Fiction
El beso del Ángel

El beso del Ángel

Roger Baillet

Share / Compartir

Shares

Traducción de Jean Meyer

Pero, Gabriel, ¡las tres pruebas eran negativas! ¿Y tengo un embarazo de tres meses, te das cuenta?

¿Qué quieres que te diga? Eso ocurre pocas veces, pero ocurre. Le pregunté a Michael.

¿Qué va a saber? No es ginecólogo.

Sí, pero las pruebas han sido elaboradas en su laboratorio. De todos modos, eso no cambia nada. ¡Qué felicidad! ¿No?

Se había acercado a su lado, una mano sobre su espalda y la otra sobre su vientre; susurraba cosas tiernas y besaba ligeramente su cuello.

Pero, tres meses… ¿Te das cuenta?, repetía ella, sin energía.

¿Y qué? De todos modos, no lo hubiéramos anunciado antes del tercer mes.

Sí, pero vas de viaje…

¡Quince días! Tres semanas cuando mucho.

Sí, pero de haberlo sabido, hubiera podido acompañarte. Mientras que ahora, tú sabes muy bien que no puedo pedir una licencia.

Te lo ofrecí diez veces y siempre dijiste que no.

Pero no estaba embarazada.

Apoyada contra él, lo decía como gimiendo, como un niño quejándose. Él se río brevemente.

¡Hi, hi! ¿Las famosas ganas de la embarazada? No querías acompañarme porque el avión te da miedo, y ahora, cuando más vale no tomarlo…

Todo tan repentino, me entero hoy y te vas mañana.

Se alejó de ella para ir hacía el mueble.

¡Vamos a festejarlo! El último whisky, ya que; después, nada de alcohol. Te llamaré cada día, prometido.

Ciertamente, llamó cada día, algo que no acostumbraban en su vida de pareja independiente; no vivían juntos. Le contó de su sorpresa al descubrir un Israel tan tranquilo. Llegada y salida del aeropuerto sin control obsesivo, menos militares que en París. Entrega del coche de locación, todo normal. “Date cuenta, ¡le dimos la vuelta al Golán sin encontrar un solo carro de policía! Nos perdimos algo, hasta la frontera siria, pero un campesino nos orientó; trabajaba sus papas o no sé qué, solito, en medio de hectáreas vacías. Para dudar que te encuentras en un país en guerra, sino fuera por la inquietud de Isaac que espiaba todo, casi la paranoia. Pero siempre fue así, incluso cuando estuvimos juntos en Erasmus.”

Le contó la historia de la pequeña falasha que fotografió, la única militar israelí que guardaba la entrada del Santo Sepulcro; bien ajustada en su uniforme de combate; con su rifle Uzi casi tan grande como ella, apoyada a la barrera metálica que canalizaba a los turistas. Ella le sonrió sin dejar de mascar su chicle, cuando él la retrató. “La quién sabe cuántas veces bisnieta del rey Salomón y de la reina de Sabah. ¡Eso se debe inmortalizar!”, dijo para hacerla reír. “Mañana vamos a Massada”.

La noche siguiente, la contactó directamente en su lap-top para enseñarle fotos de la subida y contarle el asalto de las legiones romanas contra los judíos refugiados en la fortaleza. “Isaac me divierte y me preocupa. Siempre siente que nos siguen. ¿Qué locura, no?”

¿Te sirve para la traducción? Se supone que a eso fuiste, ¿no?

Parece complicado. Quiere comparar con la escritura de los manuscritos del Mar Muerto. De Qumran, sabes, te lo conté, esas cuevas en donde encontraron los más antiguos manuscritos bíblicos, en vasijas de barro. Es nuestra próxima etapa, por cierto.

Llegar a las cuevas fue bastante cansado. Un calorón de la porra. Apenas llegados a la cumbre, cuando Gabriel quedaba maravillado por la sublime vista sobre el Mar Muerto, se le acercó un bicho raro, caído de hombros, casi jorobado, con un impermeable sucio. ¡Con semejante calor! Le hacía señas, abriendo su abrigo como un exhibicionista y hablando un inglés incomprensible. “Se parece a Colombo”, le dijo en voz baja, riéndose, a Isaac. “¿A qué me busca?”

Isaac hizo seña al tipo de alejarse y se interpuso ostensiblemente entre él y Gabriel:

“Olvídalo. Quiere venderte un fragmento de manuscrito. Después de su descubrimiento, los pastores han buscado en otras cuevas y encontraron más. Eso creó todo un tráfico, como para todas las antigüedades. Debe haber cientos de fragmentos dispersos en el mundo entero. Y siguen, pero ahora son falsos, casi siempre. Además, está prohibido.

Espérate, quiero ver.

Y Gabriel empezó a negociar con el hombre que le enseñaba un trozo pardo que cubría apenas su palma. Isaac se impacientaba. “Déjalo, te digo. Mira, allá, esos dos tipos. ¿No los reconoces? Estaban en Massada. Te digo que nos siguen. Olvídalo, está prohibido.

Isaac, para; mira, arrancamos en 500 euros y ahora estamos en 100…

Claro, eso te demuestra que es falso.

Por lo mismo, no pierdo nada. ¡Compro un falso garantizado! Vas a ver, le doy 20 euros y ya”.

Así fue. Gabriel, orgulloso, alisaba la compra en su mano.

¿Qué está escrito?

Leo, pero no entiendo, contestó Isaac. Siempre estas fórmulas cabalísticas. Más complicado que lo que me diste a traducir.

¡Fabuloso! Para la portada de mi libro sobre las proposiciones cabalísticas de Pico de la Mirandola…

Bajaron tranquilamente después de visitar las cuevas, se quedaron un largo tiempo en el museo. Gabriel intentaba comparar su trozo de papiro con los auténticos rollos. A la salida, cuando se acercaban a su coche, dos hombres cercaron a Gabriel, lo agarraron por los brazos y lo aventaron en su carro. Tuvo apenas tiempo de ver que otros dos se llevaban a Isaac de la misma manera. El asunto no duró más de un minuto.

