Habituarse a la vida que sigue
Miriam Mabel Martínez
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Me sucedió lo mismo cuando murió Morgan, no fue hasta un año después con la llegada de Nico y Montana cuando una vecina me dijo: “Me gusta como te ves con perros” que metabolicé lo sucedido. Y no es que volviera a sonreír. Por fortuna, la sonrisa suele colarse en la tristeza, con la misma facilidad con la que las lágrimas se filtran por los rincones de la cotidianidad. Aquella frase me reveló que me gusta la persona que los animales me hacen ser. Pero más allá de la rectificación de que soy una persona de perros, ese halago me hizo concientizarme del dolor que habitaba mi cuerpo. Es difícil entender cómo la tristeza se va ajustando a los gestos, a los pasos, a las decisiones… hasta que un día en una situación ordinaria, como si fuera un dejá vu, sentimos lo que sentíamos en ese “antes de”.
Lo mismo me sucedió una mañana de hace unos meses mientras tomaba café con una amiga en la casa de mi padre. Me senté frente a ella, en la barra de la cocina, como solía hacerlo con él. No sé si fue el sabor del café, el sonido de líquido al llenar la taza o el panqué de naranja lo que subrayó su ausencia. Estaba yo ocupando el mismo asiento, repitiendo los mismos movimientos cuando su ausencia se sincronizó en mi presencia. Un instante que constató lo evidente: la vida sigue. La vida ha seguido pero desincronizada, las emociones por un lado, por otro las obligaciones y por ningún lado yo. Un sorbo de café que me devolvía a mí, tal como los pasos de mis otrora cachorros me sincronizaron reactivando, quizá, esa relación esencial metafórica entre los seres humanos y los animales sobre la que escribió John Berger. Un sorbo caliente de café que me devolvió, como dijera mi abuela: el alma al cuerpo.
Me sorprendió la entereza con la que he seguido, con la que asumí, meses después, la expulsión de la casa que fuera mi hogar por 20 años, provocada por las avaricias exaltadas ávidas por obtener las regalías de la gentrificación. Empacar, limpiar, tirar, buscar, reacomodar. Moverme de código postal, dejar atrás comodidades que ya me incomodaban. Mudarme de la persona que fui. A veces aún me sorprende quien soy ahora cuando empiezo a reconocerme en otro espacio y en el saludo de vecinos de los que aún ignoro sus nombres pero que ellos ya saben los de mis perros. Nico y Montana siendo mis guías en esta otra vida en la que vamos descubriendo en nuestras caminatas, otros olores, otros atajos, otras banquetas, otros árboles, al tiempo que recupero la vida “simple” de los barrios donde el “NRDA” (Nos reservamos el derecho de admisión) es parte de una leyenda urbana reservada para otras zonas de la ciudad, como en la que mis perros crecieron, y la que –primero de la mano de la correa de Morgan– no sólo vi “aburguesarse” (como dirían quienes se niegan a utilizar la hispanización del neologismo gentrification), sino desplazar tortillerías, vidrierías, verdulerías, jarcierías, pollerías, sastrerías, cerrajerías, plomerías, panaderías, talleres mecánicos, de clutches, frenos, hojalaterías, etcétera. Jalada por mis perros gemelos (como los definió un niño en la cachorrez de los tres) vi transformarse ya fuera en boulangeries, shoemakers, sofisticados sitios de venta pollos rostizados de pastoreo libre o en eco shops donde venden ya sea cepillos de dientes de bambú, huevos orgánicos de 15 pesos la pieza, premios para perros de hígado deshidratados a 120 pesos los 100 gramos y demás productos a granel de primera necesidad para una existencia gluten free y tan pet friendly, a la que renunciamos para evitar las confrontaciones con perros bilingües educadísimos que me hacían sentir avergonzada de la desfatachez perruna de mis sabuesos, cuyos aullidos y vitalidad evidenciaban su carencia de entrenador personalizado.
