vez que le pedían la doble identificación, que si hasta ahora se enteró, que si la situación lo incomodó…

—Si expresé en voz alta mi inconformidad, fue porque me sentí discriminado… Después me dirigí a la caja, tal como la señorita cajera me había dicho, cuando este señor transformó este incidente en un problema de nacionalidades.

—Pues bien, señores, estamos ante un delito de odio. Y eso es cosa seria, así que pasaremos el caso a la fiscalía.

Suelto las agujas; entonces, ¿es verdad eso de que la ley es igual para todos?

—No estoy de acuerdo —se defiende el acusado—, este señor alzó la voz, ofendió al personal del banco desafiando nuestros usos y costumbres —voltea buscando en mí una mirada cómplice. La esquivo.

—A ver, tranquilo, usted está aquí en el Ministerio Público como un solo individuo. Usted no puede ser portavoz de los empleados del banco. Tampoco puede apropiarse de la situación, ellos son individuos que hablan por sí mismos, ¿me explico? Usted se ha tomado como suyo algo que no es suyo. Así que aquí, usted, habla únicamente por usted. ¿Quedó claro?

—Entonces, ¿qué derecho tengo yo para defenderme de un extranjero?

—Lo que usted ha hecho no es defenderse.

Los nudos se desanudan de una manera extraña. El acusado ya no se acomoda ni el cuello ni se toca las botas. El denunciante también está en impávido. No lo puedo evitar, acelero mis movimientos tejeriles provocando que el golpeteo de las puntas de las agujas, mientras paso del derecho al revés, apresure la acción.

—Señor agente —vocaliza el denunciante—, verá. Confieso que me siento cobijado por la ley, y me doy por satisfecho. No quisiera continuar gastando los recursos públicos en esta situación, que quién sabe a dónde nos conduciría…

—La ruta es muy clara. Los mando a la fiscalía, ahí tendrán que esperar su turno en una celda. Les quitarán sus pertenencias y ahí sentaditos descalzos deberán esperar unas tres, cuatro, cinco horas…

—Insisto, me doy por satisfecho. Retiro los cargos —su voz retumba en la sala.

A ninguno de los presentes nos molesta ya ese volumen.

—¿Está seguro?

—Sí, aunque me gustaría que el señor se disculpara.

Guardo mi tejido.

El agente le pide al policía se encargue de supervisar la disculpa, hay más casos que atender. A su vez, el oficial de nueva cuenta solicita mis servicios de testigo.

—Miren, ya hemos perdido mucho tiempo.

—Yo no tengo por qué disculparme.

¿Es en serio? El policía y yo nos miramos. A los dos nos urge escapar. Intrigados volteamos coreográficamente hacia al denunciante. ¿Se aventurará a proseguir con la denuncia? ¿Esta historia continuará? ¿El siguiente capítulo de La tremenda corte posmoderna recuperará el humor?

—Yo no tengo ningún problema en disculparme —reta a su denunciado y le extiende la mano sin encontrar respuesta.

Observo a los involucrados y entiendo la facilidad con la que se pasa de la comedia al melodrama. Me pregunto si alguno de los dos sabe reconocer cuando se gana una batalla.

—Listo. Basta de seguir gastando recursos públicos —se me sale.

El policía se marcha, el señor de las botas sin ni siquiera mirarnos sale hablando por el celular.

—¿Vas de regreso a la zona del banco? —Me pregunta el español en su volumen habitual.

—Sí —musito.

—Que no te escucho, ¿sí o no?

—SÍ —alzo la voz, mientras me pregunto si no es momento de romper con esos usos y costumbres atávicos e invisibles que parecen tan complicados de explicar cómo los nudos matemáticos. ¿O cómo es cotidianamente pasamos por encima y por debajo, anudándonos en prejuicios, sin tocarnos?

Me enredo en mis pensamientos, a la vez que me desanudo de los recuerdos extraviados de mi padre.

—En tres minutos llega el Uber.

—Okay.

Saco mi tejido. Ya casi acabo.

 

Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016). Coordinó las antologías Oríllese a la izquierda Mujeres  (2019) y Mujeres. El mundo es nuestro (2021) ambas bajo el sello Universo de Libros. Forma parte del Colectivo Lana Desastre con el cual ha participado en “El Panal Monumental” (2017); un mural tejido para la Central de Abasto (2018); “Manta por la Sororidad” (2019) y “Data: Cambio Meta Tejido” (2019), entre otros. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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Posted: May 20, 2024 at 9:15 pm

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