En París, Myriam se preocupó cuando dejó de recibir noticias de Gabriel y de toparse siempre con el buzón del celular. Faltaban cuatro días para el fin de su viaje. Entró en pánico cuando no lo vio aparecer entre los pasajeros del vuelo previsto para su regreso. Corrió de oficina en oficina y la mandaban de un servicio a otro, siempre con la misma respuesta: este pasajero no se presentó. Agotada, muerta de inquietud, llegó tarde a su casa. Su departamento había sido totalmente revisado: ropa, vajilla, libros, cajones, todo tirado, como después del paso de un ciclón.

Myriam era una chica más bien reservada, lo que podría verse como timidez y que correspondía a su físico: pequeño modelo, fino, cara algo pálida, jamás maquillada, una angélica juventud, sin brillo exterior. Pero, esa apariencia frágil disimulaba el acero; estuvo a punto de ganar los campeonatos de Francia de gimnasia femenina. Fundamentalmente, se mantenía modesta, como si no reconociera la fuerza que la habitaba. Y lo mismo ocurría en todos los campos. “Debería escribir, le decía Gabriel, asombrado por la inteligencia de sus observaciones. “No, no, eso no soy yo”, contestaba, sin asumir la propiedad de lo que consideraba como un cuerpo ajeno. Y le devolvía el cumplido: “Eres tú él que ve todas estas cosas.” Ella pensaba sinceramente que él era el joven seguro de sí mismo, muy exitoso y, tan joven, reconocido como uno de los más brillantes especialistas del Renacimiento. A su vez, él era modesto: “No hago más que desenterrar, sacar a la luz, desempolvar lo que otros habían encontrado.” Y, “revelar la naturaleza exacta de una creación, es permitir que otros se nutren de ella.” Se complementaban bien.

En los días siguientes pudo desplegar una energía que le asombraba. Su primera sensación de debilidad –nauseas, dolores de vientre– había desaparecido, como si el bebé le diera una fuerza desconocida. No sabía cómo contactar a Isaac, hasta ignoraba su apellido, por eso no buscó del lado de Israel, si bien supo llegar al Ministerio de Asuntos Exteriores, donde, en un minúsculo cubículo, un “responsable” le hizo saber que Gabriel había sido arrestado por tráfico de obras de arte. Incrédula, montó en cólera y declaró que haría todo para conseguir se lanzara una alerta de secuestro. Apenas había tomado ese camino, cuando fue convocada, en el mismo Quai d’Orsay, ahora por un “alto responsable”, en una oficina con respetables decoraciones doradas.

Un hombre hermoso, canoso, la recibió con una sencillez afectuosa que le pareció sincera. Le explicó, con cierto embarazo, que Gabriel estaba en poder del Mossad, el servicio secreto israelí, por razones desconocidas, pero que estaba tratado con respeto y se portaba bien. Como se rebelaba y manifestaba otra vez su intención de seguir adelante, su interlocutor, sin que pareciera imponerle algo, le pidió, casi como un favor, no hacer nada. Sería contraproducente, decía el “alto responsable”, puesto que sus servicios mantienen excelentes relaciones con los servicios israelíes que, cada día, le informaban del caso. “Puedo asegurarle que… vuestro marido, ¿verdad? Regresará pronto a Francia. Dejó pasar un tiempo antes de proseguir, “mientras que una intervención demasiado vistosa agravaría las cosas.” Había pronunciado con cierta ostentación “vuestro marido, ¿verdad?” para manifestar que sabía que no estaba casada. Y, por lo tanto, no tenía ningún derecho.

¿Cuánto tiempo? Preguntó débilmente.

Déjeme dos días.”

Dos días más tarde, le avisaron del regreso inminente de Gabriel. Al otro día, llegó a su casa.

Ella lloraba, se apretaba contra él, hablaban al mismo tiempo, en desorden. “¿Cómo te sientes? ¿Y el bebé?” – “¿Y tú, y tú?” Luego, más tranquilo, pudo contar: Una locura, imposible entender. Sí, me trataron bien. Ninguna violencia, aparte del rapto en Qumran. ¿El interrogatorio? Más bien cortés. No, no, nunca lo acusaron de nada, y mucho menos de haber comprado un fragmento de manuscrito. Apenas se interesaron por este, lo voltearon por los dos lados y se lo devolvieron en seguida; nomás preguntaron si leía hebreo. Le devolvieron todo, impecable, y el lap- top y el teléfono, que habían ostensiblemente estudiado delante de él. No necesitaban la clave. Tampoco una palabra de disculpa. Unos robots bien aceitados.

¿Isaac?

Nada. Sin noticia. Me llevaron del lugar del interrogatorio al aeropuerto, en un coche con vidrios oscuros. Bien acompañado. Y ¡vámonos!, al avión. Lo seguro es que lo que más les interesaba era lo que le di a traducir a Isaac. Como si sólo el texto les parecía importante. Siempre regresaban al asunto, sin mencionarlo. Todas las preguntas del estado civil, cuándo había ido a los Estados Unidos con Erasmus, desde cuándo conocía a Isaac, eran puro rollo. Lo sabían todo, hasta me hablaron de Michael, ¿te das cuenta? Justo para desorientarme antes de volver a Pico de la Mirandola. ¿Puedes creerlo? ¡El Mossad interesado por Pico de la Mirandola! ¡Un asunto de locos! Más sorprendente aún: no dejaban de regresar una y otra vez a mi hipótesis del trozo de manuscrito que Miguel Ángel salvó de la hoguera. Bien veía que sospechaban que había algo escondido, querían asegurarse que les decía todo.

