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Andrés Sánchez Robayna: la fe en la palabra

Andrés Sánchez Robayna: la fe en la palabra

Mayco Osiris Ruiz

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Andrés Sánchez Robayna: Las ruinas y la rosa (Galaxia Gutenberg, 2024, 152 pp.)

Debemos al poeta Odysseas Elitys una de las sentencias que, desde cierto ángulo, se antoja una ampulosa y arrebatada frase de literatura: Escribo para que la muerte no tenga la última palabra. Su atrevimiento —imputable al anhelo o la osadía de ver en la creación una manera ya no de perdurar, sino de subvertir la lógica del mundo— parece proceder de su carácter netamente poético, es decir, revestido de una fuerza esencial, pero también expuesta a componer menos una verdad que una figura.

Con eso y todo, aun cuando externamente se perciba la corteza retórica de la prosopopeya, no se puede negar que dicha frase alberga un espesor incompatible con un mero artificio tropológico. Esa complejidad, semejante a una grieta o a una restitución, acompaña, también, a estas palabras que Andrés Sánchez Robayna escribió en el que ahora puede considerarse el testamento de una vida entregada a la poesía: Las ruinas y la rosa: “Cuando una persona muere… su perfil cambia. La desaparición física la hace entrar en otro ámbito: el de la eternidad inmóvil. También ocurre así en el caso de un poeta, pero sus palabras, en cambio… no dejan de crear significaciones nuevas, latencias engendradoras de sentido, incesantes”.

Por supuesto, tras de su prematuro e inesperado ingreso a las profundidades de lo inescrutable, es fácil sostener que el poeta español es el destinatario de sus propias visiones y éstas, a su vez, una prueba fehaciente de las extrañas formas que tiene de cumplirse lo poético. Sin embargo, aun cuando no es fortuito que un libro vaticine la suerte de su autor y pueda, de igual modo, derramar sus visiones sobre el vasto universo de su obra, hay que reconocer que esta intuición de una vida entendida no como algo que ocurre dentro de ciertos términos sino, más bien, sin término o límite aparente, preexiste en la poesía de Andrés Sánchez Robayna como una resultante de su fe en la palabra y en aquello que instaura: el don de una existencia a un costado del tiempo o con clara ventaja sobre él:

Todo tiempo es un tiempo de terror
y de esplendor. Los signos en el muro
dicen el nombre de Virgilio. El tiempo
se ha detenido para ver su obra.

No otro, me parece, es el eje rector en torno al cual orbitan las piezas que conforman Las ruinas y las rosa. Aunque, como lo manifiestan los epígrafes de Flaubert y Cioran, la escritura se entregue a la ambición de urdir entre las páginas una forma esmerada mas abierta a todos los lirismos y violencias posibles, lo cierto es que compone una meditación cuyos contornos rozan en algún punto el misterio esencial de lo poético, así sea desde un ángulo lejano, pero, a la vez, muy próximo al poema: el del fragmento.

Muchos años atrás, a través de un lenguaje metareflexivo, es decir, que especula sobre lo que realiza en el instante mismo de su realización, Roland Barthes escribió: “Tengo la ilusión de creer que al quebrar mi discurso, dejo de discurrir imaginariamente sobre mí mismo, que atenúo el riesgo de la trascendencia; pero como el fragmento… es finalmente un género retórico, y la retórica es esa capa del lenguaje que mejor se presta a la interpretación, al creer que me disperso lo que hago es regresar virtuosamente al lecho del imaginario”.

“¿Qué queda aquí entonces —se pregunta Robayna—, encuadernado a modo de libro, usurpador de su apariencia?” Ciertamente un libro que se evade de ser libro, que quiebra, o al menos lo proyecta, toda idea de unidad mediante el artificio de una indiscriminada dispersión. No obstante, aun bajo su heteróclita factura, vencida, como dice, “por lo puramente fragmentario”, cintila, en su forma más prístina, un orden contingente que no sólo coincide con aquello que intenta soslayar, sino que lo complica con el eclecticismo de una imaginación cuyo mayor ardid es el de proponer una escritura “descentrada” que no se aparta un palmo de su centro:

Es una lástima que filósofos, intelectuales o educadores de gran relevancia no se hayan aventurado en un territorio en el que la escritura deje de seguir unas ciertas pautas preestablecidas y se adentre en lo esencial y más íntimo de una manera sobria y sucinta. Una escritura libre, si por «libre» se entiende no sólo la falta de sujeción, el vuelo, sino también lo imprevisto, lo que no esperamos ver por escrito.

