La palabra que empieza por V
Sandra Lorenzano
1.
“Si estás muy viejo choto, inyectate un poco de libertad”, dice Fito Páez. Él acaba de cumplir 60; yo, 63. No soy la mayor en este auditorio de Las Palmas, con vista el Atlántico, en el que estoy escuchándolo, pero seguramente entre los que cantamos a voz en cuello y nos paramos a bailar a la menor provocación, tampoco somos muchos los que andamos en el sexto piso. “Viejo choto nunca”, agrega. “Inyectate un poco de libertad”. Ni vieja chota, ni vieja loca, ni vieja ridícula. O sí, todo eso al mismo tiempo. Un poco de libertad. Con o sin canas, con o sin las carnes que se caen (San Lucien Freud, modera tu crueldad), con o sin esos olvidos repentinos que hacen que quieras darte la cabeza contra la pared. “El amor después del amor tal vez se parezca a este rayo de sol…”. Treinta años de ese disco celebramos Fito y yo. Hace treinta años yo criaba a una hija de seis, daba clases, leía mucho e intentaba escribir. Con miedo. La escritura, digo. Hoy hago más o menos lo mismo. Y el miedo sigue ahí. Pero ahora con menos tiempo, con más ansiedad. “Soy pisciano -asume Fito-: organización y caos, todo a la vez”. Buena manera de mirarme también, aunque no confíe demasiado en la astrología. No me saquen de mi rincón, de mi ventana y mis jacarandas. No me saquen de la rutina del café y las palabras en la madrugada. Salvo que llegue el único caos al que anhelo recibir: el deseo. Fiesta de las pieles, amanecer de piernas entrelazadas. Se te olvida la edad que tienes, me dijeron con violencia alguna vez. No, no se me olvida. Por eso le abro las puertas al deseo cuando llega, si llega.
“Y cuando me pierdo en la ciudad / Vos ya sabés comprender / Es solo un rato, no más / Tendría que llorar o salir a matar”. Organización y caos. Miedo y aliento amoroso. La escritura está ahí. Inyectate un poco de libertad.
Vieja chota, vieja loca, vieja ridícula.
Y sí, capaz que sí.
2.
A los 15 años quería ser Simone de Beauvoir. A los 20 me di cuenta de que Sartre salía sobrando. A los 30 preferí el modelo Susan Sontag. Me deslumbró Estilos radicales, y Anne Leibovitz no estaba mal como compañera de vida. Hoy quisiera ser Nora Ephron. Pero no la mujer engañada que ella convirtió en protagonista de la “comedia” agridulce Se acabó el pastel, sino la sabia y divertida de No me acuerdo de nada. No he parado de reírme desde la primera página. Me río con los ojos llenos de lágrimas. Lágrimas de risa y de las otras. Cuando pienso que lo azotado y melancólico me viene por el lado judío -ya saben, Walter Benjamin y el signo de Saturno, Pizarnik, Primo Levi, Paul Celan, todos suicidas-, me acuerdo de Nora Ephron. También de Woody Allen, aunque ahora no sea políticamente correcto mencionarlo. ¡Es verdad, el humor judío existe! ¿No estaré ya en edad de dejar que aflore? ¿No estaré ya en edad de empezar a reírme públicamente de mí misma? Y digo públicamente, porque en privado lo hago desde siempre. Como bien dice mi amiga Marisel, es difícil tomarse en serio cuando una mide un metro y medio. De esa idea nació su desopilante “Monólogo del petiso”. Vale aclarar que también ella mide un metro y medio, así que sabe de lo que habla.
Escribí “¿No estaré ya en edad…?”, y de eso se trata No me acuerdo de nada,[1] un delicioso libro que Ephron escribió cuando tenía sesenta y nueve años, y publicó poco antes de su muerte, a los setenta y dos.
Ahí están las traiciones de la memoria que nos llegan con el tiempo: no recordar el título de un libro, el nombre de un escritor, la cita con el médico, ver una película por segunda vez y sentir que jamás la habíamos visto… ¿¿Dónde dejé las llaves?? ¿Y los anteojos? “Antes creía que mi problema era que tenía el disco lleno; ahora me veo obligada a reconocer que en realidad me pasa lo contrario: que se está vaciando.” (p. 14)
Como a ella, hace años que las cosas se me olvidan. Aunque aún no he llegado a sus extremos: “En un centro comercial de Las Vegas, una mujer muy agradable se me acercó, sonriendo y con los brazos abiertos, y pensé: ¿Quién es esa? ¿De qué la conozco? Cuando abrió la boca vi que era mi hermana Amy. Pensarán ustedes: Bueno, ¿cómo iba a saber que su hermana estaba en Las Vegas? Lamento decirles que no sólo lo sabía sino que había quedado con ella en ese centro comercial.”