¿Y no protestabas? ¿Qué les decías?

Pues, lo que te digo ahora. No había nada que esconder. Hasta, con ironía, les ofrecí leerles toda mi tesis. Pero esa gente es tan torcida que justo cuando les dices toda la verdad, suponen no sé cuál duplicidad.

¿Qué es eso de Miguel Ángel? Nunca me dijiste nunca.

Sí, posiblemente de pasada. Es mi pequeño descubrimiento. Ese truco minúsculo que es el orgullo de los investigadores. El documento lo tenía la familia Cavalieri. Vieja nobleza romana. Esa historia la cuenta Tommaso del Cavalieri, ese muchacho del cuál Miguel Ángel se enamoró a sus cincuenta años, cuando el joven tenía dieciséis; luego se volvió uno de los amigos más fieles, hasta su muerte, durante más de treinta años. Nos dice que en 1553 Miguel Ángel estuvo a punto de sufrir un serio problema con el papado. El papa Julio III había ordenado quemar todos los ejemplares del Talmud, en todas las ciudades de Italia, el día de la fiesta del inicio del año judío, para bien insistir, y Miguel Ángel fue a recoger, casi ostensiblemente, una hoja medio calcinada en la hoguera del Campo dei Fiori, en Roma.

¿Y qué decía, finalmente, ese texto?

Isaac no terminó la traducción. Me dijo que había dificultades.

¿Mandaste el manuscrito?

¡Claro que no! Una fotocopia. Dejé el original en Roma, con el cardenal Manrique con quién tengo cita para terminar la investigación. Pero ahora que lo dices, es cierto que parecían interesarse mucho a la apariencia del manuscrito. Quizá más que al texto.

No he tenido tiempo de decirte. Mi depa fue completamente esculcado, vandalizado, pero nada desapareció… ¿Crees que?

Intercambiaron sus impresiones sobre lo extraño de todo, intentando cruzar estas informaciones: la actitud del “alto responsable” francés, por ejemplo, cuyo nombre les era desconocido, para elucidar el misterio. No consiguieron nada.

Gabriel concluyó con humor: La única explicación es que el hijo de Netanyahu quiere hacer una tesis sobre Pico de la Mirandola y encargó al Mossad robarme mis ideas. Esas cosas pasan, sabes, en el medio universitario… ¡Ah! Otra secuencia alucinante que se me olvidó contarte: pasaron mucho rato sobre la foto que te mandé, sabes, de la pequeña falasha. Por qué había tomado esa foto y por qué era la única tomada en el Santo Sepulcro… Al principio pensé que no querían que se fotografiara militares. Se los dije, casi pedí perdón, pero no, les valía. “¿Por qué aquella?” “¿Por qué enfocar su cara?” Les conté lo mismo que te conté, para tranquilizar el ambiente. Pero parece que no tengo el humor judío. No se divertían para nada. Es cuando su frialdad indiferente –eran tres– dejó percibir que había un jefe. Habló en voz baja a los otros dos. Ahora se me ocurre que esto tenía una relación con su interés por el texto. ¿Pero cuál?

Largo silencio.

¿Para cuándo tu cita en Roma?

En quince días.

Iremos juntos.

Claro que sí, ángel mío, y vamos en tren. (Le dio un leve beso en el cuello).

La tesis de Gabriel versaba sobre las 900 conclusiones filosóficas, cabalísticas y teológicas, suma de textos en la cual Pico de la Mirandola se propone reconciliar no solo Aristóteles y Platón, sino todos los pensamientos occidentales y orientales, los caldeos, Zoroastro, los hebreos, los griegos y los teólogos cristianos. Deseoso de abrir una discusión con la oposición romana, Pico se defendía en una apología, aceptando retirar de la publicación de su obra trece tesis condenadas por la Iglesia. Pero, finalmente, el 4 de agosto 1487, el papa Inocencio VIII, en la bula etsi ex iniuncto nobis, condenó las 900 conclusiones, prohibió el libro, excomulgó a su autor que se salvó por un pelo de lo peor gracias a la protección de Lorenzo el Magnífico. Los ejemplares ya publicados se quemaron en Venecia, en una plaza pública, durante dos semanas. Gabriel había localizado una edición clandestina del mismo año, publicada en Ingolstadt, y otra en Basilea, diez años después: omitían los términos hebreos, curiosamente sustituidos por un blanco. Su trabajo consistía en restablecer el texto integral, acompañado de exégesis, claro.

Por eso tenía que ver al cardenal Alonso Manrique, el nuevo provincial de la Compañía de Jesús en Argentina, que había sucedido al papa Francesco en esa función después de su elección. Supuestamente, le abriría la puerta de las bibliotecas más secretas del Vaticano. No lo había encontrado. Todo se había hecho por correo muy oficial y lento en extremo y, de repente, por contacto telefónico, cuya circunspección falsamente bonachona divertía siempre a Gabriel: el teléfono timbraba doce veces cuando él llamaba, antes de que alguien descolgara; el pronto, chi parla? armoniosamente redondo del bedel de servicio que sabía perfectamente quién llamaba en esa hora convenida; la contestación suavemente mielosa: “Voy a ver si su Excelencia está disponible”, y la increíble, increíble espera, que dejaba imaginar inmensos corredores laberínticos, de donde surgía, en un acercamiento acústico regulado al milímetro, el soplo de las pantuflas cardinalescas sobre una baldosa perfectamente encerada.

Gabriel había divertido a Myriam, al contarle todo esto en el tren. Ahora, se encontraban en un hotel de encanto, en lo alto del Janículo, de donde podían ver por la ventana el domo de la basílica de San Pedro. Acababa de marcar el número “personal” del cardenal. “Escucha, escucha”, le dijo a Myriam, “ese silencio jesuítico”. Y todo ocurría como lo había descrito. “Pronto”, dijo una hermosa voz de bajo. Ella controló una risita.

