Nadie sabe qué revolución pueden empezar cuatro mexicanas en Budapest
Miriam Mabel Martínez
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Algo me hizo dar un paso atrás, quizá el gusto por ver la energía de mis compinches expresarse en sus pasos, en su girar la vista para observar la arquitectura, en sus gestos desenfadados que exhibían su incredulidad de sabernos juntas caminando por la calle Hajós, para luego, traviesas, hacer un alto para tomar una foto de una de las esculturas que custodian la Operaház en el camino rumbo a Dajer, donde daríamos el primer taller de nuestra estancia en Budapest. Las observaba con sus outfits más que planeados, portados con orgullo; libros abiertos –como los de la canción de Gerardo Reyes– donde escribimos “tan bonito” el presente continuo de nuestras identidades, estados de ánimo, declaraciones individuales y el hilo creativo que nos une. Sin duda, como cantara Radio Futura, se nos ve la costura no sólo de “hilo rojo infinito”, sino de nuestras creencias como hacedoras de text-iles. La fe en las posibilidades creativas-colectivas-emotivas-atemporales-intelectuales-políticas del tejido. ¿Cómo llegamos aquí? Tal vez era el punto “natural” siguiente de este tejido. Así como a fuerza de la repetición de derechos y reveses (para las amantes de las agujas) y de cadenas y medios puntos (para las crocheteras), las tejedoras aprendemos a distinguir ese punto en el cual es mejor parar, continuar, cambiar de color, aumentar, corregir, desbaratar o cerrar; así, también, llegamos aquí. ¿Era la siguiente vuelta por tejer?
Estábamos ahí, en Budapest, esperando tomar el tranvía 6, en Oktogon hasta Harmencketteset tere, para dar continuidad al punto. Un punto más. Éramos (fuimos, somos, seremos) ese punto parte de esa (nuestra, de todos, de cada uno) consecución de puntos que crean una línea, una hilera, una historia… Un andar como del que habla Tim Ingold, una deriva herencia de Guy Debord, como la que intuitivamente cosía mi abuela a máquina o la que aún teje, a sus 96 años, la mamá de Annuska. Situacionistas en Budapest trazábamos también puntadas que ya nos habían entretejido a la escritura de la investigación de Anna Szász, curadora de la exposición colectiva “A férfi helyét senki nem firtatja a forradalomban” (Nadie cuestiona el lugar de los hombres en la revolución), que se presenta en la Budapest Gallery desde el 18 de julio hasta el 5 de octubre.
Al igual que cuando Karen Cordero nos invitó a participar en “(Re)generando narrativas e imaginarios. Mujeres en diálogo”, nos sentíamos unas terroristas invadiendo un espacio museal con nuestros bombardeos de estambre, ¿síndrome del impostor? No sé. Lo cierto es que en el tejer y destejer hemos ido descubriendo y tejiendo piezas vivas, modulares cuya aura es el continuum. En gerundio hemos comprendido que la fuerza de nuestras piezas está más que en el proceso, en la colectividad entramada en los hilos tejidos. El tiempo y los tiempos individuales con sus intimidades y resistencias anudadas. Las charlas, los llantos, los recuerdos, los presentes de las participantes que pronto también estarían narrados en húngaro. Anna Szász leyó esa densidad del tiempo –que evocamos en esos gestos textiles en los que profundiza Tania Pérez-Bustos– escrita a gancho en nuestras piezas; esa lectura la motivó a invitarnos.
Si algo nos une a Anna es el entendimiento, en mi caso intuitivo, del concepto “larga duración”, desarrollado por el historiador francés Fernand Braudel. Para nosotras el tejido es en sí la evidencia de una de esas estructuras sociales y/o medioambientales de lenta evolución –casi permanentes–, que más que ser la base de una sociedad la sostienen y trascienden generacionalmente a través de su enseñanza. Lo hemos aprendido con agujas y ganchos en mano. Sabemos que ese hacer no es un evento de corto plazo, sino una acción que nos perpetúa y mantiene al margen de esos bancos de la ira, de los que habla Peter Sloterdijk, que alimentan un individualismo iracundo que busca aniquilar al otro, que ha apostado por romper la colectividad –y casi lo ha logrado– implantando, como escribe Érin Sadin: la “primacía sistemática del uno mismo ante el orden común”. Nos hemos refugiado y arropado entre los hilos; de ahí el “tejo, luego insisto”. Al tejer –o practicar los otros haceres textiles– no sólo relentatizamos el tiempo sino que generamos formas de relacionarnos más acogedoras. Un tejido –en cualquiera de sus presentaciones–siempre nos cobija, abraza y enreda con los otros. Quienes tejemos –y/o bordamos– sabemos y experimentamos el impulso de vida que se desata al tejer en colectivo, ese nudo –tal vez– es el que atrajo Karen Cordero y la ha motivado a impulsar nuestro trabajo y apoyarnos (¡Gracias!). Cómplice nos ha develado –desde su mirada teórica, feminista y crítica– que esta forma de creación continuará expandiendo el conocimiento femenino creando redes y tramados como el que Anna Szász urdió en su curaduría.