No he llegado a esos extremos, decía, aunque hace un par de semanas felicité a mi padre el 7 de julio, cuando su cumpleaños es el 8. No sólo yo estaba convencida de que era el día correcto (en mi descargo debo decir que acababa de cruzar el océano y estaba muy lejos de mi habitual huso horario) sino que lo convencí a él también. “¡Feliz cumple, papi!”, le dije al teléfono. “¿Cómo? ¿Ya es 8?” “¡Claro!”, le contesté, como si fuera el mismísimo Gregorio XIII manejando los calendarios a su antojo. “¡Ah! Entonces, gracias, hija.” Hay que reconocer que todos en esta familia ya estamos mayores.
Vuelvo al comienzo: no quiero ser la Nora Ephron que todo lo olvida. Quiero ser la que es capaz de reírse de ello. ¿Podré algún día?
Sonreí a lo largo de casi todo el libro. En algunos momentos pasé a la carcajada incluso (ya se sabe: mal de muchos…), pero el cierre me hizo lagrimear. Tal vez un poco más de la cuenta.
La culpa la tiene el capítulo llamado “La palabra que empieza por V”. “Soy vieja -dice-. Tengo sesenta y nueve años”. ¡Touché! A esa edad murió mi madre. Y murió cuando sus olvidos empezaban a ser ya demasiado notorios para todos, y creo que especialmente para ella. “Supo cuándo tenía que morirse”, me han dicho más de una vez. Quieren decir: antes de haberlo olvidado todo, de haberse olvidado incluso de sí misma, como le pasó a mi abuela. No dejen nunca, por favor, que me olvide de mi hija, que deje de reconocerla.
En las últimas páginas, Nora Ephron hace dos listas: “Cosas que no echaré de menos” (“La piel seca. Las cenas indigestas, como la de anoche. El correo electrónico…” y sigue) y “Cosas que echaré de menos” (“A mis hijos. A Nick. La primavera. El otoño. Los gofres. El concepto de gofre…”). Dos listas que son, como el resto del libro entrañables, graciosas y melancólicas.
Quizás debería hacer mis propias listas antes de que se me olvide lo que me gustaría poner en cada una. Por las dudas, anoto ya el cumpleaños de papá.
Hoy me deshueso ante ustedes. Verán ustedes huesos escritos.
Juan Ramón Jiménez, Vida[2]
No el cuerpo. Ni siquiera el rostro completo. No. Es sólo una línea junto a la comisura derecha. Ahí está hoy acechando la vejez.
Hago gestos frente al espejo: una sonrisa a medias disimula el pliegue. La seriedad es insostenible: la piel distendida cae derrotada.
Mi abuela cortaba su imagen de las fotos familiares. No quería que la recordáramos como una mujer vieja. Pero todos nosotros llevamos tatuados el dolor por su dolor ante la muerte del hijo y esa mirada que ella arrancaba.
Dije: una novela. Hubiera sido divertido contar historias ligeras sobre sesentonas irreverentes. Pero escribir es una aguja bajo la piel.
El pliegue
como vértigo de lo banal
me lleva a una lectura antigua sobre Juan Ramón. En el Caribe luminoso del exilio, sentía la incomodidad de un cabello enterrado bajo una uña del pie.
Desesperante bordado con olor a pólvora, a hospital, a libros que se esconden por si algún día. Me deshueso ante ustedes. Está allí, como alfiler, clavada la distancia.
Borrarla de la comisura.
Arrancarla del espejo.
Historias ligeras.
Quizás.
[1] Nora Ephron, No me acuerdo de nada, traducción de Catalina Martínez Muñoz, Barcelona, Libros del Asteroide, 2022. (Título original: Remember nothing, 2010)
[2] Citado en https://elpais.com/cultura/2014/03/14/actualidad/1394801088_327470.html
-Foto de Nathan Dumlao en Unsplash
Sandra Lorenzano es narradora, poeta y ensayista “argen-mex” (nació en Buenos Aires, Argentina, y vive en México desde 1976). Doctora en Letras, es creadora honorífica del Sistema Nacional de Creadores de Arte, profesora de la UNAM y del Middlebury College Vermont. Es Presidenta de la Asamblea Consultiva del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED) y colaboradora de diversos medios nacionales y extranjeros. Produce y conduce semanalmente el programa “Violeta y oro” en Radio UNAM.
Entre sus libros se encuentran los poemarios Vestigios (Pre-Textos) y Herencia (Vaso Roto Ediciones), así como las novelas Saudades (Fondo de Cultura Económica), Fuga en mí menor (Tusquets), La estirpe del silencio (Seix Barral) y El día que no fue (Alfaguara).
Recibió en 2023 el Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura, con Abismos, quise decir.
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Posted: August 2, 2023 at 8:37 pm