Anotación al 5 de noviembre de 2024
Alberto Chimal
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Lo que nos sobrepasa en tamaño, como el tiempo o la Historia, siempre es terrible.
Esto no es difícil de comprender una vez que se llega a cierta edad. Un hombre, digamos, ve morir a la última persona de la generación anterior a la suya. Ahora es el más viejo de su familia. Si es sincero consigo mismo, deberá admitir que sigue él: lo mejor que puede pasar es que sus hijos, o cualquier otro de la generación posterior, le sobrevivan.
Entonces descubrirá una nueva categoría de reflexiones duras y desoladoras. Por ejemplo, verá que no solamente su parentela, sino el mundo entero, va a continuar sin su presencia. Habrá sucesos que ya no verá, incluyendo acontecimientos que hubiera deseado presenciar. Hechos triviales, pequeños, o bien enormes: conclusiones largamente anheladas, como la paz tras una guerra prolongada o la caída de un régimen opresivo.
Que el futuro se cierre para una sola persona: que ésta se sepa expulsada de él, enfrentada con sus propios límites infranqueables, es un descubrimiento muy doloroso.
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Ahora multipliquen la pena, el abatimiento de esa única persona –la conciencia abrumadora de su propia pequeñez– por muchos millones.
Escribo estas palabras el 6 de octubre de 2024. Hoy mismo, un buen número de los habitantes de cierto país experimenta lo que el hombre de mi ejemplo, mientras lee o escucha o mira (o evita) las noticias y las redes sociales. Millones de personas a la vez, agobiadas en una escala mucho mayor. Basta leer lo que publican. En su última elección presidencial, sus esperanzas fueron aplastadas, lo que más temían del futuro va a hacerse realidad, y muchos entre ellos se están dando cuenta: no vivirán lo suficiente para ver pasar la noche que ahora sienten caer.
Y tienen toda la razón en sentir horror y desolación, pues lo que les está pasando es mucho más grande que cualquier pérdida individual.
No me parece una exageración decir que ayer –además de ver la victoria contundente de un nuevo régimen autoritario– pasamos a una época distinta en el mundo occidental. Estamos en el comienzo de algo distinto, desconocido, casi con seguridad espantoso, de lo que ahora mismo no se puede ver un final.
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El occidente nunca ha sido realmente justo, ni igualitario, como sabemos bien en México y en muchos otros lugares de la Tierra, hasta hoy explotados de muchas maneras. El país que más beneficios ha recibido de su arreglo político –formado tras la Segunda Guerra Mundial– fue el que lo presidió: el Vecino del Norte.
Era ya una nación hipócrita: ya se había construido un mito de inocencia y virtud perpetuas, de defender y promover la libertad, sin acabar de reconocer jamás la infamia de sus siglos de practicar el esclavismo o de exterminar y marginar a los pueblos originarios de su territorio. A veces se alineaba con causas justas; con frecuencia, no, y aunque grandes porciones de su propia población han sido explotadas también, sujetas a violencia sistemática, discriminación, precariedad aplastante o todo a la vez, tendía a reservar sus peores excesos para “el exterior”, donde podían ser ignorados o relativizados.
Entre su gente, sí (en especial la más oprimida), se han dado movimientos sociales importantísimos a favor de la igualdad, esa idea nueva de la Historia humana. Y el país ha usado parte de su poder para crear maravillas: obras tecnológicas y artísticas que han enriquecido a la especie humana, aunque frecuentemente se hicieran con recursos, saberes y trabajo ajenos, igual que en la Roma imperial y la España barroca. Para bien y mal, ese imperio económico, militar y cultural ha marcado al mundo entero, del mismo modo que los del pasado, y no podemos entender la realidad actual sin su presencia.
Finalmente, algo más que ofrecía ese orden, presidido por ese país, era intangible pero crucial: una serie de convenciones políticas y sociales que ordenaban el rechazo –aunque fuera sólo en teoría, puertas adentro– a lo que todavía llamamos fascismo. Una serie de reglas de etiqueta, tal vez; un reflejo condicionado de repudio y vergüenza ante el totalitarismo sin freno, ante el genocidio llevado a cabo abiertamente, del siglo pasado. No estaba bien (de nuevo, al menos en teoría) apoyar a regímenes que fueran de “mentiras contadas por bullies”, como escribió Ernest Hemingway. No estaba bien el culto de la personalidad, no estaba bien la sumisión a los caudillos.
