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CORTÁZAR: 1.93

CORTÁZAR: 1.93

Manuel Pereira

CORTÁZAR: 1.93. MODELO PARA ENTREVISTAR

En 1980 le hice esta entrevista a Julio Cortázar en La Habana. Yo era por entonces tan ingenuo y subdesarrollado que pensaba que en Europa todos los escritores importantes se movían en automóvil. De modo que cuando más tarde volvimos a encontrarnos en Los Campos Elíseos, y le pregunté dónde estaba su carro, Julio me miró asombrado: “tener un automóvil en París es un crimen, no existe nada mejor que el metro”.

Fue él quien me descubrió ese mundo subterráneo que conocía al dedillo permitiéndome conjeturar que tal vez la estructura de capítulos elegibles de Rayuela, con infinitas posibilidades, es la sublimación poética del metropolitano de París, arte combinatorio que tanto influyó en su obra.

Posteriormente concebí otra sospecha: la vocación de improvisación que tiene el jazz –y que tanto fascinaba a Cortázar– no sólo parece dominar la arquitectura, sino también el lenguaje de Rayuela, pues si jazz viene del francés “jaser” (“hablar a tontas y a locas”), ¿acaso esa manera de hablar no nos recuerda el “glíglico”, ese idioma inventado por la Maga?

Luego tuve una tercera intuición al descubrir una carta de Julio Cortázar a José Lezama Lima fechada en 1957. El escritor cubano le había enviado una copia de su obra Analecta del reloj, pero aquel libro había salido mal foliado de una imprenta habanera. Julio explicaba entonces que “su lectura se vio singularmente complicada por una caprichosa disposición de los cuadernillos del ejemplar, que me obligó a andar y desandar camino varias veces”.

Aquellos cuadernillos delirantemente cosidos, “a tort et à travers”, ese jazz de páginas locamente intercaladas, hizo que Julio leyese a Lezama de atrás para adelante, dando tumbos y saltos, como luego nos ocurriría a nosotros con Rayuela.

Pero estas no son más que meras hipótesis, dejemos que Julio nos ofrezca ahora su propia versión de cómo concibió el rompecabezas maravillosamente libre que hace de Rayuela una novela múltiple, laberíntica y caleidoscópica, como son los juegos de todo niño verdadero.

* * *

 

–Julio, al final de tu novela Los Premios aparece una nota en la que dices: “este libro desconcertará a aquellos lectores que… piden a sus escritores preferidos… que sigan el mismo camino”. Cuando hablas del “mismo camino”, ¿debe entenderse un estilo sostenido, una forma eterna de escribir?

–Sí, hay un cierto tipo de lector que espera siempre de un novelista que continúe incluso una línea argumental, de la misma manera que algunos lectores de Alejandro Dumas esperaban siempre una especie de continuación de la aventura de Los Tres Mosqueteros. Es la gente a quienes no les gustan las sorpresas y quieren estar siempre en terreno conocido. Como escritor, siempre me he rebelado contra esa idea. Porque soy el primero en no estar satisfecho con una especie de continuación o variaciones sobre el mismo tema. La experimentación y el cambio para mí, en todo caso, son fundamentales.

–Es decir, ¿experimentar como Picasso?

–Claro, Picasso es muy buen ejemplo porque tú ves que él cumple un ciclo de dos o tres años, y un buen día ya está harto, e intenta un nuevo estilo. Cambia, teniendo siempre la misma unidad profunda de su manera de ser, de ser Picasso. Creo que, aunque he escrito cosas muy diferentes, hay una especie de constante: el hecho de ser yo quien las escribe.

–¿Qué es el estilo?

–El estilo es para mí esa inexplicable y maravillosa manera que tiene un buen escritor de adecuar exactamente lo que él quiere transmitir a la forma en que lo transmite y que le da al mensaje su máxima fuerza, su máxima coherencia. Un estilo es ese puente terminado y perfecto por donde el contenido pasa como resbalando y llega plenamente al lector. En mi caso, creo que he cambiado bastante de forma de escritura a lo largo del tiempo. La forma en que están escritas Las historias de Cronopios y de Famas no tienen absolutamente nada que ver con la forma en que están escritos los cuentos fantásticos que, a su vez, tampoco tienen nada que ver con la forma en que está escrita Rayuela. Debajo de todo eso hay una continuidad que es Julio Cortázar.

–En tu nota final a Los Premios dices: “la novela se cortó sola y tuve que seguirla”. Supongo que estás aludiendo a un fenómeno que sucede con frecuencia, y es que la novela gana en autonomía con respecto al escritor y de pronto, más que escribir la novela, parece que es la novela quien lo escribe a uno. ¿A eso te referías?

–Sí, Manuel, tú estás contestando tu propia pregunta con las mismas palabras que yo utilizaría, porque ésa es la ventaja de estar hablando sobre este tema con un novelista, porque te ha pasado exactamente lo que a mí. Es decir, que las novelas no se pueden escribir de acuerdo a un plan perfectamente establecido.