Anna se enteró de nuestro trabajo gracias a Éva Biskei, su colega, quien al igual que Annuska Angulo (nuestra representante de Lana Desastre en Londres) participó en de la 49va Conferencia Anual de la Asociación de Historia del Arte se realizó en abril de 2023, en la University College London. Coincidieron en la mesa “Participatory Needlework as Tangible and Intangible Heritage” (“El trabajo en agujas participativo como patrimonio tangible e intangible). Eva presentó: “Szívek ajándékai: Részvételen alapuló kézimunka, női aktivizmus és nemzetépítés Magyarországon, 1848–1867 (“Regalos de Corazones”: Labores de aguja participativas, activismo femenino y construcción nacional en Hungría, 1848-1867) y nosotras presentamos “Knitting Collectively in Mexico: a Perspective from Within the Beehive” (Tejer colectivamente en México: una perspectiva desde dentro de la colmena). Si bien yo no conseguí apoyo para asistir, gracias a lo aprendido en la pandemia pude estar virtualmente presente. En aquel momento, ignorábamos las consecuencias de aquel evento en el que dos investigaciones –una académica y otra de vida– se entretejieron.
Así como Annuska y yo hemos tejido nuestra investigación –en el libro El mensaje está en el tejido y, por separado, en distintos textos–, Anna y Éva coincidieron en la Colección de Arte de la Academia Húngara de Ciencias. A diario deambulaban por las salas de exposiciones de la antigua Galería Esterházy (su hábitat laboral, en el tercer piso del edificio de la Academia), observando retratos, paisajes, pinturas, dibujos y una alfombra floral del siglo XIX cuya historia sigue acompañando a Anna y ahora a nosotras también al término del primer cuarto del siglo XXI. Una alfombra mágica que hacía posible que estuviéramos ahí. Estábamos ahí, en la Budapest que alguna vez fueron dos ciudades, en la que fue parte del Imperio Austro-húngaro, la que fue conquistada por los otomanos, en la capital del país donde se inventó el cubo de Rubik y se aisló la vitamina C. Deambulábamos por ahí las cuatro, Cavidad Visceral atrayendo las miradas con su look norteño indescifrable para los aquincenses; Sally luciendo prendas tejidas y diseñadas por ella misma y Annuska y yo portando unas “piporreras”, regalo de Cavidad. Estábamos ahí expectantes, ¿lograríamos comunicarnos? Yo confiaba en que tejer es un lenguaje universal. Si bien el inglés estaba siendo una lengua franca, la gestualidad y los movimientos reforzarían las fallas de sintaxis. La experiencia acumulada en los proyectos Somos colmena en su expansión de Oaxaca, Tlaxcala y Monterrey; la creación de Sé-nos y los talleres convocados por el Museo Kaluz en la CDMX; la investigación “Tejer para destejer la contaminación”, realizada con la comunidad regia en el LabNL Laboratorio Cultural Ciudadano, no sólo nos había fortalecido sino que ocupaban una sala completa.
