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PLASTIC ISLAND

PLASTIC ISLAND

Ana García Bergua

 Si algo recuerdo que siempre me causó conflictos, fue el amor de mi madre por el plástico. Me causaba conflictos porque en el fondo entendía su entusiasmo: una mujer nacida a finales de los años veinte, que vivió la guerra de España –no llegó a México sino alrededor de los dieciocho años–, amante de la lectura y que buscaba con denuedo acortar el tiempo de las obligatorias tareas domésticas. Para ella el plástico representaba la salvación de las mujeres, la liberación de sus esclavitudes: no se rompía, era limpio, ligerísimo, barato, de cualquier color imaginable y las telas de plástico no se planchaban gracias al fabuloso wash and wear. Los colores del plástico, aunque hijos del negro petróleo, eran alegres y compraban tiempo. Sólo quien fue niño en México antes de 1970 sabe que muchos colores eran difíciles de encontrar si uno no tenía medios para comprar en tiendas caras o viajar a Estados Unidos. Es paradójico pensar que los colores fabulosos de los mercados mexicanos que reprodujeron tantos pintores, no se encontraran en la ropa: los zapatos, por ejemplo, eran negros, cafés, azules o rojo oscuro, quizá porque la industria nacional era seria y solemne. Por ello recuerdo mis juguetes de plástico de colores y su olor irresistible, las Barbies con su miradita fría y malévola mostrándome sus zapatitos de tonos infinitos de violetas, rosas, verdes, amarillos, que combinaban con los trajecitos, oh, y los vestiditos y los pantalones acampanados. El plástico era realmente fascinante, lo digo en serio y nadie me creerá. El mundo era antes y después de la alegría del plástico.

Pero en los años setenta me tocó ser de la generación de lo “natural” y así me rebelé contra mi madre y el plástico, y en la casa hubo que planchar camisas de manta y algodón bordadas con hilos teñidos de cochinilla y añil. Y mamá se desesperaba. Es muy bonito, decía, pero hay que plancharlo. Y yo veía en sus ojos la desesperación de los años en que planchaba y planchaba, a ella que le gustaba cocinar, sentarse a leer y conversar. Pero la juventud es implacable y uno prefería la cerámica antes que el plástico, el shampoo de miel de abeja, la marihuana súper natural al whisky tan procesado, los huaraches de llanta, las canciones de protesta, la granola en el desayuno y todo eso que se terminó vendiendo en las tiendas naturistas de la glorieta del metro Insurgentes. Y a pesar de las efímeras modas y los movimientos sociales que siempre acarrean sus respectivos aditamentos simbólicos perecederos o no, el plástico siguió su camino sin obstáculos.

Después vino el neoliberalismo y nos alevantó, los agogós, los naturistas y los demás, y así el plástico encontró su razón de ser, pues entre todos los seres y las cosas que ocupamos este planeta, el plástico es el más neoliberal de todos: es un seductor, hijo de la inercia que no se detiene y el afán por la expansión y el crecimiento sin límites, el futuro le importa un comino porque él es el dueño del futuro y es prácticamente imposible desterrarlo de nuestras vidas. Su ligereza pesará sobre nosotros más que una roca de mil toneladas y su limpieza ha ensuciado todo el planeta. Hace algunos años escribí sobre la invasión de las bolsitas de plástico y evocaba la bolsa de plástico que baila con el viento al final de la película American Beauty, dirigida por Sam Mendes en 1999, cuyo actor principal, Kevin Spacey, ha sido recientemente desterrado del mundo moral. Desde entonces esa bolsita parecía estar celebrando un triunfo siniestro: 19 años después de la película, tenemos isla de plástico en el Océano Pacífico. Literalmente, el plástico ocupa un territorio, como los enemigo de las guerras y los invasores de los imperios; un enemigo silencioso e invencible que no necesita de nada para sobrevivir, a excepción de nuestra comodidad, la inercia que nos hace pasarnos todos los días, de mano en mano, bolsitas, vasitos y pendejaditas (perdón por mi francés) de plástico. Seguramente en esa isla está el vaso verde de mi chocomilk, nuestros juguetes, la ropa que nos negamos a planchar, las llantas de nuestros autos, el pasado inerte del que los arqueólogos, en un futuro cada vez más improbable, leerán nuestra ingenuidad. Después de analizar, fechar y escrutar aquel infierno de bolsitas, vasitos y suelas de tenis dirán: todos eran igualmente idiotas y adoraban los colores, los colores del plástico que cuando invaden los campos y los ríos se vuelven, paradójicamente, sucios y tristes como cualquier casa después de una borrachera.

Así como amó la novedad del plástico, mi madre vivía las paradojas de quien había sufrido la escasez de la guerra, por lo que era extremadamente frugal y no tiraba nada, de manera que conservó sus tazas de plástico hasta el final. Gracias a eso pude saber de manera tangible que el plástico no se deshace nunca, o por lo menos en 20 años no lo hizo. Un artista que se llama Daniel Webb ha creado un mural con todo el plástico que usó a lo largo de un año y el resultado es impresionante y deprimente a la vez, todo junto.

La isla de plástico ocupa un espacio enorme en el océano y también a últimas fechas la tengo en la mente. ¿Qué hacer? Trato de imaginar helicópteros potentísimos, enviados por unas potencias mundiales que se olvidan de las armas nucleares y ponen todos sus recursos al servicio del planeta, los cuales limpiarán ese plástico y lo llevarán a reciclar, pero me temo que el ser humano no es así. Antes de que nos demos cuenta, nos estarán llevando a todos, quizá, a vivir a un lugar llamado Plastic Island, entre las ruinas de nuestro pasado y algún pez, ese sí, de colores verdaderos.

Ana García Bergua  Es escritora y ha sido  galardonada  con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos.

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Posted: April 24, 2018 at 10:45 pm

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