Dicha práctica, distinta, aunque no incompatible con la elaboración de Roland Barthes, es tanto una poética como una dispositio. La conciencia, despojada, en efecto, de toda limitante por las prerrogativas de la fantasía, se desborda en las páginas como el salvoconducto de lo inesperado. Un recuerdo de infancia, una nota erudita, la crítica al academicismo o al abaratamiento intelectual, el pasmo que subyace a las revelaciones de la literatura, la simetría de la naturaleza, el mal, la ingratitud o el misterio creador… bullen y se interceptan de formas caprichosas, mas no predestinadas a imitar a la mente y a sus siempre azarosas conexiones.

Antes bien —obra de un inconsciente que se escinde para volver al lecho de la creación poética— todas esas imágenes tomadas, a destajo, de una vida legible en sus vivencias pasan por el tamiz de otra imaginación, dando ya no sucesos, episodios mentales señeros y ligados a una cierta memoria, sino fragmentos vivos de un pensamiento vivo, libre de toda forma, pero formado a fuerza de pensarse, de integrar, como lo hace el poema, consciencia sensitiva, sentimiento pensante:

¿A qué llamas… pensamientos sensitivos? No tienes, en realidad, otra forma de referirte a un estado de conciencia en el que sentimiento y pensamiento se entrelazan de tal modo que no es posible distinguirlos con claridad. Tanto se enlazan, que a veces no se trata ya de sentimientos, sino de sensaciones que se ponen a pensar, de una corporalidad que toca directamente a la conciencia.

***

Sensitividad de la memoria.

***

Hay muchos tipos de emociones, por lo demás: simples, complejas, superficiales, profundas, inocentes, trágicas. Para ser profunda, la emoción poética debería ser sobria. Incluso cuando viene de un rapto y lleva a él.

Son estos razonados y evasivos fragmentos los que más se aproximan a una imagen concreta de lo inesperado. No hablo, claro está, de la evidente afinidad temática, mas sí del desconcierto de crear unidad con lo heteróclito, con lo que no esperamos, ya sea por anodino o por insustancial, encontrar por escrito (“He vuelto a ver orugas en la asclepia… Saber que de [ellas] surgen luego las hermosas mariposas monarca no deja de ser una enseñanza acerca de los pensamientos que consideramos más desdeñables o insignificantes. Lecciones del jardín”). Sin embargo, como dice aludiendo a una de las verdades menos irrecusables de la razón poética, importa “doblemente… lo que ocurre sin luz”, es decir, todo aquello que está en el “extrarradio del conocimiento” y es, además del soporte material del libro, su marca de excepción, su abandono de todo “proyecto razonable”.

No hay, por consiguiente, nada más que fragmentos de un libro irracional en donde se fusionan, hasta la equivalencia, la manera del mundo y la íntima verdad de un escritor que encuentra, en sus astillas, un modo de entregarse, de exponer cuanto tiene y cuanto lo conforma desde la más “auténtica fidelidad a un estado de espíritu”. Hoy, cuando nos ha dejado, pueden estas esquirlas dar cuenta de su vida más allá de la muerte, perdurar como obra y como encarnación de ese principio que ideó para sí mismo, pero que corresponde, en la misma medida, al hombre y al poeta:

Busca —te dices— … alguna forma de serenidad. Vive en la contemplación y la meditación activas, con los cinco sentidos.

Trabaja en tu huerto bajo el chillido de las gaviotas.

 

Mayco Osiris Ruiz (Xalapa, Veracruz, 1988). Poeta y crítico. Ha publicado en revistas como Sibila, Palimpsesto, Literal. Latin American Voices y Letras Libres. Es autor de El revés de esta luz (Taller Ditoria, 2015). Twitter: @MaycoOsirisRuiz

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Posted: April 27, 2025 at 8:49 pm

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