Extraño, dijo, después de una breve conversación. Me cita en la Capilla Sixtina.

¿Cuándo?

En una hora. Y tú, ¿qué vas a hacer?

Iré, iré…iré…a ver lo que no he visto en el libro que leía en el tren.

¿?

¡La calle de las tienditas oscuras!

Era día de cierre de los museos del Vaticano. Entonces no había nadie. Un poco asombrado, Gabriel fue conducido de una manera muy suiza a la Capilla Sixtina por el albardero que se fue en seguida. Sabía que habría un tiempo de espera protocolaria. ¡Impresionante encontrarse solo aquí!… ¿Solo? Pues no: por la pequeña puerta alguien acababa de entrar con una escoba y un bote. Un empleado de limpieza en blusa gris. Pasaba y volvía a pasar la jerga, casi adrede, delante de sus pies. “¡Por Dios! Alucino, no puede ser, este hombre, aquí, no es posible…” Sí, era el “Colombo” de las cuevas del Mar Muerto. Obviamente, buscaba el contacto, se acercaba hasta tocarlo, murmurando quién sabe qué. Gabriel se inclinó, puso la mano sobre su blusa, como para enderezarlo.

Hem… hem…

El cardenal estaba justo detrás. Hizo una seña imperceptible con su mano al hombre, seña que significaba “lárgate”, en latín de iglesia. El cardenal no tenía su túnica roja. Vestía de laico, camisa y pantalón negros, cuello blanco. (“Ha de ser su pijama”, pensaba Gabriel). Hombre de buen ver, alto, delgado justo lo necesario; canoso, corte de pelo impecable, una cara en hoja de cuchillo. Afable sin más, rápido, preciso, perfectamente informado. Las modalidades prácticas quedaron prontamente arregladas: Giuseppe lo guiaría a donde debía ir y lo acompañaría de regreso.

¿Se repuso de sus molestias?

Hablaba francés con un ligero acento, “curiosamente yiddish”, pensó Gabriel, bastante sorprendido por la pregunta. “Sabe usted, todo se sabe y muy rápidamente”, añadió con un pequeño gesto sin parecer esperar una respuesta. Hablaba caminando, las manos en la espalda, atravesando toda la Capilla. Gabriel no podía resistir la tentación de ver los inmensos frescos de Miguel Ángel. Habían arrancado en la borrachera de Noé y ahora, debajo del profeta Jonás, sobre su ballena, se paró el cardenal. Al pie del Juicio final, el cardenal lo dejó estupefacto: “Su Santidad desea verlo, mañana a las 9 de la noche”. No era una propuesta, ni una pregunta. Obviamente, no se rechaza una invitación del Pontífice.

Usted y su esposa.

Gabriel sintió algo como un rechazo, la impresión de sentirse manipulado, sin saber cómo ni porqué, puesto que, de hecho, era él quien había venido a solicitar algo.

No estoy casado, contestó, secamente.

Entonces, digamos, usted y Myriam.

Volteó, dio dos pasos, como para irse, diciendo, con la cabeza baja, como si no podía detenerse, algunas palabras que Gabriel pensó no haber entendido. Pero hablaba demasiado bien el español para no haber entendido: “y el niño”, había murmurado el cardenal. Instintivamente alargó el brazo, como para detener su interlocutor, para que no se vaya así no más. Pero el otro ya se había volteado, muy derecho, sonriente: “Et spiritu tuo”, dijo, terminando la señal de la cruz hacía Gabriel. Como rectificando lo que acababa de decir. Luego desapareció por la pequeña puerta.

El resto de la tarde fue de una serenidad normal. Giuseppe lo llevó por aquí, por allá, adonde él pedía. Sintió de nuevo esta tensión, cuando uno paleografía manuscritos difíciles, que no deja espacio para otros pensamientos. Para aflojarse, regresó a pie al hotel, casi corriendo, tan feliz de encontrarse con Myriam.

No estaba en el cuarto. Tal retraso no era suyo. Le llamó al celular. Diez veces. Nada. Bajó a toda velocidad a la recepción. No, no habían visto a la Señora. Preso de una angustia mortal, corrió por todo el Trastevere, hasta la calle de las tienditas oscuras. Nadie, evidentemente. Ya era de noche. ¡Pronto, la policía! Tardó en encontrar abierto un comisariado. Unos funcionarios somnolientes le aconsejaron volver a su hotel –que él, claro, había llamado veinte veces– donde encontraría a su desaparecida. Otro comisariado, hasta que el tercero se dignó llamar a todos los hospitales. Nada. Acabó sentado sobre la albardilla del pozo de la plaza Farnese. Mil preguntas giraban en su cabeza sin que pudiera concentrarse, como burbujas que explotan y se dispersan. ¿Cómo Alonso Manrique conocía a Myriam? ¿Cómo sabía que estaba embarazada? ¿Por qué? ¿Qué relación con su arresto en Israel que el cardenal parecía conocer? Por su formación Gabriel era bastante racional. No creía en las teorías conspirativas tan de moda. Pero, ahora, se sentía como rodeado por oscuras amenazas. Actuar. Tenía que actuar. Caminaba alrededor de la fuente. Noche de pesadilla.

Cuando abrieron las puertas de la embajada de Francia, Gabriel entró a toda velocidad. No había personal, evidentemente, a esa hora temprana. Tuvo que esperar hasta las once para que lo recibiera un Don Nadie que le aconsejó regresar a casa, a París, donde encontraría a la fugitiva. Un pleito de enamorados, ¿verdad? Otra vez en la Via delle Botteglie Oscure, era una obsesión. De tanto enseñar la foto de Myriam, consiguió algo de dos comerciantes de un café: sí, esa joven mujer pasó por aquí ayer, en la tarde. En el Vaticano, puerta cerrada. El cardenal Manrique recibía únicamente sobre cita. Tomar cita con la Cancillería. El número especial no contestaba.