Desde que la curadora nos invitó se aclaró que parte de las piezas eran en sí los talleres para crecerlas, una de ella sería Sé-nos, tejer chichis es una acción revolucionaria en cualquier idioma; la otra sería una propuesta que tejía conceptualmente pasado y presente la curaduría de Anna. Nuestra propuesta debía tomar de referencia el tapete floral bordado por mujeres, entre 1865 y 1867, para adornar el vestíbulo de la Academia de las Ciencias, proyecto dirigido por las señoras János Bohus y Antónia Szögyén. Tras un ir y venir de correos electrónicos, que hilvanaron la conversación y el tránsito de 2024 a 2025, convenimos que tejeríamos flores, un paisaje colorido en homenaje a Kati Horna, fotógrafa de origen húngara exiliada en México tras su éxodo europeo, escasamente conocida en su país natal. Flores para Kati Horna sería la obra modular creada ex profeso. La empezaríamos a tejer en la CDMX y en Monterrey, se enviaría una parte a Londres a más tardar en mayo, donde la curadora la recogería; mientras tanto, seguiríamos tejiendo, el material acumulado lo llevaría en persona, cualquiera de nosotras que consiguiera el apoyo del vuelo. El cronograma se cumplió cabalmente, incluso superamos nuestras expectativas al intempestivamente lograr el plan B, que nos incluía a Sally y a mí, lo que permitió incluso trasladar la donación de flores tejidas en rafia que Harriet Tolson envió desde Huatulco.
Así que el plan B estaba completo y listo para impartir el primer taller en nuestro segundo día en la ciudad, una que yo había visitado en 1994 como parte de mi experiencia mochilera juvenil y definitiva en mi educación sentimental. Apenas la recordaba; sin embargo, poco a poco se fue redibujando en mi memoria. A pesar de conservar la belleza arquitectónica que me había impactado en la década de los noventa, me entristeció observar que también había sucumbido al fenómeno de la turistificación que está transformando aceleradamente a las capitales del mundo en mercancías. Aun así, me maravilló, de nueva cuenta, la vista desde el Castillo de Buda, la monumentalidad del Parlamento y la museografía de su nuevo Museo Etnográfico, inaugurado apenas en 2022, que exhibe colecciones que datan del siglo XVII a la fecha. Asimismo, me impactó su visión histórica, lejos de cancelar su pasado comunista, está expuesto a las afueras de la ciudad en Memento Park, donde 42 de las estatuas derrumbadas en 1989 (incluidas las botas de Stalin, que son lo único que se conserva de aquel otrora monumento que medía un 25 metros de altura al sumar ocho metros de la estatua de bronce más una base de cuatro metros y una tribuna de 18 metros de ancho) es uno de los sitios más visitados después de los balnearios (termales), como Gellért, Rudas o Lukács, que han dado identidad a la ciudad sin importar el régimen. Lejos de sentirme, como en mi primera visita, en una película de espías estilo El tercer hombre, filmada en Viena, o sobre la ocupación nazi, como el film checo Los trenes rigorosamente vigilados, observé la occidentalización asentada en una vida cotidiana gentrificada bajo el mismo modelo capitalista: ya sea un flat white o una versión “local” del W Hotel o un museo de arte contemporáneo –el Ludwig– erigido en un distrito cuya arquitectura y urbanismo reflejan los ideales consumistas del siglo XXI. No me extrañó el Starbucks frente al río Danubio ni que hubiera un costo incluso para visitar la nave principal de la Catedral de San Esteban, tampoco la proliferación de restaurantes internacionales entremezclados con letreros de comida “auténtica” húngara para paladares cosmopolitas; lo que sí no me esperaba era observar un centro histórico tan ajeno a sus locales. Sin duda, el desplazamiento económico es otra lengua franca; por fortuna, al llegar a Dajer dejamos atrás las coincidencias transnacionales para descubrir la vida en húngaro de los húngaros que expresan en su hacer diario su resistencia ante el avance de la derecha, ¡qué si no es la curaduría de Anna, su fe en nosotras y la asistencia de tantas mujeres de diferentes edades aquel día para tejer chichis!