–En este sentido, tú has evocado el ejemplo de Cervantes…

–Es exactamente lo que le pasó a Cervantes con El Quijote. Es sabido que él empezó a escribir el libro presentándolo como un personaje absolutamente caricaturesco y lamentable, una especie de loco extravagante, anacrónico, que quiere resucitar el mundo de la caballería andante y luego, cuando le empiezan a suceder sus aventuras, al cabo de cien páginas, ese hombre se corta solo, se le escapa al autor, y Don Quijote va creciendo en su estatura moral y finalmente termina siendo un héroe de una dignidad extraordinaria.

–En tu nota final a Los Premios escribiste: “esto que le sucedió a Cervantes le sucede a todos los que escriben sin demasiado plan”. Y yo te pregunto: ¿Rayuela fue escrita sin demasiado plan?

–Tu pregunta me permite dar una explicación sobre lo que sucedió con Rayuela. Esa novela da la impresión de una arquitectura muy cuidada. Pero yo empecé a escribir Rayuela partiendo de papelitos donde había anotado diferentes fragmentos, diversas impresiones, cosas que me sucedían mientras yo vivía en París a partir del año 51. Un buen día, sentí la necesidad de aglutinar todo eso en un libro, que eso diera finalmente un largo relato, y entonces comencé por la mitad de lo que luego fue la novela. En fin, lo primero que yo escribí fue ese capítulo que está en medio del libro, que es lo que algunos llaman “el capítulo del tablón”…

–¿Esa parte donde los personajes están cruzando de un edificio a otro en Buenos Aires?

–Sí, que tienden un tablón de ventana a ventana. Entonces, ese capítulo lo dejé ahí en un cajón, y volví atrás. Empecé a escribir toda la parte de París hasta que alcancé de nuevo el capítulo del tablón y sólo entonces pude continuar. Digamos que también yo pasé por el tablón, atravesé de ventana a ventana, y pude escribir la parte de Buenos Aires. Entretanto, mientras yo escribía, yo leía, y en mis lecturas encontraba, ya sea en un periódico, en un anuncio, en un libro, fragmentos que coincidían con lo que yo había estado escribiendo. Esos fragmentos eran pequeños satélites que giraban en torno a lo que yo estaba haciendo. Entonces, cuando yo llegué al final me encontré con que esos fragmentos aislados estaban como pidiéndome entrar en el libro. Pero ¿cómo meterlos en un libro? Y fue entonces que tuve esa especie de intuición, y dije, bueno, yo puedo hacer una doble lectura: en una está todo lo que yo escribí, sin agregar nada, y en otra donde se puede invertir o intercambiar el orden de lectura; yo puedo ir deslizando todos esos pasajes que para mí tienen que ver con el libro. Rayuela fue un caos que yo organicé al final, pero no hubo ningún plan previo. Insisto en decirte eso.

–Algunos críticos te han señalado influencias de Jorge Luis Borges.

–Yo pertenezco a una generación un poco más joven que la de Borges. En aquel Buenos Aires, la escritura literaria seguía utilizando moldes muy añejos, muy anacrónicos, todavía se escribía, digamos, a la manera española. Se imitaba mucho a Unamuno. Había los falsos pensadores, los falsos poetas, incluso los buenos escribían con un estilo que no tenía nada que ver con nuestra manera de hablar de argentinos. Aparece entonces ese fenómeno extraordinario que es Borges, que empieza a publicar libros que al mismo tiempo son de un refinamiento intelectual enorme, muy europeizantes desde el punto de vista las referencias filosóficas, pero que a la vez tienen una escritura que ya está tocando raíces argentinas de una manera bastante palpable. Todos sus cuentos que tienen por tema los malevos de Buenos Aires, historias de suburbios, todo eso está lleno de un lenguaje que para nosotros, los jóvenes, era un lenguaje argentino.

–¿Estás pensando en Hombre de la esquina rosada?

–Por supuesto, que me sigue pareciendo el mejor cuento de Borges, desde lejos. De lo que me estoy agradecido a mí mismo es de haber tomado la lección que nos estaba dando Borges como una lección de rigor, de escritura sin floripondios, sin adjetivos inútiles: trabajo cerrado, ceñido, que era lo que él presentaba. Sin embargo, nunca me dejé ganar por su lado sofisticado, por su ángulo hiperintelectual, por su noción de lo fantástico, que es una noción terriblemente conceptual e intelectual…

–¿Metafísica?

–Metafísica, si quieres. Al mismo tiempo que yo leía a Borges descubría a Roberto Arlt, que es el hombre de la calle, el hombre de los verdaderos malevos, el que los conoce. Porque Borges los piensa, pero Arlt vivía con ellos. Era amigo de ladrones, vivía en los cafés, no tenía un centavo, escribía con faltas de ortografía, y describía un Buenos Aires profundamente porteño. Desde el punto de vista temático, mis primeros cuentos fantásticos están mucho más cerca de Arlt que de Borges, pero desde el punto de vista de la escritura, yo le debo mucho a Borges en el sentido de la economía de medios y el rigor. Si eso se llama influencia, pues ahí tienes dos influencias.