Ahora sí lo están.
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No hay razón para no creer a los ganadores de la elección, que han prometido utilizar la violencia contra sus enemigos internos, incluso más allá de sus grupos vulnerables; que elogian y envidian a los peores autócratas del mundo; que han planteado reducir los derechos de todas las mujeres, la mitad de su propia gente, y someterlas a un orden patriarcal apenas más laxo que el de los talibanes en Afganistán; que presumen su deseo de llevar a cabo “la mayor operación de deportación de la historia”, echando de su territorio a decenas de millones de “indeseables”, y de paso derribar o debilitar tantas normas como puedan de contención o cuidado ambiental, salud pública, atenuación de la desigualdad, etcétera.
Habrá análisis incontables de cómo llegamos a esta situación. Por ahora está claro que la coalición ganadora está compuesta por una mayoría temerosa, desinformada, xenófoba, capaz de votar contra sus propios intereses y que se ve como parte de una tribu cuyo líder siempre tiene la razón; una oligarquía tecnológica en la que unos pocos milmillonarios, además de sus otras empresas, son dueños de los medios de comunicación, entretenimiento y desinformación con alcance mundial, pueden dictar leyes a su antojo y tienen delirios de grandeza tan vulgares como peligrosos; numerosos grupos extremistas, obsesionados con las armas de fuego, la supremacía blanca o ambas cosas a la vez, y el sector más duro y retrógrado de las iglesias cristianas. Aunque parezca una locura, incluso los más privilegiados entre ellos se presentan como perseguidos y quieren su venganza. Ganaron también, al parecer, la mayoría en ambas cámaras de su poder legislativo, y ya tenían una mayoría partidista y conservadora en su corte suprema de justicia, que en los últimos años se ha dedicado a debilitar normas de derechos civiles y regulaciones de todo tipo. Ya han conseguido retrocesos importantes que pueden quedar, como parte de sus leyes, durante al menos varias décadas.
(El ejemplo más conocido es el del dictamen judicial Roe v Wade, que les garantizaba el derecho al aborto a nivel nacional y proviene de 1973. Tras su abolición en 2022, estados de derecha han promulgado leyes sumamente opresivas contra cualquier interrupción de un embarazo, y ya se han reportado casos de mujeres muertas por abortos espontáneos y otras complicaciones tratables. Los médicos que hubieran podido atenderlas no lo hicieron por miedo de demandas o penas de cárcel.)
Y más arriba escribí “llegamos” porque, además, las consecuencias de lo ocurrido ayer serán planetarias. La nación estado más próspera y poderosa del mundo, la más fuertemente armada, la que más consume y contamina y más alcance tiene sobre la cultura y el pensamiento de todas partes, acaba de decidir que ya no siente ninguna vergüenza. Más allá de sus fronteras, podrá seguir haciendo lo que ha hecho siempre sin detenerse ante “aliados tradicionales”, problemas globales o normas y costumbres internacionales, que el líder no conoce o desprecia aun cuando han servido por décadas, sobre todo, a los intereses de su propia nación.
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Lo que nos sobrepasa en tamaño, como el tiempo o la Historia, siempre es terrible.
Para muchas personas auténticamente en los márgenes de aquel país, demonizadas, convertidas en el “otro” que tiene la culpa de los males del resto, cualquier aspiración de progreso, justicia o siquiera igualdad ha quedado cancelada. De momento, se dirá; pero algunas de esas personas –cuyos antepasados lucharon duramente, que han pasado sus propias vidas en sus propias luchas– no alcanzarán a ver cambios en la dirección opuesta a los que van a darse ahora.
