Essay
Bombo para bajar los nidos
COLUMN/COLUMNA

Bombo para bajar los nidos

Carlos Labbé

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No voy a dar más detalles, porque es rudo. Eso es lo que dijo la mujer a la prensa después de que el pasado 4 de abril una tanqueta lanzaguas de la policía atropelló y mató a su hermana de 18 años junto a un niño de 13 a las puertas del Estadio Monumental de Colo Colo, en Santiago de Chile, minutos antes del partido de fútbol entre el equipo local y el Fortaleza de Ceará, Brasil, por la Copa Libertadores de América.

Quiero decir sus nombres aquí: Martina Riquelme y Mylan Liempi, asesinados por la policía de Chile el mes de abril de 2025.

Durante todos sus respectivos funerales quiero que haya sonado el bombo legüero. Ese bombo grande cuyo golpe de maza suena grave a una legua de distancia y ofrece su cadencia a la congregación en el estadio –lentamente se acelera, se prepara, ebulle, busca que los jugadores dejen atrás su cansancio de entrenar todos los días en doble turno, explota con el gol cuando alguien en la cancha se acuerda de que está rodeado de gente que vino por ellos y que con ellos juega–; quisiera que en la despedida de Martina como de Mylan haya sonado el bombo de quienes se acuerdan que viven y mueren porque apoyan a otras personas a quienes quieren felices a toda costa, a quienes honran y respetan y ayudan y siguen a todas partes y les ofrecen su aliento cuando pareciera que les falta el aliento, aun si no tengan dinero para pagar la costosa entrada hasta llegar a ellos en el partido internacional. Cuando les habrán dicho –ilusos niños– que dicen que alguien dijo que dijeron que en la puerta de más allá se reunirían todos los que no tienen cómo estar aquí para reventar los candados y entrar al estadio, habrán corrido como quieren que corran los que juegan y no habrán visto que una de las rejas grandes estaba suelta y les caía justo encima.

Pero la policía chilena sí vio eso.

Pero en vez de detenerlo todo para ayudar con sus recursos ilimitados a los niños que gritaban de desesperación, la policía chilena aceleró su tanqueta lanzaguas y pasó con todo el peso de la ley por encima de esa reja grande que los aprisionaba. 

Quisiera escribir entonces el sonido de un bombo de mil leguas –los ocho mil kilómetros de mi ignorancia porque me entero por la prensa, las cinco mil millas entre el lugar donde escribo esto y los sucesos. Quisiera que haya sonado esa cadencia por todo el territorio donde cae impune el peso de la ley fanática durante la despedida de Martina y la despedida de Mylan. En su lugar, es posible que en sus exequias haya retumbado el murmullo sepulcral de las conversaciones que no pueden explicárselo, el mantra de las voces dolientes que rezan el rosario al unísono, tal vez una guitarra acústica y una sola línea armónica si alguien tiene el don de la música en la familia. Las exequias son monopolio de la empresa católica en los territorios donde cae el peso de la ley fanática por vaciamiento de la empatía espontánea. Tal vez porque la repetición del monopolio católico sea la única forma de justicia de clase imaginable un día estrecho como hoy, el funeral de Martina y el funeral de Mylan habrá seguido los mismos ritos que hace poco recibieron el premiado Vargas Llosa y el sumo pontífice Bergoglio.

Excepto por el bombo que habrá sonado –quiero– en la despedida de dos que sí iban a jugar el juego.

Dar más detalles es rudo.

Mercedes Sosa vindicaba –con ecos del doble origen africano e indígena del instrumento– que el sonido del bombo es el canto de la tierra. «Cómo estés vos y cómo te conectes con la tierra es el sonido que va producir el bombo. Como vos, depende del clima, de dónde lo tocan y de quién lo toca», detalla Mario Paz, el reconocido luthier de bombos de Santiago del Estero. «Nosotros, a diferencia de otros colegas, vivimos el momento de cortar el árbol del ceibo con que fabricamos la caja del bombo. Es un momento muy trabajoso y muy doloroso. Hay que elegir la planta, que tiene entre sesenta y ochenta años, bajar los nidos, medir que el árbol caiga en un lugar donde no nos lastime a nosotros ni a nuestras herramientas. Realizamos un solo corte al año durante el otoño, cortamos entre quince y veinte árboles. Esa madera se deja estacionar por un período de tres a seis años», continúa Paz, heredero de una tradición que le enseñó don Maldonado y que a don Maldonado le enseñó alguna hija de chaqueña y bantú.

Finalmente, de tanto imaginar que resuena el bombo en homenaje a Martina y a Mylan, dos niños asesinados por el brazo armado cotidiano del Estado de Chile, me entran ganas de dar detalles y de ser rudo: el bombo acaso me diera noción de gravedad ante tan liviano que cae el peso de la ley y que por eso descompone todo lo que toca –una banalidad más conocida como corrupción–; el bombo ofrecería, en este homenaje a esa muchachada en busca de algo por lo cual vivir cada tarde, una música para vivir jugando como cuando chicos, un ritmo que pareciera apoyar sin límites la necesidad de pertenencia en el goce, el sonido de la reciprocidad que alguien consigue escuchar a más de una legua de distancia cuando lo amoroso, lo ciego, lo incondicional –el bombo– es todavía el propio pulso.

Hay que bajar los nidos.

Si la calle que circunda el estadio Monumental eran el nido de Martina y de Mylan, ¿por qué si no los carabineros de Chile habrán decidido acelerar su tanqueta hasta matar a quienes parecían lo más frágil de la escena?

Quiero bajar los nidos antes de siquiera imaginar cómo fue su funeral, a qué les habrá sonado el juego a los niños fuera de sus cuerpos, qué es lo que bailarían en sus fiestas colectivas y a quién le ofrecieron esa danza al fin.

Es que el bombo legüero que resuena durante toda esta elegía, fabricado alrededor de una base de madera, necesita un cuero de vaca crudo que haya sido tratado según la educación milenaria de colegas aparentemente esclavizados allá y acá desde que tenemos memoria.

Los detalles son rudos y el ritmo de escribir sobre todo esto ha de ser rudo. O bien es posible optar por una lectura sin pulso, sin bombo, renunciar por completo a la posibilidad de significado y habitar como sea en ese ruido invariable que comprende todo el peso de la ley y vale lo mismo decir que es un silencio impuesto el impuesto del silencio. 

Foto de David Knox en Unsplash

 

Carlos Labbé (Santiago de Chile, 1977) es escritor, músico, guionista, crítico y editor. Tiene el título de magíster en Letras con una tesis sobre Roberto Bolaño. Su primera novela Libro de plumas (Ediciones B, 2004) lo convirtió en uno de los nuevos referentes de la literatura chilena. Sus obras Navidad y Matanza (Periférica, 2007), Locuela (Periférica, 2009), Caracteres blancos (Periférica, 2011), Piezas secretas contra el mundo (Periférica, 2014) y Coreografías espirituales (Periférica, 2017) lo han consagrado como uno de los autores más relevantes de la literatura latinoamericana, por lo que fue considerado por la revista Granta, en 2010, como uno de «los mejores narradores jóvenes en español». En 2008, fue uno de los fundadores de Sangría Editora en Chile, de la que es coeditor. X: @carloslabbej

 

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Posted: May 9, 2025 at 3:59 am

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