–¿Qué piensas de la influencias?

–Hay gente que tiene miedo a las influencias. Esa especie de cobardía mental yo no la he conocido nunca. Por ejemplo, me han atribuido siempre influencias kafkianas. Yo creo que no tengo ninguna. En cambio, si me señalan la influencia directa de Edgar Allan Poe, sobre todo en mis primeros cuentos, todo ese lado un poco necrofílico, eso sí lo reconozco.

–Y de la originalidad, ¿qué piensas?

–Casi volvemos al tema del estilo. Son esas cosas que no se pueden explicar racionalmente, porque en el fondo, ¿qué es la originalidad? Ya el Eclesiastés dice “no hay nada nuevo bajo el sol”. Yo me pregunto si la originalidad no es una conciencia en el escritor muy clara de su tiempo, del tiempo en que está viviendo, y la expresión de ese tiempo a través de lo que él escribe.

-Muchos títulos tuyos son evocadores de la infancia, por ejemplo: Rayuela es el nombre de un juego; 62/Modelo para armar, es un rompecabezas; La vuelta al día en 80 mundos, Final del juego, otra vez la palabra juego…

-Creo que la literatura reclama una dimensión lúdica, que la convierte en un gran juego. Un juego en el que puedes arriesgar tu vida. Un juego terriblemente peligroso. Escribir una novela es una especie de apuesta que haces contigo mismo. Y la apuesta es un elemento capital en una serie de juegos. La literatura comporta experimentación, combinación, desarrollo de estrategias, lo cual, analógicamente, hace pensar en deportes como el baloncesto, el fútbol o el beisbol. En ese sentido es que lo lúdico para mí es capital en la literatura, y siempre he sentido que los escritores que carecen del sentido del humor, por tanto de capacidad lúdica, no son los escritores que yo prefiero.

–José Lezama Lima solía llamarte “grandote porteño” atribuyéndote, de paso, una enfermedad de su invención llamada “efebicia” gracias a la cual conservas una especie de eterna adolescencia.

–Ahí está. Él captó muchas veces lo mucho que queda de niño en mí y es algo a lo que yo no puedo, ni quiero, renunciar. Los críticos han dicho que yo manejo muy bien a los niños en mis libros, que hago personajes muy tiernos… y no me extraña, porque en definitiva son proyecciones de mí mismo.

–¿Tú tienes hijos, Cortázar?

–No, no tengo. Mirá la paradoja…

–¿Cómo te salió la carta de la Maga a su hijo Rocamadour, en Rayuela?

–Bueno, lo que sé es que el personaje de la Maga, en ese momento, para mí, era lo que Madame Bovary para Flaubert. Yo era al mismo tiempo bastante Oliveira y también era la Maga. Me acuerdo muy bien que escribí esa carta, una noche, de una sentada, sin tocar ni una palabra después. Me salió así, como si fuera escritura automática.

–Quizá la escribió la Maga…

–Bueno, no está excluido…

–Se ha dicho alguna vez que tu personaje Circe es la precursora de la Maga…

–No, porque Circe es finalmente un personaje maligno y, si se le analiza fríamente, es un caso patológico, aunque yo no la vi así mientras escribí el cuento.

–¿Qué le debe la Maga a la Nadja, de Breton?

–Es muy posible que Nadja haya estado presente en el nacimiento de la Maga, porque es la obra de Breton que más me impresionó en esa época. En todo caso no fue una influencia consciente. No pensaba en ella.

–¿Qué te sientes más: cuentista o novelista?

–Cuentista. Si yo tuviera que elegir entre mis novelas y mis cuentos, elegiría el conjunto de mis cuentos.

–¿Y qué te gusta leer más: cuentos o novelas?

–Lo que más leo es poesía.

–Julio, ¿cuánto mides, cuál es tu estatura?

–¡Vaya pregunta que me hacés ahora!: 1.93

  

*Imágenes cortesía del autor

 

Manuel Pereira (La Habana,1948). Es novelista, ensayista, traductor, crítico de arte, guionista cinematográfico y pintor. Salió de Cuba en enero de 1991 rumbo a Berlín. Es autor de El Comandante Veneno (1979) El Ruso (1982) y Toilette (ANAGRAMA, 1993), La quinta nave de los locos (Premio Nacional de la Crítica, La Habana 1988), Mataperros (Premio Internacional Cortes de Cádiz en 2006), El Beso Esquimal, Un viejo viaje, La estrella perro, El ornitorrinco y otros ensayosInsolación (2006) y  Los abuelos malditos (2016). Su obra de ficción ha sido editada en Alemania, Brasil, Italia, Holanda, Checoslovaquia y Norteamérica. Twitter: @manuelpereiraq

 

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Posted: August 11, 2021 at 8:33 pm

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