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Olivia De Havilland es eterna
COLUMN/COLUMNA

Olivia De Havilland es eterna

Miguel Cane

La primera vez que la vemos aparecer en Lo que el viento se llevó, cinta en la que encarna a Melanie Hamilton, Olivia De Havilland esboza una tierna y luminosa sonrisa, acto seguido se acerca a Vivien Leigh —la inolvidable Scarlett O’Hara— para saludarla con genuino (y por ello doloroso, como veremos conforme avanza la trama) afecto. Es Melanie el personaje que realmente tiene el verdadero corazón en la película, aguantando las múltiples perradas que deliberadamente le hace Scarlett con el afán de quedarse con el pusilánime Ashley Wilkes (encarnado con adecuada languidez por Leslie Howard). Es Melanie la única que le demuestra cariño, defendiéndola de todas las acusaciones fundamentadas (y de paso, ganándose el respeto y la admiración de ese irresistible sinvergüenza que era Clark Gable como Rhett Butler), para, al final, tundirle ella misma el tiro de gracia a Scarlett, al estar en su lecho de muerte, cuando le encomienda que cuide de Ashley, su marido, al que siempre supo que la otra codiciaba.

El personaje de Melanie se volvió arquetípico: la mujer con el corazón de oro y temple de acero, que se preocupa por los demás, al punto de la abnegación. Un gran trabajo, sobre todo si se toma en cuenta que Olivia, aunque muy ladylike, no tenía entonces (a los 23 años) y ahora, nada qué ver con el personaje que encarnó en su película más famosa, de la que —además— era, hasta hoy, la única sobreviviente.

Mucho se ha escrito acerca de su mala relación con su hermana (once meses menor), la también oscarizada actriz Joan Fontaine —de hecho, tienen la distinción histórica de ser las únicas hermanas que obtuvieron estatuillas doradas en años consecutivos— y cómo ésta devino en una “ley del hielo” que se aplicaron mutuamente por más de cuatro décadas, hasta la muerte de Joan, en 2013. Culpa de esto, se dice, la tuvo la notoriamente excéntrica madre de ambas, la inefable Lillian Fontaine, exactriz severamente neurótica, que nunca se ajustó a haber dejado su Inglaterra natal por Japón, donde el marido y progenitor de su talentosa prole tenía negocios bancarios y a la primera oportunidad que tuvo, le aplicó el abandono de hogar, llevándose a las dos criaturas y estableciéndose en Los Angeles a principios de los años 20, primero con la intención de ser ella misma una estrella del cine mudo y al no lograrlo, dedicándose a preparar a sus retoños para alcanzar la fama, algo que no paró hasta conseguir, llevándolas a incontables clases de danza, euritmia, solfeo (aunque Olivia siempre dijo que no podía entonar una nota y por eso jamás hizo un musical, aunque se muriera de ganas) y todo tipo de disciplina relacionada con el arte dramático.

Años y años de oprobios, humillaciones públicas, rabietas (principalmente de Joan, que la noche que recibió su único Oscar, por Sospecha, de Hitchcock, dejó a su hermana con la mano extendida delante de medio Hollywood) y anexas, sirvieron para crear una leyenda negra de acrimonia entre ambas. No obstante, Olivia nunca hizo comentarios salaces o crueles acerca de su hermana, al menos en público, mientras que Joan (que saltó a la fama en 1940 como la frágil Mrs. DeWinter en Rebecca, también de Hitchcock) no tuvo empachos para alimentar ocasionalmente a la maledicencia con detalles del psicodrama familiar que arrastraban desde que eran unas párvulos.

Olivia, durante sus años como actriz —que fueron muchos, debutó en 1935 y su última actuación ante la cámara fue en 1989— fue siempre una figura tan sutil como efectiva. Si bien es cierto que le ofrecían principalmente papeles de mujer buena y valiente, como la Doncella Marian (al lado de Errol Flynn como Robin Hood, que quiso meterla a la cama muchas veces, pero ella nunca se dejó) también buscó siempre que fuera posible, empujar los límites que la constreñían, haciendo cosas realmente atrevidas para la época, como hacer de gemelas idénticas (una de ellas, además, asesina psicópata) en El espejo oscuro de Robert Siodmak o como un ama de casa dulce y sensible que sufre violento colapso mental y acaba en el manicomio en Nido de Víboras, de Anatole Litvak, o como una chica fea e insegura que paga el precio de ser rica, más no estúpida, en La heredera, acompañada por el hermoso y maldito Montgomery Clift dirigida por el magistral William Wyler y por la que obtuvo su segundo Oscar.