Desesperado, pero poseso de una irracional esperanza, voló a París. Myriam, evidentemente, no estaba. Otra vez con la policía. Lo escucharon con atención. Abrieron un expediente. Demasiado temprano para lanzar la operación secuestro. Sí, hoy mismo contactarán los servicios italianos. Frialdad administrativa. Buscaba, desesperado, el nombre del alto funcionario que había recibido a Myriam en el Ministerio de Asuntos Extranjeros. Pero, ¿Myriam había mencionado su apellido?

Dos días pasaron. Encontró en su puerta un periódico estadounidense de provincia con unas líneas subrayadas de rojo: una joven francesa recogida a la orilla del desierto de Nevada, sin identificación, en estado de choque. Antes de que emprendiera algo, una llamada de Michael, muy breve, le anunció que Myriam estaba en su casa; estaba muy bien. No, imposible hablar por teléfono. Que venga en seguida con el pasaporte de Myriam. Y todos sus documentos sobre las 900 proposiciones. “Aeropuerto de San José, ¿recuerdas?”.

 

Gabriel había conocido a Michael Angelopulos e Isaac en la National Hispanic University de San José, California. Terminaba su primer año de clase preparatoria. Era como una pausa antes de emprender largos estudios. Aparentemente, los otros dos hacían lo mismo. Los tres, muy jóvenes. ¿Aprender español con los gringos? ¡Por qué no! La amistad fue duradera y se mantuvo. Michael era griego e Isaac –jamás pronunciaban el apellido demasiado complicado– probablemente israelí. Pero mantenía con cuidado el misterio sobre su itinerario internacional. Ídem en cuanto a su futuro. Al grado de que Gabriel, cuando lo contactó, por su gran competencia en lenguas arameas, ignoraba todo de su función social exacta. Con Michael, las cosas eran diferentes y se sentía más cercano a él. Científico puro, se había vuelto un gran especialista en filogenético molecular, buscado por los más prestigiosos laboratorios americanos de investigación. Sin haber seguido toda su trayectoria, Gabriel sabía que se encontraba a la vanguardia en todo lo que concernía secuenciar el ADN.

Cuando bajó del avión, no dijeron nada, como si se hubieran puesto de acuerdo. Sólo el abrazo mexicano, como siempre. Quizá un poco más fuerte que de costumbre. Gabriel, después de tres días de insomnio, se sentía tumbado por el jet lag. Todo le parecía raro, el color del taxi, el desfile de inmuebles, la casa de Michael con su estilo victoriano desfasado. Pero, en el zaguán, Myriam lo esperaba. Se le doblaron las piernas. Se sentó en un escalón y se soltó a llorar. A la entrada, en la sombra, Isaac, los brazos cruzados.

Se derrumbó en el sofá del salón. Myriam, contra él, tranquilizadora, maternal. Al término de un largo rato, él se sentó, respiró profundo: “Cuenta”. Ella contó. Michael e Isaac, sentados un poco atrás. Ella tenía largas ausencias de memoria. “Intento decírtelo sin tomar en cuenta las explicaciones de Michael.” De Roma sólo recordaba sus paseos alrededor del Foro. Luego, nada, hasta cuando tuvo conciencia de despertar, como después de una anestesia general, esta sensación extraña que todo va bien, que pasó muy poco tiempo entre el momento del sueño y el del despertar. Y la voz tranquilizadora de una mujer que no veía, pero sentía la presión de su mano en el sangrado del codo, que le decía, precisamente, que todo bien, que todo había pasado bien. Varias veces. Ninguna molestia, ningún dolor, ninguna sensación de sed, de estómago vacío, de vejiga llena. Una ausencia de cuerpo. Algo como ingravidez, confirmada la única vez que tuvo vagamente conciencia de lo que ocurría, y sobre todo esta repetición de secuencias circulares, que provocó cierta angustia. Estaba en un tubo que giraba lentamente, pero tenía la sensación precisa de estar acostada de espalda, luego sobre el lado derecho, luego sobre el vientre, luego el lado izquierdo, no sentía apoyo alguno. Menos la cabeza, un poco apretada, como en un casco.

Pero, ¿no veías nada?

Una luz. Mi único recuerdo es una luz. Blanca, suave que acariciaba mis ojos.

¿Luego?

¿Luego? Sentada sobre una paca de paja y, frente a ella, un grupo de hombres y mujeres que le hablaban en español, la cuidaron, aún en estado hipnótico. Luego el Consulado de Francia de San Francisco donde Michael la fue a buscar.

¿Pero dónde estabas?

En Rachel, dijo Michael que se acercaba. A 900 kilómetros de San Francisco. No es casualidad si ellos la dejaron allá.

Gabriel se acordaba muy bien del nombre del pueblo a la entrada del desierto de Nevada, bautizado “Capital mundial de los OVNI”. Lo visitaron durante su año Erasmus, burlándose de la inexistencia de los extraterrestres y del fanatismo de una cantidad impresionante de chiflados que creían ciegamente a su existencia.

¿Cuáles ellos?

Michael suspira

¡Ah! Va a ser mi turno… Tomará tiempo. Escucha, van a ser las doce de la noche. Toma esa píldora y váyanse a dormir. Mañana te explico…; bueno, intentaré.

Gabriel estaba demasiado golpeado para discutir. Acurrucado contra Myriam, durmió once horas, sin sueños, gracias a ella.

Cuando se levantaron, la casa parecía vacía. Desayunaron agarrados de las manos casi siempre, lo que no era cómodo, y el té corría debajo de las mangas. Sonreían. Empezaron a explorar la casa para encontrar a los otros dos.

