Fiction
El ilusionista

El ilusionista

Jorge Kattán Zablah

A Don Luis Leal, Maestro de Maestros
In memoriam

Braulio Escalante quedó huérfano a temprana edad y fue su tía Trini, una señora muy piadosa, quien, al verlo sin amparo alguno en este mundo, se encargó de criarlo con delicado esmero, como si se tratase del hijo que siempre quiso tener y que Dios nunca le concedió.

Bien dice el sabio refrán medieval que “al que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. Braulio, sabedor de este arcaico axioma, se ciñó a él en forma milimétrica, por lo menos, durante su educación primaria. En este tiempo, sus demostraciones de alumno aplicado, unidas a un inherente talento artístico, hicieron que sus maestros sintieran por él una gran admiración y un cariño entrañable. Todos ellos le auguraban un futuro muy prometedor. Sus dibujos y pinturas parecían apuntar hacia alguien escogido por los Dioses del Olimpo para dejar huellas imperecederas en los anales del arte.

Pero es que Braulio era poseedor de otros atributos que también le agenciaban amistades por doquier: una tez delicada, casi angelical; ojos grandes, inquietos, ojivados y zarcos, protegidos por unas largas pestañas dormilonas y enmarcados en una nutrida cabellera; labios encarnados y una ringlera de dientes parejos y níveos. Su rostro, en conjunto, se iluminaba al sonreír y mucho más cuando de su boca brotaba la risa juguetona de su maravillosa personalidad.

Pero hay algo más que lo hacía encantador. Se apodaba a sí mismo El Ilusionista. Le gustaba hacer aparecer y desaparecer objetos ante la mirada atónita de sus compañeros. Sacaba lustrosas monedas de las orejas y narices de los niños; extraía conejos y palomas de Castilla de un viejo sombrero de fi eltro y de las mangas de su propia camisa le salían chorizos y longanizas. Hubo incluso un día en que su profesora salió de la sala de clase para ir al baño a aligerarse el cuerpo y Braulio aprovechó esa coyuntura para extraer de la cartera de la mujer una primorosa lechuza. Bueno, en esa ocasión todos los alumnos reventaron en aplausos, chillidos, gritos y hasta aullidos y decidieron, además, adoptar aquel curioso animalejo como su mascota oficial.

Al terminar estos estudios no pudo avanzar más por esa senda pues, por un lado no había cursos secundarios disponibles en Cojontepeque, su pueblo natal y, por otro, su tía Trini carecía de un estado económico solvente que le permitiera enviar a su sobrino del alma a la ciudad capital para tales propósitos.

En un principio, Braulio se dijo: “En realidad, de poco valen los estudios. Lo que importa es la plata. Ahí está Eusebio Ramírez, mi primo, para que me dé la razón en este asunto. Nunca fue a la escuela y mírenlo ahora, con los bolsillos forrados de dinero. Todo el mundo en el pueblo lo respeta y es el espejo en el que la gente se mira a cualquier hora del día. Un paradigma. Un triunfador por donde se le mire. Los billetes han sabido rellenar con creces su rudeza y sus vacíos culturales.” El pensaba ahora como si su sentido común hubiera sido derrotado por una mezquina ambición. Había, pues, manipulado y sesgado la realidad, y se empeñaba con obstinación en su estolidez.

No tardó mucho tiempo en percatarse de que la riqueza era un enigma quimérico, casi imposible de alcanzar.

Contrariado por su mala suerte, desoyó el dictado de la prudencia y de la buena educación recibida y se fue olvidando poco a poco de la sombra de aquel buen árbol que por tanto tiempo lo había cobijado y se arrimó al árbol torcido que representaban sus nuevos amigos, todos ellos, un racimo de vagabundos e indeseables.

El demonio, que no en vano es diabólico, al ver a Braulio hundirse en la arena movediza de su propia zozobra, preparó sus arteras tretas para atraerlo a sus dominios.

A los pocos días Braulio se vio enredado en la primera telaraña de Lucifer. Inspirado por el Angel Caído, le echó sus zarpas al cerdito de la señora Catalina Sánchez y se lo llevó al solar de don Simón Alvarez, donde lo descuartizó y luego vendió su carne a buen precio.

Mas su buena fortuna decidió disociarse de él, al punto de que al día siguiente ya lo tenían arrestado en la cárcel de la localidad, donde pasó dos semanas, hasta que su tía Trini, con cascadas de lagrimones chorreándole por las mejillas, lo sacó bajo fianza.

