Ahora que la COVID no existe
Andrés Ortiz Moyano
Me he apostado con mi querida y admirada editora un litro de gasolina, ahora que es artículo de lujo, que esta columna va a ser la menos leída en la historia de Literal Magazine. El motivo ya asoma en el titular, pues se alza enhiesto un nombre desagradable, hostil, al que no queremos dedicar un sólo segundo más de nuestras vidas. Demasiado nos ha robado ya para susurrar siquiera su ominoso nombre.
Está perfectamente identificado en psicología que el ser humano tiende a solapar sus experiencias traumáticas con el olvido. Amnesia disociativa se llama, y puede durar desde días hasta décadas. Es algo natural y probado, e incluso bueno para alcanzar siempre el fin último del homo sapiens: sobrevivir a su entorno hostil.
Con la COVID (maldita bicha) se ha confirmado este precepto. Desde el momento en que, gracias a las vacunas, estamos y, sobre todo, nos sentimos más seguros, comenzamos a porfiar porque la normalidad volviera a nuestras vidas de forma acelerada y sin retrovisores. Valga el siguiente ensayo: hoy, en marzo de 2023, tres años después de aquel horrible idus en el que nos convertimos en reos involuntarios, según la OMS ha habido más de medio millón de contagios en las últimas dos semanas y 682 muertes en un sólo día.
Pero ya da igual; nuestro cerebro ha decidido que la COVID no existe y que estamos a otra cosa. ¿Es esto malo? ¿Grave? ¿Irresponsable? ¿Incluso mezquino? Me imagino al médico con la careta esa de pájaro en la edad media recogiendo cadáveres en una carretilla y encogiéndose de hombros: pues habrá que tirar para adelante, ¿no?
La cuestión quizás no sea tanto detenernos a meditar si está bien, mal o regular desde el punto de vista ético, no tanto científico, cuando ya hemos tenido que detenernos demasiado en los tiempos de la reclusión en nuestras mazmorras con Netflix y sí pensar qué es lo que nos hemos cepillado por el camino. Ah, y recuperarlo si se puede.
Y en este sentido, mucho me temo que el atropello sistemático de libertades que hemos padecido y permitido en occidente es terrible.
Se podría argumentar que en momentos desesperados tocan ejecutarse acciones desesperadas. Pero caer en esa tentación facilona revela una acondroplasia mental incompatible con la higiene democrática. En España, por ejemplo, el Congreso y el Senado suspendieron casi la totalidad de su actividad; un hecho inaudito que ni en tiempos de guerra. Y que, por cierto, sirvió, además, para que el ejecutivo hiciera y deshiciera a su antojo sin control parlamentario. La deriva totalitaria de un gobierno socialista preso de sus socios comunistas y del fascio nacionalista ha sido una constante durante estos años. Como la masa viscosa de La balsa de Stephen King, el presidente Sánchez ha ido deteriorando todos y cada uno de los pilares institucionales que garantizan un estado de derecho sano.
Pero lo terrible en puridad no son los ademanes autoritarios de cualquier gobernante, sino la parsimonia y aceptación borreguil del electorado. Así es, usted y yo. Resulta sobrecogedora la naturalidad con la que asumimos cómo se dinamita la separación de poderes.
Al igual que cuando en una pelea se va subiendo el tono de los insultos y bajarlo es más que complicado, con la pérdida de libertades pasa lo mismo: cuanto más alto está el listón de la censura más difícil resulta recuperar el terreno perdido. Sobre todo porque a unos, los que mandan, les interesa elevarse en sus poltronas de poder, mientras que, a otros, nos encanta que nos pongan más cadenas en el fondo de nuestro pusilánime corazón.
Honestamente, tengo serias dudas de que sea posible una regeneración política y liberal. Los índices de salud democrática en occidente han sufrido ya una calamitosa caída en países, hasta la COVID, poco sospechosos más allá de alguna esporádica y tolerable corruptela. Por cierto, en el club de los maleantes (ya saben, China, Venezuela, Irán, la Corea chunga…) la pandemia ha servido para meterle más fuego al infierno. ¿Es casualidad que en estos países las tasas de mortalidad hayan sido en conjunto mucho mayores que en estados democráticos?
Sin embargo, ahí está el reto. ¿Cómo abonar de nuevo el huerto de las libertades, especialmente dando ejemplo a las nuevas, radicalizadas y polarizadas nuevas generaciones? ¿Cómo volver a convencernos de algo tan intangible de que un mundo libre y exigente es mucho mejor que otro aletargado y con bozal? Quizás, permítanme la boutade, sea un verdadero acto de fe. Un acto de fe tan improbable como el haber tumbado una terrible pandemia global, a un verdadero jinete del apocalipsis en tiempo récord gracias a la ciencia, el rigor y el esfuerzo. Con sus errores, faltaría más, pero con la determinación suficiente como para saber que el objetivo siempre fue recuperar nuestra capacidad de respirar, de movernos, de volver a vivir.
Si usted opina que el precio de disfrutar de una vida plena en que el individuo sea dueño y señor de su porvenir no es lo suficientemente hermoso y motivante como para tomar la iniciativa, es que sigue contagiado. Pero no tema, hay esperanza. Ahora que la COVID no existe, tenga fe.
-Imagen Creative Commons
Andrés Ortiz Moyano, periodista y escritor. Autor de Los falsos profetas. Claves de la propaganda yihadista; #YIHAD. Cómo el Estado Islámico ha conquistado internet y los medios de comunicación; Yo, Shepard y Adalides del Este: Creación. Twitter: @andresortmoy
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Posted: March 14, 2023 at 6:49 pm