El cambio de uso de suelo fue tan eficaz que nos acostumbramos al desplazamiento incluso de nuestros hábitos. Hábitos que, en mi nuevo hábitat, brotaron con la misma naturalidad con la que los prejuicios de mis ya exvecinos se normalizaron en los chats que no extraño. ¿Cuándo dejé de tomar café en casa para convertirme en sommelier de las variantes del flat white o de combinaciones de lattes? ¿Cuándo opté por establecer un calendario de cenas gourmand en restaurantes que lograron traducir el world music en sus menús de chefs que prefieren ganar estrellas Michelin que comensales satisfechos? ¿Cómo fue que en los tianguis de los martes y viernes los xoconostle, quelites, huanzontles le cedieron su lugar al kale, las endivias, los edamames y espinacas babies, y las lechugas en su variedad fueron encerradas en paquetes listos para consumir? ¿Cuándo me convertí en una turista de mi cotidianidad?
Hace unos días, acudí a una cena por los que fueron mis rumbos. Si no hubiera sido por la lluvia, estoy segura que la costumbre –esa que dice JuanGa “es más fuerte que el amor”– me hubiera hecho olvidar el auto para regresar caminando (¿a dónde?). No sin cierto temor por traicionar a mi presente y dejarme llevar por la nostalgia, conduje por mi antes “avenida de siempre” que tanto gocé, llena de los árboles que me dieron sombra y refugio en días lluviosos como estos. Los árboles de siempre, en los camellones de siempre exaltando un trazo urbano que pensé nunca podría dejar, me resultaron ajenos, no así las mismas calles inundadas ante el azoro de residentes temporales cada vez más jóvenes que no saben qué número marcar para reportar un corte de luz y que no se acostumbran a los transformadores que explotan incumpliendo la promesa de que la vida virtual nunca duerme. Desconocí los garages convertidos en coffee shops donde sólo se sirve café de 850 pesos el kilo, aunque no me extrañó que la pet shop más sofisticada del barrio expulsara al último taller mecánico (así la ventura de los perros de mundo) ni que una nail art ocupara el local de la icónica taquería El Greco. A pesar de que llevaba los vidrios arriba, me admiró escuchar cómo la música de un local a otro componían una espectáculo sonoro que ensordecía incluso a la tormenta. Continué cruzando “la misma noche que hace blanquear los mismos árboles”, para constatar que los restaurantes de entonces, ya no son los mismos. Menús más orgánicos con menos gluten, luces más artísticas que resaltan las facciones multiculturales de los paseantes que colocan sus equipajes de mano debajo de mesas diseñadas a la medida de los gustos de los residentes internacionales que confirman la homogenización cultural.
Mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde, me percaté de que ese afuera, que hasta hace un par de meses fuera mi hogar, se parece más a los no-lugares –definidos por Marc Augé– que a mi nuevo barrio, en el cual –desde la perspectiva de un arquitecto de renombre obsesionado con el Bosque de Chapultepec– no pasa nada. Y tiene razón, no pasa “eso” que para él es todo. Es tan silencioso en las noches como vigoroso en las mañanas, con su parque en el que apenas cabemos los que hacen pesas, los que no han renunciado al banco de los aerobics tan ochenteros, las bailadoras de salsa, los boxeadores que mueven la cintura tan lento como los practicantes del tai-chi los brazos, los corredores que se sincronizan con las prisas de los niños que aceleran el paso rumbo a la escuela, con los adolescentes enamorados, los que van al pan, los que cargan el mandado, los que casi vuelan porque ya se les hizo tarde, los que paseamos perros y los adultos mayores que se ejercitan sin ocultar su edad y con su gentileza me recuerdan lo fácil que es también habituarse a los lugares donde un “buenos días” confirma que, en contra del mercado del escepticismo, la vida siempre sigue aunque no pase nada.
Foto de Annie Spratt en Unsplash
Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México y Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016). Coordinó las antologías Oríllese a la izquierda y Mujeres (2019) y Mujeres. El mundo es nuestro (2021) ambas bajo el sello Universo de Libros. Forma parte del Colectivo Lana Desastre con el cual ha participado en “El Panal Monumental” (2017); un mural tejido para la Central de Abasto (2018); “Manta por la Sororidad” (2019) y “Data: Cambio Meta Tejido” (2019), entre otros. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.
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Posted: July 6, 2025 at 9:25 pm