Dajer es un centro cultural instalado en lo que fue un salón de belleza. Su nombre alude al “permanente”, aquel tratamiento tan popular en los años setenta para enchinar el pelo. Si se ha conservado el decorado es también parte de la postura política de un lugar que reivindica lo femenino al exaltar su potencialidad como un punto de encuentro de gestación de ideas y de obras como las de Ida Csapó. Ahí adentro no se siente el gobierno conservador Tamás Sulyok. Muchas de las participantes del taller son ya parte de la comunidad Dajer que, dicho sea de paso también fue una revista, pero como muchas iniciativas culturales a nivel global enfrenta problemas para sobrevivir. Dorá Szentirmai, la otrora editora, nos introdujo a este espacio que atrapa al abrir la puerta. En ese momento sí me sentí en una película de la guerra fría, en una reunión “clandestina” para hablar de eso que afuera, en el espacio público monetizado, se está negando. Y es que en el Budapest turístico no hay banderas LGBTQIA+ ni pintas proPalestina ni indigentes, mucho menos gitanos sino la abundancia plana del aburguesamiento capitalista tan aspirado por mis exvecinos de la Condesa. Una vez que entramos al mundo Dajer, la escenografía de la amplia avenida Andrássy ut, flanqueada por las embajadas y que conduce a la Plaza de los Héroes, se quedó en el googleMaps.
Debido a la confianza y cercanía que provocan los textiles entre los extraños, pronto acomodamos las mesas, colocamos estambres, galletas y agüitas caseras, y fuimos dando la bienvenida a las personas que poco a poco se fueron integrando a un ritual que me recordó las descripciones de las charlas en las cocinas, descritas en el libro de Svetlana Aleksiévich El fin del “Homo sovieticus”. ¿35 años después del derrumbe de bloque socialista la historia se repetía pero a la inversa con la nostalgia de la película alemana ¡Adiós, Lenin!, estrenada en 2003. Me acompañaba esta sensación inquietante tan bien descrita por Cantinflas en el filme, de 1967, Su excelencia: “Estamos peor, pero estamos mejor; porque antes estábamos bien, pero era mentira; no como ahora, que estamos mal pero es verdad”. No por nada cantinflear es un verbo intransitivo que transita todas las lenguas, aunque carezca de traducción.
Para nuestra buenaventura, acudieron más de veinte mujeres para tejer chichis. Unas sabían tejer, otras no; sin embargo, el lenguaje corporal del tejido se aprende fácil, lo importante es observar, enfocarse en el movimiento de las manos, tal como John Singer, el protagonista de El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers, se enfoca en los labios. A veces en los grupos de tejido, donde muchas personas llegan sólo para desahogarse, me convierto en el mudo John Singer tan buscado porque escucha y con señas plantea preguntas en un extravagante juego mayéutico. El lenguaje no oral es más contundente. Y una vez más estábamos creando un círculo de tejido por primera ocasión en otro idioma.
Todavía no sé qué fue más emotivo, si la exposición de Ida en húngaro, con traducción simultánea al inglés para nosotras; si el afán compartido por recuperar prendas usadas por nuestros seres queridos para vestirlas tras ser intervenidas con ficciones textiles de autor; si las ganas de participar en una pieza de unas mexicanas que muchas de ellas aún no habían visto pero que la idea de integrarse a un tejido común las llamaba o sencillamente el placer de estar ahí, en una tarde de verano, tejiendo a mano alzada una comunidad. Ante nuestra incredulidad, acudieron por lo menos tres húngaras que hablaban perfecto español, quienes nos ayudaron a sortear uno que otro obstáculo lingüístico. Fue emocionante convivir en un grupo tan entusiasta y minucioso, en el que a nadie incomodaba los largos silencios en los que cada una por separado se enfrentaba al reto de la siguiente cadenita, hasta que de pronto una palabra ajena o propia irrumpía y todas, absolutamente todas, comprendíamos su significado. Tejer es un idioma y aquel día crecimos el cadáver exquisito que también son nuestras piezas; sobre todo, nos reflejamos en el trabajo de la artista Ida Czáspo, una mujer de setenta y muchos años que en la tercera de edad empezó a explorar su creatividad textil; disfrutamos de las habilidades tejeriles ocultas de algunas como Anikó y Zsuzsa, que trabajan en el Museo de Bellas Artes de Budapest, y quienes unos días después nos dieron algunos consejos in situ para disfrutar de algunas joyas de la colección permanente (como Predicación de San Juan Bautista de Brueghel El Viejo y los dibujos de Durero, mis favoritas) y entender un poco más sobre el desarrollo del barroco húngaro. Estos aprendizajes nos acompañaron ese mismo día en la exquisita experiencia en el balneario Széchenyi, cuando en las albercas y saunas y vapores nuestros cuerpos y emociones se distendieron tras una semana tan cargada de imágenes, datos, conceptos, paisajes, evocaciones. Aquella tarde en Dajer tejimos el preludio de nuestra estancia.
