Fiction
Nostalgia de la sombra

Nostalgia de la sombra

Eduardo Antonio Parra

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Para Claudia Guillén, luz entre las sombras

I

Nada como matar a un hombre. La frase resuena en las paredes de su cráneo y Ramiro reconoce bajo la piel un ligeroaumento en la temperatura sanguínea. Es la única manera de saber que valió la pena venir a este mundo. Camina lento, con cuidado, acomodando sus pasos a lasuperficie irregular de la banqueta mientras esquiva a los traficantes de facturas y documentos, a los mendigos, a lospuesteros que mantienen la calle en estado de sitio. No ve los rostros de quienes se apresuran a guarecerse en los portales a causa de los ronquidos del cielo y las ráfagas de aire acuoso: avanza con la mirada baja entre los vapores de las fondas, concentrado en el pensamiento que se repite y diversifica dentro de su mente a modo de letanía. Suprimir a unprójimo. Bajarlo del tren. Sacarlo del juego. Alza los ojos cuando llega a la plaza que recuerda siempre atestada deinconformes, de maestros en tiendas de campaña, de campe- sinos en protesta. Las primeras gotas de una llovizna aúntímida amontonan a vendedores y caminantes bajo los arcos, y ante la mirada de Ramiro se extiende casi desierto el atrio de Santo Domingo. Nada como sentir que la sangre de otro nos remoja la piel y quedarnos con su último respiro. Ver cómo boquea, cómo se deshace por jalar un buche del aire que jamás llenará otra vez sus pulmones. Se detiene allado de la fuente sobre la cual una anciana sentada domina el paisaje. Su perfil lo hace pensar en antiguas monedas, en ciertos billetes, aunque no precisa quién es. Enciende un cigarro y mira a la multitud apretujada entre gruesospilares, imprentas manuales y escritorios públicos. Aspira el humo salpicado de humedad y en el esófago se le alborotan los alcoholes que bebió durante la comida. Sí, medir fuerzas con él. Bocabajearlo. Demostrarle que su vida tiene tanto valor como la del perro al que apedreamos porque se cruzó en nuestro camino. Sin coraje, sin lástima, por el sencillo placer de sentirnos poderosos, capaces de arrancar un pellejo ajeno. Eructa y un acceso de asco le nubla la vista. Necesita seguir bebiendo, lo sabe, mas no tiene prisa. Fuma de nuevo. Procura distraer las agruras contemplando los edificios virreinales. La llovizna, cada vez más nutrida, chasquea en las piedras del suelo, le cubre de puntos la camisa, hace vibrar la piel de su rostro; sin embargo, Rami- ro continúa inmóvil muy cerca de la fuente central de la plaza, con la mirada perdida en el pórtico del templo. Quitar de en medio a un hombre es fácil, Damián. Pero nunca me habías encargado matar a una mujer.

Una gota certera se precipita sobre la brasa de su cigarro y la sofoca con un chirrido. Ramiro murmura una maldición. El agua que le escurre del cabello corre por su frente, enfriándole un poco la sangre y obligándolo a buscar un refugio. El único disponible es el mismo en el que todos han pensado. Saca el pañuelo, se seca y camina hacia los arcos. Encuentra un espacio libre entre el gentío al tiempo que extrae un nuevo cigarro de la cajetilla. Desde ahí admira el antiguo Palacio de la Inquisición, pero en cuanto trata de abandonarse en su es- tructura, la idea que ronda su cabeza,fija, obsesiva, vuelve a la carga. Una mujer. Difícil imaginarlo. Ni siquiera en los peores momentos pude visualizar la mueca de la muerte en un rostro femenino, las últimas contorsiones en uno de esos cuerpos hechos para cualquier otra cosa, menos para ser aniquilados. El asco asciende hasta su garganta. Ramiro sigue un sendero a través de la gente con el fin de arribar a la calle.

Ni la lluvia que ahora azota la ciudad con fuerza ha detenido la metralla de las máquinas de escribir. El tableteo encuentra un reducto en su memoria y ahí se instala para traerle sensaciones de otra época. Siempre ha deseado venir asentarse junto a uno de los evangelistas como cualquier analfabeto y dictar una carta abriendo en torrente su vida. Una carta dirigida al pasado. A Victoria. Pero Victoria no se acuerda de mí. Ni yo de ella. Es absurdo. Además, en caso de querer hacerlo de veras, no tendría que recurrir a ninguno de estos hombres que sudan y se afanan llenando de palabras solicitudes de empleo, tesis, declaraciones y esquelas. Ramiro avanza unos metros hasta donde una mujer joven, vestida de negro, susurra su sentir, con voz débil y lágrimas en los ojos, a un escribiente gordo de semblante fatigado.Una viuda, seguro. A todas se les nota cuando han perdido al marido. Apenas lo piensa, repara en que es mucho más difícil identificar a un viudo. Lógico, Ramiro: las mujeres son fieles y sentimentales; guardan luto, con la ropa o con la expresión. Son distintas. Sus reflexiones lo incomodan, lo hacen acordarse del disgusto que se llevó al abrir el sobre con los generales de su próximo objetivo. La orden de Damián fue clara. Tu cliente es una mujer, dijo. Se llama Maricruz Escobedo. Al pasar junto a la viuda y el evangelista un perfume dulzón se le echa encima, envolviéndolo, aislándolo de los humores corporales de los demás, del olor a tierra mojada, del aroma del tabaco. Entonces la necesidad de otro trago se torna urgente y Ramiro se abre camino a empu- jones y codazos hasta llegar bajo la lluvia.