Estoy escribiendo esta nota, desde luego, en una especie de estado de choque. También se dirá que el líder no es serio, que no son capaces, que no pueden atreverse a tanto. A mí, por ser mexicano, se me preguntará en qué me afecta, qué me importa. Tengo familiares y personas queridas viviendo al norte de la frontera, pero aun si no los tuviera, estamos viviendo un ascenso global de gobiernos autocráticos. La extrema derecha de todas partes se sentirá validada por su hermano mayor y querrá todavía más poder. Hoy, al menos, me parece que el oscurecimiento que presenciamos no tendrá fin para nadie de mi generación, sin importar en dónde esté.
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En Otras inquisiciones de Jorge Luis Borges (1952) hay una “Anotación al 23 de agosto de 1944”. Ese día, según cuenta, Borges se asombró al ver a un partidario argentino de Hitler que anunciaba con alegría la liberación de París, hasta entonces ocupada por los nazis. ¿Cómo podía sentirse feliz aquel hombre, ante lo que debía interpretar como una derrota? En un intento de explicar esa contradicción, el ensayo termina con una idea curiosa pero no descabellada, vestida de referencias eruditas:
El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo esta conjetura: Hitler quiere ser derrotado. Hitler, de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán, como los buitres de metal y el dragón (que no debieron de ignorar que eran monstruos) colaboraban, misteriosamente, con Hércules.
Pero el ánimo de este momento, ochenta años más tarde, es totalmente el opuesto. Lo de estos días es una caída general, una elevación de los monstruos. O quizá el argumento de Borges ya no sirve de nada, porque dos de sus nociones esenciales ya no tienen sentido. La idea de una realidad compartida se cae a pedazos (es otra de las marcas del fascismo, que siempre es sectario y excluyente) y Donald Trump, igual que muchos de los suyos, no parece tener un yo, una “soledad central” que lo acerque a ningún otro ser humano.
Este no es tiempo de personajes literarios, tal vez, sino de alucinados y de sociópatas.
Por otra parte, quienes vienen después de ustedes y de mí: aquellas personas, todavía jóvenes, que a lo mejor llegan a ver el término de este nuevo periodo horrible, requieren algo distinto. Necesitan aliento, empuje para trabajar despacio y desde abajo, palabras que les ayuden a resistir. (Éste es un verbo muy usado pero mal comprendido en tiempos recientes.)
A lo mejor les sirve un mensaje como el que la escritora Rebecca Solnit publicó hoy mismo en redes sociales, y en el que aparece este pasaje:
Quieren que sientas impotencia, te rindas y los dejes pisotearlo todo, y tú no vas a permitirlo. No te vas a rendir y yo tampoco. El hecho de que no podamos salvarlo todo no significa que no podremos salvar nada, y todo lo que pueda ser salvado vale la pena. Puede hacerte falta guardar luto, gritar o darte un tiempo, pero tú tienes un papel en esto, pase lo que pase, y ahora mismo los buenos amigos y los buenos principios merecen estar reunidos. Recuerda lo que amas. Recuerda qué te ama a ti. En la marea del odio, recuerda qué es el amor. El dolor que sientes se debe a lo que amas.
O a lo mejor esta cita de T. S. Eliot, también del siglo XX, como la de Borges:
Peleamos por causas perdidas porque sabemos que nuestra derrota y nuestra decepción pueden ser el prefacio de la victoria de nuestros sucesores, aun si la victoria misma es temporal; peleamos más para mantener algo con vida que con la expectativa de que algo triunfará.
*Foto de Pau Casals en Unsplash
Alberto Chimal es autor de tres novelas, más de 30 libros de cuentos, ensayos y guiones de cine y de cómic. Recibió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002, el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2014 y el premio del Banco del Libro 2021, entre otros. Su libro más reciente es la novela La visitante. Contacto y redes: https://linktr.ee/
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Posted: November 8, 2024 at 8:20 am
A lo mejor lo que escribiré podría ser un “hot take”, pero creo que esto acelera un proceso que la hipocresía “demócrata” impedía avanzar. En esta falta de vergüenza, en el cinismo, queda la claridad de que el problema es grande y de todos.
Aunque muchos lamentos ante el resultado parezcan defensas del régimen bélico de Biden y antes Obama, también hay otra visión. Una con la oportunidad de una nueva consciencia que ya no cree en esos lobos disfrazados de ovejas.