“¡Qué cosa! Decía Gabriel al revivir su asombro del día anterior, ese estilo Queen Ann rebuscado, es lo de la villa Manchester. ¿Y él vive solo adentro? Michael no dejará nunca de asombrarme. Aclaró: la villa Manchester, una casa de fantasmas en San José. ¡LA casa de los fantasmas! La de las películas de terror, The House that Ghosts Built, acuérdate. 160 cuartos, 47 chimeneas, puertas que dan al vacío, escaleras que suben al cielo y ventanas en el piso… La gran atracción de Silicon Valley. El año que estuvimos aquí, la visitamos para juegos de rol.”

Como para darle la razón, Isaac entró por lo que parecía ser puerta de armario. Y con su saco demasiado largo de un negro lustrado y sus brazos siempre cruzados parecía una aparición. Gabriel atacó al instante:

Y tú, ¿qué haces aquí? ¿Qué te pasó allá, en Israel? ¿Eras comparsa del Mossad?

Isaac hizo un gesto con el mentón para señalar la llegada de Michael, quien dijo: “Ven, vengan”.

Se instalaron en el salón. Michael se quedó parado. Empezó a hablar caminando, moviendo sus brazos como alas de molino, pero, aparentemente, hablaba solo para Gabriel.

Oíste hablar de los creacionistas, claro. Niegan la teoría de la evolución. El hombre no desciende del simio, menos aún de un renacuajo hace millones de años. Sino de Adán y Eva, creación divina. El Paraíso terrestre etc. Hasta ahora los evolucionistas levantaban los hombros: ¡unos iluminados! Las tesis de Darwin vencieron. Una verdad universal. Bueno, dos verdades. Por lo tanto, contradictorias. Una tiene que ser falsa. Es la guerra declarada. Resulta que ambas están a punto de ser verídicas. Así que no habrá paz. Una nueva guerra empieza que bien puede ser más feroz… Es el maëlstrom que los atrapó a los dos.

Pronunció estas últimas palabras, parándose frente a Gabriel y Myriam, y se inclinó para poner una mano sobre sus rodillas que se tocaban. Luego, empezó de nuevo a mover los brazos en remolino.

Preguntan siempre porqué la especie neandertaliana se apagó. La explicación más común es que el homo sapiens ganó porque estaba mejor adaptado, superior en la cadena de la evolución. Lo que estorbaba, para tal explicación, es la prueba de la alta inteligencia del neandertal: confección de instrumentos, incluso, según un descubrimiento reciente, la capacidad de reproducir lo creado mediante dibujos. Las funciones del imaginario: el arte. Y ahora resulta que los análisis ADN han demostrado que todos tenemos genes de aquel hombre. Prueba de que las dos especies copularon. Que podían reproducirse. ¿El resultado? Nosotros. Como el burro y el jumento que engendran la mula. Con la diferencia de que no somos estériles ni mucho menos. Es decir, cuán próximas eran las dos especies. Sin embargo, había alguna diferencia entre los hijos de Eva y los de Lucy, algo intransmisible: el alma. No cabe duda, lo que llamamos ahora la especie humana se divide en dos: miles de millones de híbridos, sin alma. Animales. Y una minoría ínfima que se conservó pura: los hijos del Hombre. En realidad, habría que decir… de la Mujer.

Al decir esto, Michael abrió los brazos, las palmas hacía el cielo, como para ofrecer una reverencia. Gabriel se levantó de un brinco, furibundo y lo agarró por la solapa:

¿Nos tomas el pelo? ¿Qué te pasa? ¿Vuelves a jugar a Fantomas con tu indubitablemente? ¿Dónde escondiste la cámara?

Michael se dejó zarandear sin resistencia. Con un fuerte suspiro, dijo:

¿Crees que los servicios especiales israelíes pudieron detener sin problema a un ciudadano francés durante varios días? ¿Qué pudieron secuestrar a Myriam en Roma, llevarla a miles de kilómetros y abandonar a la entrada del desierto en estado hipnótico, todo esto para un juego televisivo?

Gabriel se dejó caer en el sofá, pasó sus manos por la cara:

De acuerdo, adelante, explica.

Se anunció la secuencia completa del genoma humana en 2003. Fue la obra de un consorcio internacional al cual yo pertenecía. En cuanto los resultados fueron del dominio público, intereses privados y nacionales, más o menos oscuros, se lanzaron a buscar la posible explotación del descubrimiento. Inversiones de miles de millones de dólares. En la modificación de la secuencia de sus nucleótidos, el gen FoxP2 que codifica un factor…

Gabriel lo interrumpió con un gesto de cansancio:

Por favor, olvida los términos científicos. Hablas en chino.

Okey, te lo cuento de otra manera. Las investigaciones sobre lo infinitamente pequeño permitidas por la física quántica, eso sí ¿te suena? El descubrimiento del bosón de Higgs, la famosa partícula de Dios descubierta por los ingenieros del CERN en 2012 y que, al principio, no era más que el fruto de una hipótesis. No hay nada más pequeño. Nada más pesado. ¿Me permites algunas cifras? Un radio 10 potencia 20 inferior al de un protón que es 100,000 veces más pequeño que el átomo. Y una masa 13 millones de veces superior ¿eso habla a tu imaginario? Bueno, en cuanto al alma, en el ADN, igual. Encontraron…

Michael dejó de hablar, volteado hacia la ventana. Un rayo de sol pasaba por el vitral Art Nouveau y le pintaba la cara en tres colores. Gabriel y Myriam no parecían mirar otra cosa. Él se sentó frente a ellos y les tomó la mano.