Después de recibirlo con los acordes de un bolero lacrimógeno cuya letra no pudo entender, el Salón Vasco se va sumergiendo en un murmullo que amortigua los ruidos de afuera. Ramiro ordena la segunda copa a una morena menuda que flota de mesa en mesa. Aplasta la colilla en el cenicero y mira la fotografía. No encuentra un motivo válido para arrebatarle esa mujer al mundo. Debe ser una madre amorosa, con un trabajo productivo, una vida que ha aprendido a disfrutar con el paso de los años. La imaginasorteando los obstáculos que el mundo opone a las mujeres, obligada a demostrar su capacidad día a día con objeto de no perder lo ganado. Quizás es una dama, y a lo mejor hasta agradable. Los papeles que le entregó Damián tampoco le dicen gran cosa: una dirección en la colonia Vista Hermosa, en Monterrey, los nombres y señas del marido y los hijos, la dirección de su oficina. Su edad: cuarenta y dos años, aunque en la imagen aparece mucho más joven, apenas recién salida de la adolescencia. La humedad de su ropa casi ha terminado de evaporarse, pero a cada movimiento desu cuerpo un frío interno le pone la piel de gallina. Apura el brandy de un trago y pide otro con un gesto distraído, en tanto se pregunta si ahora la dama lucirá igual. Es posible, aunque ellas cambian bastante. Acaso sea una Maricruz Escobedo sin nada que ver con la que sus dedos acarician como si deseara adivinar qué piensa por medio de la textura del papel.

Un largo mugido de trompeta le provoca un sobresalto. Detrás de él cunde en la cantina el rasgueo nervioso y veloz de una guitarra. La voz áspera de José Alfredo Jiménez brotade la radiola y dos tipos comienzan a vociferar desde la barra retando al resto de la concurrencia. Ramiro los ignora. Repasa una vez más los rasgos de la mujer en la fotografía sin encontrar uno que le ayude a sentir repulsión hacia ella. Tampoco ira.

Por eso es que en este mundo la vida no vale nada.

 Uno de los hombres en la barra enronquece al corear la canción, luego lanza un aullido y lo remata con un insulto al aire. Ramiro lo encara por un segundo; enseguida regresa a sus cavilaciones. Los tragos empiezan a embotarle lamente, las ideas acuden a ella aún lúcidas, pero envueltas en una suerte de neblina. Maricruz Escobedo es una hembraguapa, lo que resulta un estorbo. Con los hombres, por el contrario, basta un vistazo y de inmediato sobresale una oreja medio caída, una quijada ancha, los labios demasiado finos o abultados, un ojo chueco o la nariz torva. Nunca falta en ellos un detalle que facilite el trabajo. Recarga el retrato en un servilletero y los ojos color esmeralda lo vendirecto al rostro como preguntándole por qué. Ramiro esquiva la mirada. Es igual que matar a la madre. O a una hermana. O a esta pobre morena que anda en chinga de un extremo a otro de la cantina sin tiempo ni para un respiro, sin ayuda, sin consideración de ninguno de los imbéciles que la bañan de insinuaciones apenas se les arrima. A ver a qué horas la van a dejar traerme otra copa.

Coedición Ediciones Era / Fondo Editorial de Nuevo León Edición original: Joaquín Mortiz, 2002

Primera edición en Alacena Bolsillo: 2025 ISBN: 978-607-445-667-7 (Era)

ISBN: 978-607-8913-49-7 (FENL)

DR © 2025, Ediciones Era, S. A. de C. V. Mérida 4, colonia Roma, 06700

Ciudad de México www.edicionesera.com.mx

Diseño de portada: Germán Montalvo Diseño de interiores: Jacqueline Roldán

Impreso y hecho en México

Printed and made in Mexico

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 Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato, 1965) ha sido becario del Sistema Nacional de Creadores y de la fundación John Simon Guggenheim. Es autor, también, de las novelas Nostalgia de la sombra (2002), El rostro de piedra (2008. Era 2017) y Laberinto (2019). En 2000 ganó, en París, el Premio de Cuento Juan Rulfo que convoca Radio Francia Internacional. Sus cuentos han sido traducidos, entre otras lenguas, al inglés, al francés, al polaco y al portugués.

 

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Posted: October 7, 2025 at 9:41 pm

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