Braulio siguió rodando por el despeñadero del crimen, sin mostrar una pizca de remordimiento. En cada acto delictivo se notaba una intensificación en cuanto a la gravedad y crueldad de los hechos, hasta que llegó el momento en que el alcaide de la prisión de Cojontepeque reconoció que a este reo rematado había que remitirlo con prisa a la Penitenciaría Central de la capital. Pero antes de transferirlo lo espetetó con estas admonitorias palabras arrancadas de su lampiño y dilatado pecho: “Espero que jamás logres salir libre y que te pudras detrás de las rejas; pero si tienes suerte y recobras tu libertad, ¡Dios te guarde, engendro del infierno, si vuelves a meter las narices en este pueblo, porque yo mismo me encargaré de ti aunque tenga que terminar el resto de mis días en una hedionda bartolina!

En un tren de carga nocturno fue llevado a su nueva residencia. Iba bien amarrado y hasta con grilletes, y bajo el resguardo de dos gendarmes con cara de pocos amigos. En el ferrocarril, los tres tuvieron que compartir su coche con una partida de chanchos inquietos, bulliciosos y muertos de hambre y multitud de redes repletas de gallinas, patos, iguanas y garrobos.

Su tía Trini, al enterarse del traslado de Braulio, experimentó un dolor agudo en el alma como si afiladas espinas envenenadas se la hubieran atravesado. El terrible e inaguantable dolor le produjo un soponcio esdrújulo que la despachó al otro mundo en cuestión de días.

Al verse incomunicado del resto del mundo, la vida de Braulio o lo que quedaba de ella sólo giraba en torno a una idea enfermiza, obsesa: Fugarse. Durante los cuatro años de encierro que ya llevaba en el penal, de los muchos a que había sido condenado por el juez, en tres ocasiones intentó evadirse y las tres fue capturado y sometido a encarcelamientos cada vez más rigurosos que incluían su reclusión en celdas solitarias.

Viendo que los métodos empleados hasta entonces le habían resultado inefi caces, decidió utilizar un nuevo procedimiento: Portarse bien por unos seis u ocho meses.

Al cabo de tal periodo, le pidió a uno de los gendarmes que lo proveyera de papel, lienzos, pinceles, brochas y pomos de pintura, aduciendo que su innata inclinación por el arte tal vez le podría ayudar a mantener la cordura durante su cautiverio. Y le agregó que para tales efectos podía usar algo del dinero que había heredado de su tía Trini.

Su petición inusual, y hasta en pugna con los estatutos penitenciarios, le fue concedida, como premio por la conducta ejemplar que había exhibido en los últimos meses.

Con aquel material ya en sus manos, varias veces trató de dibujar una puerta grande, pero nunca quedaba satisfecho. Molesto, rompía los trazos que había hecho, estrujaba los papeles y los arrumbaba en una esquina de su celda.

Casi dos años invirtió Braulio en esta tarea penelopesca de hacer y deshacer lo hecho, hasta que por fin logró lo que quería. Se entregó en seguida a la labor de traspasar lo que había dibujado a un lienzo de relativo tamaño, cosa que le llevó casi un mes porque, en materia de arte, él era muy quisquilloso.

Sin perder ni un minuto siquiera, el mismo día en que concluyó su pieza maestra, la colgó en el centro de la pared que colindaba con el mundo exterior. Era una puerta bastante ancha, de encendidos colores.

Acto seguido, se le quedó mirando fijamente a su obra. Cerró los ojos con fuerza y murmuró un torrente de palabras cabalísticas y milyunanochescas que desembocaron en un “Ábrete Sésamo”.

Intuyó de inmediato que la puerta se abría, invitándolo a trasponer su umbral para internarse en el reino de esa libertad con que tanto había soñado.

Descendía el sol por el deslizadero que siempre conduce los atardeceres a su muerte crepuscular cuando se vio fuera de aquella mazmorra infernal. Le echó una buena mirada a su entorno y apeló a su brújula biológica para cerciorarse de que no se trataba de meras alucinaciones.

En seguida, se rascó la imaginación con las afiladas uñas de su incredulidad. Lleno de contento, se puso a vagar por toda la capital. Escuchó, con estremecimiento, la música desesperada que destilaban en sus pregones los vendedores ambulantes.