Olivia, que en la vida real fue la mejor amiga y cómplice todoterreno de la mismísima Bette Davis,  también era una rebelde: tuvo sus affairs d’amour (hubo uno muy sonado con John Huston) y también rompió corazones, incluyendo el de Jimmy Stewart —con quien salió dos años y le devolvió anillo de compromiso por soso— y el de Emilio “El Indio” Fernández, que tanto le neceó, que cuando ella le dio calabazas, acabó por ponerle “Dulce Olivia” a la calle en la que vivía él en Coyoacán (uno supone que, entre otras cosas, no lo quiso por feo y además, cuando se encaprichó con ella, estaba casada con su primer marido, el escritor Marcus Goodrich).

No solo eso, Olivia también se puso al tú por tú, sin pudor alguno, contra los estudios Warner Brothers, que se negaban a liberarla de un leonino contrato que había firmado con ellos en 1935, así que en 1943 los llevó ante la Suprema Corte de Justicia, consiguiendo que se modificara el artículo 2855 del código laboral de California, que ahora prohíbe que un contrato de prestación de servicios entre una empresa y un particular, exceda los siete años antes de renovarse de común acuerdo, quedando invalidado de no haber consenso. A esto se le conoce como la “Ley De Havilland” y aunque salió victoriosa, pasó algunos años reducida a ser una paria muy bien vestida, todo por haberse puesto con Sansón (en este caso, el studio system, que regía con método terrorista y mano de hierro la vida de incontables figuras del cine) a las patadas y haberles ganado.

Hacia los años 60, Olivia tuvo sus últimas intervenciones como leading lady en cine, con un trío de películas interesantes: la simpática y tierna La luz en la plaza, en la que es la madre de una jovencita (Yvette Mimieux) con leve retraso mental, misma que, durante un viaje por Italia, se enamora de un guapo muchacho local (George Hamilton) y entra en conflicto acerca de decir la verdad o no, mientras la corteja el coqueto padre del chico (el irresistible Rossano Brazzi); la escalofriante Canción de cuna para un cadáver, que la reunió con su íntima amiga de la vida Bette Davis y donde se dio el lujo de hacerle de villanaza malévola con atuendos muy chic y peinados de alto crepé y Lady in a Cage, cruza entre el thriller modernista, la denuncia social y las cintas de explotación (con dosis pasadas de tueste de sadismo) en la que es una aristócrata de educación exquisita que es salvajemente torturada por drogadictos en plena ansiedad, al quedar atrapada en un ascensor doméstico.

Desde 1955, antes de que naciera su hija Gisèle, fruto de su segundo matrimonio con el fundador de Paris Match, Pierre Galante, Olivia —que dejó el cine por la TV y se ganó algunos premios más por ahí— residió en París, solo haciendo viajes a Hollywood cuando hacía falta.  Ella estuvo ahí al lado de Bette Davis cuando ésta murió en 1989 en un hospital de la ciudad luz, con cincuenta años de amistad entre ellas.

Olivia se mantuvo activa desde su retiro, se dedicó a cartearse con sus fans, fue la miembro votante más longeva de la Academia y hasta le metió una demanda a Ryan Murphy por representarla sin su autorización en su programa de TV Feud, encarnada por Catherine Zeta-Jones, argumentando que era una falsificación de sus palabras y una mala representación de su persona (por cierto, ganó). Y fue en París donde celebró el 1 de julio su cumpleaños 104, muy lúcida y contenta, montando aún en bicicleta y cuidándose de la pandemia.

Al dejar este plano y trascender al cosmos, convertida literalmente en una estrella, se cierra el último vestigio de lo que fue un Hollywood que nos dio tanto a todos los cinéfilos del mundo. Quizá muchos no supieran quién era, pero su huella es permanente. Olivia de Havilland es eterna, como el cine.

 

Miguel Cane es autor de la compilación Íntimos ensayos y de la novela Todas las fiestas de mañana. Es colaborador de Literal. Su Twitter es @aliascane

 

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Posted: July 27, 2020 at 7:48 pm

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