¿Lo que está en juego? La carrera para saber quién tiene un alma y quién no. Decirle o top secret. Científicos y teólogos se enfrentan pero se necesitan mutuamente: “busca y te mato tan pronto como lo encuentras”. No tengo que recordarte la historia de Galileo ¿verdad? Su buen amigo el arzobispo le explica que bien sabe que la tierra gira, pero más vale no decirlo al pueblo porque bien podría perturbarse al no poder decir más: “Padre nuestro que estás en el cielo”. Tiene buenos argumentos para convencerlo: la hoguera. ¿Qué pasaría si decenas de millones de personas se enteran de que ya no tienen por qué temerle al infierno? Hasta ahora, el secreto celosamente guardado durante milenios por los guardianes de todos los templos. Siempre transmitido de manera enigmática. Sibilas y Profetas. Cuidadosamente quemados cuando corren el riesgo de ser revelados. ¿Has de saber algo, tú que recuperas manuscritos calcinados y quieres sacar a la luz conclusiones prohibidas?

¿Cómo? ¿Sé algo?

La letra h dice Isaac, bajando la cabeza, que está en la página recuperada por Miguel Ángel y el fragmento del Mar Muerto.

Largo momento de silencio. Una espera.

Nisi nomini Abraham litera He addita fuisset, Abraham non generasset, murmuró Gabriel.

Y esto, ¿qué? Traduce, pidió Myriam.

Es la décimoquinta conclusión de los 47 sabios cabalistas hebreos que Pico incluyo en su libro: “Si la letra h no se hubiera añadido al nombre de Abraham, Abra-ham jamás hubiera engendrado.”

Cuando yo era chico, intervino Michael, el rabino salmodiaba ese truco sobre la h de Abraham y nos morimos de risa mis amigos y yo. Lo imaginamos enorme y circuncidado.

¿Tú? ¿Eres judío? Te creía griego.

Cefalonía, sobrino segundo de Comeclavos[1]. ¿Te dice algo? Ahora soy estadounidense, pero allá nací. Con o sin alma. Tú me lo dirás.

¿Cómo? ¿Yo?

Tú tienes todas las piezas del rompecabezas. A los científicos y a los teólogos les falta algo que sólo tú puedes encontrar. Te voy a ayudar. Empieza con la culpa. Te interesaste mucho por la culpa ¿no?

Sí. Peccatum Adae fuit truncation regno ad coeteris plantis. El pecado de Adán fue haber recortado del reino las otras plantas… Es la quinta conclusión cabalística… Siempre me he preguntado que significa… Pero, después de lo que contaste…

Bueno, ya llegamos. ¿Puedo regresar a lo que calificabas de chino? Usaron las modificaciones de la secuencia de los nucleótidos del ADNmt para levantar el mapa de la evolución. Apareció en el hombre hace 50,000 años, a la hora de la última gran migración fuera de África. Dicha evolución corresponde a la aparición del lenguaje… El Verbo, Gabriel, el Verbo… El ADNmt, ¿sabes qué significa? Mitocondrial: que proviene exclusivamente de la madre. Como la mula: un burro – un jumento. Es la hembra que transmite. Entonces, es Eva quién se acostó con un neandertal. La culpa es de ella. Las feministas dirán con razón de que fue violada, claro, pero eso los teólogos no lo quieren saber. Cuando un homo sapiens viola a una neandertaliana, no hay resultado. Cuando mucho, un mulo, estéril… 50,000 años ¿Te das cuenta? ¡Mucho antes que Moisés! Claro, los ortodoxos quieren creer que sólo el Pueblo Elegido se mantuvo puro. La raza, quizá, pero sabemos que esto no tiene sentido alguno. Pero, ¿el alma? Por eso te hicieron tantas preguntas sobre la pequeña falasha. ¿Por qué tantas fotos? Tenías que saber lo de la reina de Sabah.

Pero, ¿qué cuentas? Fue una pura casualidad y no sé nada de nada.

¡Menos mal para ti! No tienes idea de la guerra feroz y silenciosa que se está dando. La guerra santa. Las guerras santas. En comparación, las cruzadas son una broma. Sin contar los bandidos tipo Monsanto, bien decididos a comercializar las semillas sin alma. O con ella. Imagina los listos que lograrían procurarse el ADN de Yasser Arafat y de Ariel Sharon para demostrar que no tenían más alma que el último de los puerquitos… Ídem para Juan Pablo II ya beatificado…

Poner a Lucifer en el lugar de Dios, dijo Myriam, como si hablara para sí misma.

Tú, prosiguió Michael, vas a encontrar lo que les falta, pero sin saberlo. Por eso no corres ningún riesgo.

¿Y qué les hace falta? ¿Y por qué yo? ¿Y Myriam qué tiene qué ver con todo esto?

Les falta el cuando y el cómo. El alma no aparece con la fecundación: por lo tanto el varón no tiene nada que ver. Sólo la mujer transmite. Es lo que intentaron encontrar con Myriam. La hipótesis del tercer mes. Pura hipótesis. Tranquilo: no le hicieron ningún daño, eso iría demasiado contra sus intereses. Son técnicas de análisis que no imaginas. Ver más pequeño que la más pequeña de las partículas elementales cuya duración de vida es de 10 potencia 20 segundos. El instante sin duración cuando uno pasa de la física a la metafísica.

Myriam había puesto sus pies sobre el sofá, agarrando sus piernas con los brazos cruzados. La frente contra las rodillas, estaba oculta bajo su larga cabellera en la cual el sol, oblicuo, tocaba una música de luz. Las palabras del canto las daba Gabriel que se había levantado y, cerca de la ventana, desplazaba con el movimiento de sus espaldas los colores del vitral. Fingiendo no mirarla, todo el mundo pensaba en ella.

Largo silencio; una pausa sobre una imagen.

Pasa un ángel, dice Isaac, y parece tomar adrede un aire mefistofélico. Interminable silencio en ingravidez.

¿Qué sabes del beso de la muerte? Preguntó Michael.