Si bien apenas el día anterior habíamos conocido a nuestra curadora y al equipo de la galería –a la cual llegamos caminando (40 minutos) en estos afanes (inconscientes) de trazar esas líneas en las que profundiza Ingold– nos relacionábamos como si fuéramos viejas conocidas y, en un sentido, lo éramos. Anna es socióloga y sabe desenmarañar sistemas y seguir los hilos, ha leído nuestro entramado y lo hilvanó en una muestra colectiva que expresa claramente su sensibilidad e inteligencia. Confieso que no imaginaba el montaje, también me sorprendió la belleza del tapete, desde que lo vi supe que ella estaba en lo correcto: cuenta una historia tan fantástica que es importante su difusión, entendí su afán por regresar a un periodo histórico tan estudiado en Hungría, pero “desde una perspectiva totalmente diferente que incluye a las mujeres y que des-heroiza la imagen de la Revolución de 1848”, como lo puntualiza Anna. Otra de sus inquietudes presentes e hilvanadas finamente es la crítica sobre la pérdida de autonomía de los espacios culturales y científicos (“en parte por la privatización y en parte por la insostenibilidad”, comenta, o debido al contubernio con los poderes establecidos).
Con esta exposición, Anna Százs buscó compartir su propia investigación académica, no sólo porque beneficia a la sociedad sino porque: “Han permanecido ocultas, a pesar de su considerable peso político-cultural”. Y eso lo observé al escucharla durante el recorrido que le ofreció a Rosario Molinero, la Embajadora de México en Hungría, quien se sumó junto con su asistenta Gabrielle, al taller que impartimos en la Budapest Gallery para tejer más Flores para Kati Horna. Me maravilló la manera sutil de nuestra curadora para entretejer ideas, tiempos, posturas y la frase que da título de la exposición (“Nadie cuestiona el lugar de los hombres en la revolución”) la recuperó de una entrevista, de 1970 para el Washington Post, a Kathleen Cleaver, la jefa de prensa de las Black Panthers; un guiño no sólo a la pieza de Eszter Kiskovács (“Caleb Duarte: Zapantera Negra. Encuentros artísticos entre las Panteras Negras y las Zapatistas””) sino al trabajo de todas las participantes y, sobre todo, un homenaje a las bordadoras del tapete floral del decimonónico húngaro. Escuchándola comprendí que el hilo conductor es que las obras de las artistas seleccionadas son en sí una declaración política y una apuesta por la comunidad, tal como lo fue en su momento la producción manual de este tapete que involucró a 160 mujeres. También, los trabajos contemporáneos de las artistas seleccionadas (Marina Naprushkina, Eszter Kiskovács, Malgrozata Mirga-Tas’s, Sophie Utikal, Sara Richter y Lana Desastre) parten de la colectividad y expresan que lo personal es político. Y no sólo eso, tal como lo explicó Anna, nosotras estamos convencidas de que los textiles son una forma de comunicación, si bien nos resulta un “sino natural”, toma otro tamiz cuando alguien que habla una lengua tan distinta al español lee nuestras acciones con tanta certeza y claridad. Escucharla hablar de los colores que usamos, del compromiso que ella sintió en los talleres, de nuestra amistad a pesar de vivir en distintas partes de México y del orbe, de la sensibilidad que supo apreciar en nuestra apertura al tejer y destejer, me comprobó que sí: Budapest era (es) el punto siguiente. Me conmovió escuchar cómo suena esa empatía en húngaro y cómo esa energía no se perdía en la traducción simultánea que Gabrielle hizo al español.
Esa otra tarde en la Budapest Gallery no sólo tejimos muchas flores, tejimos otros lazos y otros tiempos. Ahí sentada extendiendo in situ la pieza floral, me sentí la versión actual de aquellas señoras János Bohus y Antónia Szögyén, por las que más noche, al calor de unos mezcales, brindamos. Ellas, junto con Anna, eran las que nos habían enredado, siglos atrás, en esta historia que sé continuará.
Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México y Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016). Coordinó las antologías Oríllese a la izquierda y Mujeres (2019) y Mujeres. El mundo es nuestro (2021) ambas bajo el sello Universo de Libros.
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Posted: October 14, 2025 at 8:59 pm







