LA VIDA COMO UN VIAJE
Odette Alonso
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Muchas veces me pregunto quién sería, cómo sería, si hubiera nacido aquí, pero en la vida “real”, no así en la literatura, resulta inútil tratar de escenarios imaginarios que no existieron. Lo cierto es que hace 33 años vivo en México y que la mayor parte de lo que he escrito y publicado ha nacido aquí…
El pasado 2 de junio cumplió 33 años de haber llegado a la Ciudad de México. Una tarde lluviosa y fría, como buena tarde de junio, en la que, después de meterme al Metro por primera vez, a la hora pico y cargando una maleta de las que aún no tenían ruedas, llegamos a la estación Zócalo y, al subir las escaleras, en medio de la copiosa llovizna vi, iluminada, la majestuosa fachada del sagrario de la Catedral.
Ese día comenzó la segunda parte de mi vida. Si bien llevaba varios meses en el sureste mexicano, pisar esta ciudad fue encontrar la punta del hilo que me llevaría a un nuevo laberinto; irla descubriendo significó una fascinación que aún no termina. En cierta ocasión, una amiga que se las daba de pitonisa, en un remedo de sesión espiritual, me dijo: “Tienes una conexión con México que ni te imaginas”. Y sí me la imaginaba, cómo no. Desde aquellos primeros años, cuando caminaba por Reforma o por la Zona Rosa sintió un enganche telúrico inexplicable, como si mis pasos re-conocieran el suelo que estaban pisando. Nunca me fue raro vivir aquí, aun cuando eso implicó aprender a hablar una nueva lengua, a degustar con mucha precaución una gastronomía que en nada se parece a la cubana ya relacionarme de una manera distinta, protocolar, solemne y, claro está, también alburera. Porque migrar no es simplemente mudarse de tierra y ver salir el sol desde otra ventana; Migrar cambia toda la estructura de una vida: se rompe en pedazos el pasado, se tiene que reconfigurar un presente desde cero y, a partir de ese momento, la persona será eternamente extranjera dondequiera que se pare, por más que se esfuerce en permanecer en lo dejado o aplatanarse a lo nuevo. Herida fecunda , le ha llamado Sandra Lorenzano a ese machetazo que nos divide para siempre en, cuando menos, dos mitades; que nos llena de dolores, vergüenzas e incertidumbres, pero que a ratos puede ser también una fortuna y hasta una bendición.
La vida (si bien lo es desuyo) se convierte entonces en un viaje interminable, en una sucesión de escenarios. De un lado, los misterios de ese Santiago antiguo que me revela mi madre cada diciembre cuando nos sentamos a conversar de la genealogía familiar que mi hermana y yo no conocimos. Cuando me dice, por ejemplo: “¿Te acuerdas del Palacio de la Torre?” y esa mención se entremezcla con mi recuerdo de aquel edificio ya en decadencia, donde seguramente quise tener un apartamento. Porque siempre soñé con vivir en un apartamento, tal vez porque habitábamos una casa enorme, llena de fantasmas, de miedos ocultos, muebles viejos e insectos horrorosos, que siguen poblando nuestras pesadillas (y también, por supuesto, nuestra imaginación).
En esa casa de la calle Aguilera empezaron todos los viajes: los de los cuerpos (primero se fue mi hermana, luego yo, al final nuestros padres) y los de las letras, que van desde los primerísimos versos, perfectamente medidos y rimados, que escribí para la primera muchacha de la que me enamoré, que oculté durante años en el viejo escritorio de mi abuelo, y que algún día quemé en medio del patio para que ese fuego y esa ceniza poética me acompañaran por el resto de la vida. No lo hice para eso, obviamente, sino para que no los encontrara una novia posterior, pero ya saben que, como bien dijo Pessoa, los poetas somos unos fingidores: “Finge tan completamente/ Que hasta finge que es dolor/ El dolor que en verdad siente”.
Hay muchas zonas de bruma en el recuerdo de mis primeros años en México. Lo que sí tengo claro es que la poesía no era suficiente para describir el tremendo salto que había dado, todo lo que quedó atrás y todo lo que descubría, y llegó la narrativa, como un nuevo viaje que emprender. Así surgió la prosa poética de una plaquetita titulada Visiones , pero, sobre todo, los cuentos marcados por algo que impregna toda mi vida desde entonces: la existencia entre dos orillas; de un lado, Cuba; del otro, México.
Ese hálito lo acompaña todo, incluso a Old Music Island que, si bien no tiene un solo verso referido a Cuba, la lleva simbólicamente en su título, porque los isleños concebimos el mundo desde nuestra insularidad esencial: cualquier pedacito de vida es una isla. Es por eso que Enzia Verduchi ha dicho que en Lo que transcurre inventó mi propia isla, un territorio que da espacio a todo lo que no viví: un país, una casa, una familia, nacidos de la pérdida, pero también de la imaginación y del deseo.
Entre esas orillas, la de la isla de la música y la del tiempo que transcurre, navegan los cuentos terribles de Hotel Pánico y Con la boca abierta , la trama inquietante de Espejo de tres cuerpos , los poemas desolados de Insomnios en la noche del espejo o Los días sin fe . Es ese, el tránsito migratorio que se anuncia en “Carrusel de invierno”, “Los juegos de la luz” o “Casas del verano”. Vivir entre dos aguas es vivir rota, fragmentada, siempre incompleta; eso no se lo deseo a nadie y, sin embargo, le agradezco a la vida la posibilidad de experimentarlo en carne propia. No sería yo si no lo hubiera vivido. Si alguien propone ese juego de “qué cambiarías si pudieras volver al pasado”, no cambiaría nada, ni los sufrimientos ni los gozos, porque hacerlo alteraría el presente y en éste, soy inmensamente feliz (aunque a veces me gane la amsiedá ).
Muchas veces me pregunto quién sería, cómo sería, si hubiera nacido aquí, pero en la vida “real”, no así en la literatura, resulta inútil tratar de escenarios imaginarios que no existieron. Lo cierto es que hace 33 años vivo en México y que la mayor parte de lo que he escrito y publicado ha nacido aquí, bajo este cielo, sobre esta tierra, entre el aire contaminado de esta ciudad. Que hoy se me considera una de las tantas y tantos protagonistas de la literatura en México es un honor infinito para mí. Un reconocimiento entrañable, porque es en las entrañas que se sienten la orfandad y el abandono de ser una despatriada. Y si bien las heridas del destierro son incurables, siento que así me regalan un pedacito de tierra literaria a la que aferrarme, de la que sentirme parte, una vez más.
(Texto leído el 18 de mayo de 2025 en el ciclo Protagonistas de la Literatura, organizado por la Coordinación Nacional de Literatura del INBAL)
Odette Alonso es autora de una veintena de poemarios, una novela y dos libros de relatos. Obtuvo el Premio Clemencia Isaura de Poesía en 2019, el Nacional de Poesía LGBTTTI Zacatecas 2017 y el Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén” en 1999. Compiladora de la Antología de la poesía cubana del exilio (2011) y coeditora de Versas y diversos . Muestra de poesía lésbica mexicana contemporánea (2020). Su libro más reciente es Lo que transcurre (Ediciones Furtivas, 2023).
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Posted: June 30, 2025 at 6:05 am