Su pregunta desató en Gabriel este gozo intelectual vertiginoso que conocen los investigadores cuando se acerca la síntesis. El instante antes del “Eureka” que surge justo después de la desesperanza, a veces larga, causada por la acumulación de documentos, fichas, informaciones cuidadosamente ordenados en los cajones del cerebro, pero que acaban en el estallido y la dispersión, en miríadas de chispas: hormigas que corren en todas las direcciones;  un caos. Y de repente surge un cono perfecto. Las agitaciones de las moléculas en la probeta… y la solución va a cuajar y dar cuerpo a un ser nuevo. La sensación de no haber hecho nada, como en los sueños cuando el cerebro parece actuar solo por sí mismo. Gabriel tenía la impresión de tener presentes en su mente todos los textos citados y traducidos por Pico de la Mirandola, apócrifos o reales, 900 conclusiones y más, análisis y síntesis instantáneas. Con una lucidez casi indiferente. Como si no fuese él que hablaba:

No, no el beso de la muerte, Michael –eso es la mafia italiana,– sino la muerte del beso. Be-nesiqah. Que Pico de la Mirandola latiniza en binsica. Es la decimaprimera conclusión cabalística: Modus quo rationales animae per archangelum Deo sacrificantur, qui a Cabalistis non exprimitur, non est nisi per separationem animae a corpore, non corporis ab anima nisi per accidens, ut contigit in morte osculi… La mort du baiser… mors osculi : para Pico, es la segunda muerte, el momento cuando el cuerpo se separa del alma. La primera muerte, que la precede es cuando el alma se separa del cuerpo. Pero Pico se equivocó: de manera abusiva, sustantivó Be –nesiqah. Escribe morire di bensica, y el di denota un complemento de agente, como cuando se dice “murió de cólera”. ¡Todo lo contrario! “Morir de un beso” es la forma gramatical correcta. A interpretar en sentido contrario, ¡obviamente! Me entienden. Para los sabios cabalistas es la muerte por éxtasis intelectual. Abraham, Jacobo, murieron así. El alma en éxtasis, en ese rapto, se extrae del cuerpo. Pero es lo contrario, ustedes lo entienden… Cuando besaba Agatón tenía mi alma sobre los labios… Platón, Symposium…Un epígrama de Sócrates… Salomón, Cantar de los Cantares: bésame de los besos de tu boca…

Y Gabriel empezó a enumerar las diez conclusiones según la muy antigua doctrina del egipcio Hermes Trismegisto , “el alma envuelve el aire y el aire envuelve la materia”, regresó sobre las conclusiones de los sabios cabalistas hebreos para explicar que las almas pasan de la tercera luz al cuarto día inde exeuntes corporis noctem subintrant , luego salen de la luz y entran en la noche del cuerpo. Y más cosas aún. Cosa extraña, mientras que hace tiempo que sus compañeros se habían como retirado en un fondo borroso, como si una cámara invisible lo enfocaba a él entró en un ralenti sin substancia. No era más necesario escucharlo. Lo esencial se había dicho mucho antes.

Progresivamente reaparecieron de manera normal y Myriam ocupó el primer plano. Bien sentada en el sofa, como siempre vestida sobriamente con una falda beige justo arriba de la rodilla, la misma que llevaba en Roma, algo pálida y apenas maquillada, como lo acostumbraba. Hablaba con ese natural soñador que pueden tener las jóvenes mujeres de Chekov, para quienes el presente se registra en una realidad tenaz, y la esperanza primaveral en el tiempo de las cerezas.

Las guerras santas, decía ella, no lo son. Lo primero que hicieron los caballeros cruzados, sellados en sus armaduras, después de la conquista de una ciudad y la masacre de sus habitantes, fue levantar murallas y torres de piedras con almenas y troneras para encerrarse. Ciudad sin alma. Y hacer morir de hambre a todos los que hacían lo mismo, cristianos y musulmanes. Y construir catapultas para derribar los muros y volver a levantarlos. Fortalecerse después de tomar y masacrar a los habitantes. Y encerrarse. Los vencedores no tiene alma y siempre son los perdedores. Por los siglos de los siglos.

A la diferencia de los círculos sobre el agua que se alejan agrandándose, cuando cae una piedrita, sus palabras se hacían chiquitas como la pupila que se contrae, giraban en el sentido contrario de las manecillas de un reloj y se volvían menos y menos audibles.

Apenas si pudieron escuchar: “El hombre que tiene alma es el que es bueno con las criaturas del paraíso terrestre y no come a nadie.” Y también: “el alma es la Bondad cuya existencia ninguna fórmula adn puede alcanzar”

Puede que esto solo lo oyó Gabriel, que se había inclinado como un junco murmurando “cada nacimiento es una anunciación.”

Sí, ángel mío, dijo, al poner un beso en su frente.

Pero el soplo de sus últimos palabras era tan leve que nunca jamás se sabrá.

 

NOTA

[1] Mangeclous, en el original francés. Guiño del autor a otro autor, Albert Cohen, el genial autor de la trilogía Solal (1930), Mangeclous (1938) y Belle de nuit (1968. Comeclavos es el apellido cómico de la familia de Solal, el héroe soberbio e infeliz de Bella de Noche.

 

Roger Baillet. Narrador francés inspirado en la cultura italiana. Entre los títulos de su vasta obra se encuentran De Gaulle et Machiavel (2024), Le mythe de Don Juan ou le miroir italien : Il grandira, car il est espagnol – Il séduira, car il est italien (2016), Bianca de Médicis, Drande duchesse de Toscane (2017), Les bronzes de Riace (2014), Vivaldi ou l’évanescence de l’être (2013) y Michel-Ange ou la sculpture de l’être (2013).


Posted: June 3, 2025 at 9:48 pm

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *