Alejandro González Iñárritu
Edgardo Bermejo Mora
A propósito de la designación de Alejandro González Iñarritu como integrante de El Colegio Nacional, primer cineasta en lograr tal reconocimiento trascurridos ochenta y dos años desde su fundación en 1943, presento aquí unas líneas sobre su más reciente película: Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022).
- El testigo
Un personaje talentoso e inteligente, un intelectual con fama y reconocimiento, regresa a México tras más de veinte años de vivir en otro país. El regreso es otro viaje en sí mismo: un viaje interior que sucede al largo viaje exterior del emigrado exitoso. El itinerario de ese regreso lo lleva al centro de su pasado y a observar el presente desde una mirada crítica que abreva de todo lo aprendido, gozado y sufrido en el camino.
Es el regreso al mismo tiempo una oportunidad para hacer el recuento memorioso de su vida, y un reencuentro emocional e intelectual con el mapa inestable de sus identidades: de las más íntimas –relacionadas a la historia familiar– a las más simbólicas, que intentan descifrar el presente y el pasado del país al que regresa: sus viejos y nuevos símbolos, sus viejas y nuevas atrofias, y el cúmulo doloroso de sus complejidades.
El personaje que regresa descubre un país distinto al que dejó. Se detiene a observar aquello que subsiste en el subsuelo de la realidad nacional y aquello que se le ha agregado en el presente, aquello de lo que él aún forma parte y aquello de lo que ya se siente ajeno. La experiencia de este regreso es la materia prima con la que delimita las coordenadas de su relato, en el que lo real y lo ficticio dialogan y se entrecruzan como ocurre en nuestros sueños: la falsa crónica de unas cuantas verdades.
Lo anterior podría ser una manera de explicar Bardo. En realidad reproduzco el argumento central de la novela El testigo de Juan Villoro (Anagrama, 2004).En la novela de Villoro, Julio Valdieso -un intelectual mexicano que ha vivido en Europa por más de dos décadas- regresa a México en los albores del siglo XXI, a un país en plena transición democrática tras la derrota del PRI en las elecciones presidenciales del año 2000.
El texto de la cuarta de forros que presenta a la novela podría ajustarse con todas sus letras a la película de González Iñarritu: “esta vuelta a un presente muy distinto del que dejara cuando se fue, se convertirá en una oportunidad de descifrar su pasado, el de su familia, el de su país. (…) Porque Julio, como todos los exiliados, vuelve a ese tiempo extraño de los regresos, un pasado siempre presente donde uno se encuentra con el fantasma de lo que pudo ser”.
“Valdivieso ha vuelto a una Ítaca azotada por los certeros embates del crimen organizado -continua la cuarta de forros- y la política entendida como conspiración, a un México donde las cuentas mal saldadas de la Revolución regresan con aire de tragicomedia, donde la épica se vuelve telenovela. Irónica revisión de los mitos y de la condición mediática del mundo contemporáneo, exultante reivindicación de la poesía como sustrato perdurable en el caos de la historia”.
Silverio Gama, el personaje protagónico de Bardo, el multi premiado y mega exitoso periodista y documentalista mexicano que reside desde hace veinte años en Estados Unidos con su familia y regresa a México para celebrar un premio más, es primo hermano de Julio Valdivieso.
Concebido como alter ego del director y coguionista de la película –e interpretado por Daniel Giménez Cacho en el que me parece el mejor desempeño actoral de toda su carrera– Silverio Gama hace del regreso a su país y del recuento de su vida desde su lecho de muerte, tras una embolia, un viaje mitad onírico mitad real al centro de su historia, y un examen de su doble identidad como mexicano y como migrante de cuello blanco que reivindica y exige que se le considere también a Estados Unidos como su propia casa. Silverio Gama es, también, Artemio Cruz.
“¡Qué intoxicada delicia estar en México!” exclama Julio Valdivieso (p.33) en la novela de Villoro. Esta línea podría aparecer como epígrafe en la película de González Iñárritu. Silverio Gama, como Julio Valdivieso, podrían también suscribir esta otra línea de la novela referida al encuentro de su protagonista con la ciudad de México tras años de ausencia: “la ciudad se había desplomado sobre sí misma, con el alarde de una poderosa civilización vencida”. (p.314). No recuerdo con exactitud la frase, pero en la secuencia de Bardo en el que Silverio Gama dialoga en una azotea con su despechado amigo conductor de televisión, éste le comenta: “¡Que pinche fea es esta hermosa ciudad!”.
En otro pasaje de la novela Julio Valdivieso acude a un funeral y se encuentra con muchos conocidos de su pasado: “Julio abrazó a conocidos que podrían no serlo, veinticuatro años cambian tanto a las personas. Sonreía con la amabilidad descolocada de alguien que mira a extraños”. (p.322). Esta escena tiene un gran parecido con la secuencia del salón California Dancing Club en la que Silverio se encuentra con viejos amigos que parece ya no reconocer, o que le reprochan por ya no acordarse de ellos.
Ambas, la novela y la película, se mueven, cito a Villoro, entre “espectros, sombras de voces, rostros parecidos a recuerdos, apariciones”. (p.322). Justamente en la citada secuencia de Bardo, Silverio Gama se encuentra con el fantasma de su padre en los baños del salón de baile, como Hamlet y el fantasma de su padre a las puertas de Elsinore, como si fuera Juan Preciado al llegar a Comala en busca de su padre, un tal Pedro Páramo.
En ese sentido Bardo se acoge a dos temas recurrentes de la cultura universal: el viaje de regreso a un lugar que ya no puede ser el mismo, el retorno imposible a Ítaca que inaugura para Occidente el Ulises de la Odisea, y el viaje en busca del padre y del origen. Bardo, es, como en el cuento de Carpentier, un “Viaje a la semilla” que se cuenta de adelante para atrás.
Ignoro si González Iñárritu conoce la novela de Villoro, pero los paralelismos resultan sumamente estimulantes. La densidad verbal, anecdótica y analítica en la novela de Villoro es el equivalente a la densidad visual, poética y sonora de Bardo.
- La jaula de la melancolía
Imaginemos una breve reseña de Bardo que describiera la trama de la película desde una perspectiva antropológica:
Silverio Gama, un periodista famoso y multipremiado que regresa a su país tras más de dos décadas de ausencia, “encarna al estereotipo del antihéroe mexicano que lleva dentro, incrustado en su ser profundo e inconsciente, un alter ego (González Iñárritu) cuyas raíces se hunden en la noche de los tiempos y se alimentan de antiguas sabias indígenas. Un ser atrapado en un nudo de complejos psicológicos y de tensiones filosóficas que surgen de los insondables pozos del alma colectiva y que, al hacer el repaso onírico de su vida, convoca a importantes corrientes de ideas: el surrealismo, el psicoanálisis y el existencialismo, hasta sumergirse en las aguas de la infancia y teñir de angustia a su presente”.
Si tuviera sentido una reseña así, es porque, entre muchas otras cosas, Bardo es también un ensayo antropológico que explora en los temas de la identidad y sus metamorfosis. Una película que acude a la gramática visual del cine para exponer la visión del director sobre el México contemporáneo y sobre la mexicanidad misma -que encarna y padece el protagonista- entendida ésta como un objeto inestable, subjetivo, fluido, íntimo y en permanente transición.
Lo más curioso de esta “falsa reseña antropológica de unas cuantas verdades nacionales” que propongo, es que reproduce casi en su integridad un párrafo del célebre estudio de Roger Bartra sobre los mitos intelectuales de la identidad nacional (La jaula de la melancolía, identidad y metamorfosis del mexicano, Grijalbo, 1987). Por eso la entrecomillé y la puse en cursivas, porque no es una reseña de Bardo sino la cita de un libro que, para más precisión, corresponde a la página 110. Sostengo por lo tanto que existen diversas correspondencias, contrastes y similitudes entre Bardo y La jaula de la Melancolía.
Como en el caso de la novela de Juan Villoro, ignoro si González Iñarritu abrevó del ensayo de Bartra a la hora de concebir su nueva película, o si este diálogo imaginado entre la película y el libro es totalmente involuntario, fruto de mi más descabellada especulación.
Sé al menos -porque así queda asentado en la secuencia de Hernán Cortés en el Zócalo capitalino- que Octavio Paz ocupa un lugar en el guion de la película. De manera que, si El laberinto de la soledad es parte de la bibliografía de la cinta, quiero imaginar que el director se siguió de largo en sus lecturas y leyó el libro de Bartra que es, entre otras cosas, un lúcido examen critico de las aseveraciones de Paz.
Una de las tantas pinceladas surrealistas de Bardo -que se esbozan tanto al principio como al final de las película- alude a la figura del axolote (ajolote en castellano, aunque para nosotros “axolote” se escribe con x, como “México” y no “Méjico”), que es precisamente la representación simbólica que guía de cabo a rabo el estudio de Bartra sobre nuestra identidad.
El axolotl (en náhuatl) -criatura cien por ciento mexicana- representa en el libro de Bartra la metáfora más elocuente de nuestra identidad: la larva indecisa de una salamandra que tiene la capacidad de aplazar su metamorfosis, un ser acuático único e inclasificable que no es ya el ser larvario del origen, pero tampoco es la salamandra de su destino. A mitad de camino entre el agua y la tierra, el axolote es una promesa de anfibio que representa el eterno mestizaje de “lo mexicano”, una criatura con branquias de pez y patas con dedos que “ni nada como el bagre ni corre como el gamo”, un ser en permanente transición, justamente como lo es nuestra identidad… y la de Silverio Gama.
“Su misteriosa naturaleza dual (larva/salamandra) -escribe Bartra- y su potencial reprimido de metamorfosis, son elementos que permiten que este curioso animal pueda ser usado para representar el carácter nacional mexicano”, (p.22).
Si tal cosa representa el axolote para Bartra, González Iñárritu acude a la misma figura para explicar el extravió identitario del hijo adolescente del protagonista. Un chico nacido en México, pero criado en Estados Unidos, que adopta al inglés como su lengua principal, y que al emigrar a California con su familia se lleva en la maleta lo que más apego le provoca de su origen mexicano: los axolotes de su pecera y de su infancia.
Los axolotes naturalmente mueren en el camino, el chico los guarda debajo de su cama hasta que la peste de su descomposición lo obligan a esconderlos en la nevera. Poco después, un día que su madre cocina pescado frito, imagina que se está comiendo a los axolotes -es decir, a su identidad pasada- y vomita y se trauma y sufre sin que su padre -un Pedro Páramo por lo regular ausente- jamás se entere.
La trama nos hace suponer que, para compensar su ausencia tras la confesión del hijo, un buen día Silverio Gama compra unos axolotes que estarían destinados como regalo para su hijo y así compensar su ausencia, a no ser poque que en el camino sufre una embolia, y en ese trance él mismo se transforma en un ser acuático, un anfibio que se mueve entre el agua de la vida y la tierra de la muerte que ya se anuncia.
Silverio Gama es pues el axolote, la encarnación de nuestra identidad anfibia, la quinta esencia híbrida del mexicano extraviado en los laberintos de su embolia, de su ego, y de su soledad agónica.
De ser así -e insisto que puede ser esta una ocurrencia insostenible- hay también en la película un guiño al relato fantástico de Julio Cortázar en la que un personaje observa obsesivamente a un axolote, hasta que él mismo se transforma en el animal y ahora observa la misma escena desde su cautiverio de vidrio en una acuario de París. (Final del juego, 1956).
Cito de nuevo a Bartra como si esta línea fuera a su vez su comentario crítico e involuntario sobre Bardo: “Los ensayos sobre el carácter nacional mexicano son una traducción, una reducción –y con frecuencia una caricatura grotesca– de una infinidad de obras artísticas, literarias, musicales y cinematográficas” (p.19).
- La danza de los premios
En la década de los ochenta del siglo pasado, cuando empecé a poner más atención a la presencia internacional del cine mexicano, recuerdo que la cosecha histórica de premios de gran envergadura en los circuitos globales de la cinematografía era por demás escasa. Tal era la situación cuando la industria cinematográfica mexicana ya sumaba más de medio siglo en activo, incluida su “Época de oro”.
En aquel entonces festinábamos con cierta nostalgia la Palma de Oro que en 1951 Luis Buñuel recibió en el Festival de Cannes como mejor director por Los Olvidados (no faltaba el nacionalista beligerante que entrecomillaba la condición “mexicana” de Buñuel); el Globo de Oro que se llevó Tizoc, de Ismael Rodríguez, como mejor película extranjera en la entrega de 1957, y el Oso de oro del Festival de Berlín a la mejor actuación para nuestro archi mexicanísimo Pedro Infante. Roberto Gavaldón y su Macario fue la primera en arañar un premio Oscar para el cine mexicano, al ser nominada en 1960 en la terna a la mejor película extranjera, aunque no resultó vencedora.
Tal era nuestro déficit de galardones, que aceptamos registrar como propio el pedacito de Oscar que le tocó al talentosísimo sonidista avecindado en Los Ángeles, Gonzalo Gavira, por ser parte del equipo que realizó el diseño sonoro de El exorcista de William Friedkin, que se llevó el Oscar en esta categoría en la ceremonia de 1974.
Al reconocerlo como “el segundo mexicano en recibir un premio Oscar” -con todo y que no aparece en el crédito principal, que le correspondió a Robert Knudson y Chris Newman- expresábamos nuestra baja autoestima cinematográfica, en un tiempo en el que la “mexicanidad” que se le pichicateaba al cine de Buñuel era la misma que se le aumentaba a Anthony Quinn –quien apenas y balbuceaba el español–, y cuyos dos premios Oscar a la mejor actuación (1953 y 1957) conforme a nuestros parámetros de entonces merecían ser inscritos con letras de oro en el muro de la gloria cinematográfica nacional.
Junto con “Antonio Reina” (como nos gustaba llamarle para subrayar su condición mexicana), apenas un puñado de mexicanos habían pisado el suelo estelar de Hollywood. Entre ellos Dolores del Rio, el Indio Fernández y Cantinflas. Fuera de ellos -haciendo la paráfrasis del célebre poemínimo de Efraín Huerta- “todo era Cuautitlán”.
De manera que en aquel entonces un premio mayor para el cine mexicano en Cannes, Venecia, Berlín, Londres y, sobre todo, Los Ángeles, era visto desde el mismo sueño aspiracional de quien ahora cruza los dedos y reza para que nuestra selección nacional logre la hazaña de llegar al mítico “quinto partido” en la Copa Mundial de Futbol.
Lo ocurrido al talento cinematográfico mexicanos en las dos primeras décadas del siglo XXI, la cantidad de premios obtenidos tanto en Cannes como en Hollywood -por tan sólo citar dos de los principales foros mundiales para el cine- ha sido tan apabullante, cotidiana y contundente, que hemos perdido la perspectiva de la magnitud que representa esta hazaña colectiva, y de todo lo que implica tanto para la proyección de México hacia el exterior, como para la reconstrucción de nuestra propia identidad cultural en el presente.
Acaso muy pronto nos acostumbramos al éxito reciente de nuestros directores, fotógrafos y actores mexicanos en el mundo entero, a tal grado que pensar en él y en sus implicaciones no ha sido hasta ahora materia de una reflexión más profunda.
Por eso hay quien desdeña Bardo al parecerles un mero ejercicio de egolatría desbordada, y no una reflexión sincera -al mismo tiempo íntima y colectiva, paródica y confesional- de un fenómeno relativamente nuevo que alimenta, pero que también indigesta, al orgullo nacional.
De manera tangencial y oblicua la película explora en el tema del éxito y la fama tal y como la ha vivido uno de los protagonistas de esta nueva ola del cine mexicano, y tal y como la hemos decodificado, para bien y para mal, desde México.
Si nos regresamos a 1992, año en el que la propuesta mexicana para competir por un Oscar a mejor película extranjera correspondió a Cómo agua para chocolate de Alfonso Arau, la cual por lo demás no fue considerada para la terna de los nominados al premio, y luego damos un salto de apenas 30 años al 2022, y descubrimos que en la actualidad hay un director mexicano que ha obtenido diez nominaciones y cinco estatuillas del Oscar -dos de ellos, y consecutivos, al mejor director-, ocho nominaciones y cuatro Globos de Oro; nueve nominaciones y cuatro premios Bafta; dos Palmas de Oro en Cannes, y un León de Oro en Venecia, aceptaremos entonces la pertinencia y la legitimidad para que dicho director haga una película en la que, entre otras cosas, reflexione, reconozca y se burle de su propia fama, y de la manera en que la gozamos –o la padecemos– sus compatriotas.
Bardo es sí un paseo autorreferencial por las cordilleras ególatras de un artista que se sabe genial y multi premiado -no sólo sus cumbres, sino también sus valles y sus abismos-, pero es también una parodia a ratos casi dolorosa de un rasgo muy nacional: la incomodidad que nos causa el éxito ajeno, la admiración y la envidia que desata, y el oportunismo de quienes se montan en dicha fama con los más diversos propósitos, de los políticos a los comerciales.
La soledad del artista frente a su público, sus creaciones y su fama es un tema recurrente en el arte universal, y es uno de las tantas fibras que explora la película de González Iñárritu, desde ahora nuevo integrante vitalicio de El Colegio Nacional.

Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). La agencia Notimex para el Sudeste Asiático con sede en Singapur . Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca y director de Artes del British Council en México.
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Posted: July 18, 2025 at 6:41 am