En esta coyuntura se hizo el fi rme propósito de renunciar de una vez por todas a su vida de crápula para llegar a convertirse en aquel ser humano, útil a la sociedad, con que su tía Trini siempre había soñado.

Por desgracia, sus intentos por conseguir trabajo resultaron infructuosos debido a la gran cesantía provocada por el descalabro económico que enfrentaba el país.

Trató de reinventarse en repetidas ocasiones, pero todo fue inútil. Para medio subsistir se vio obligado a pedir limosna. Braulio se encontraba, pues, en un callejón sin salida.

Dos meses vagabundeó, a salto de mata, por los vericuetos de esta nueva vida, sin encontrarle ningún sentido. De repente, después de haber descabezado un ligero sueño bajo un frondoso cedro, entre sobresaltado y sorprendido, acostumbrado a vivir sin trabajar, decidió tomar la medida más apropiada, según su fuero interno: Retornar a la Penitenciaría Central.

Llegar a esta conclusión y ponerla en práctica se conjugó en un solo acto, y no fue del todo difícil porque, ¿dónde más iba a comer, dormir y recibir atención médica y dental de gratis, sin necesidad de trabajar?

Iba a regresar, pues, pero no así nomás, sino como se lo exigía su dignidad de ilusionista.

Con esto en mente, pintó otra puerta similar a la que dejó dentro de su celda y, burlando la vigilancia de los centinelas con el amparo de la nocturnidad, la colocó justo en la pared exterior donde aseguraba que estaba su calabozo. Como antes, cerró los ojos con fuerza y su boca profirió aquella letanía de palabras cabalísticas que él sabía tan bien y que reventaban en un “Abrete Sésame”. Pero he ahí que la puerta no se abrió, a pesar de haberlas repetido infi nidad de veces. “¿No será que se me han olvidado un par de palabras claves?” -se interrogó vacilante.

Contrariado y perplejo, con el amor propio muy herido, se dijo: “Aquí debe haber gato encerrado. ” Recurrió entonces a regañadientes a un procedimiento más tradicional y pedestre: Hablar frente a frente con el jefe de los gendarmes:

–Señor Custodio, yo me fugué de este centro penal hace dos meses y he vuelto para entregarme. ¡Que me pongan las esposas y grilletes y me lleven a mi celda!

El gendarme se frotó los ojos y limpió sus antiparras con un pañuelo amarillento; ensayó una mueca de amabilidad que no le resultó y, al final, le respondió:

–Yo he trabajado aquí durante treinta y cinco años y conozco muy bien a todos los reclusos que están y han estado bajo nuestra tutela. A usted, caballero, jamás lo he visto. Haga el favor de salir de mi ofi cina.

–Pero, Señor Custodio. Yo soy Braulio Escalante, aquél al que le decían El Ilusionista. Viví aquí durante varios años. Si yo le he visto la cara a usted una o dos veces, ¿cómo es posible que usted no reconozca la mía?

–¡Deje de fastidiar! Durante los largos años que he estado empleado aquí, jamás se me ha fugado reo alguno. Así es que haga el favor de largarse de aquí.

–Entiéndame, Señor Custodio. Los últimos años que residí aquí me tuvieron en la celda solitaria número 15.

–No sea ridículo, amigo. En esa celda hemos tenido recluido a Félix Ordóñez, un violador incontinente, por muchísimos años. Once años, para ser exactos. Mire usted, dijo, al tiempo que le mostraba en el listado de los reos el nombre de Ordóñez como el inquilino de la celda número 15.

Desde aquel momento y como si se tratase de la reencarnación del Judío Errante, Braulio, para conjurar la paranoia, el aburrimiento y el desconcierto, deambula sin cesar por las calles, avenidas y encrucijadas del planeta, como alma en pena, abrigando en el pecho la quimérica esperanza de toparse el día menos pensado con algún ilusionista, prestidigitador, adivino o estrellero que atine a interpretarle el acertijo del gran huevo en que está metido. Hay incluso quienes aseveran haberlo oído repetir esta delirante letanía: “¿No será que el sietemesino de ese violador infatigable, que me ha robado mi vivienda y que ahora la ocupa, con la complicidad, acaso, del canalla del narrador de este descabellado cuento, ha logrado también falsear mi identidad y ha resultado ser un ilusionista mucho mejor que yo?”


Posted: May 21, 2012 at 10:27 pm

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