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El espejo turbio: Roma, de Alfonso Cuarón

El espejo turbio: Roma, de Alfonso Cuarón

David Noria

I. Roma (EU-México, 2018), de Alfonso Cuarón, es un texto fílmico complejo, armonioso. El escritor y director ha conjurado su infancia en los años setenta en el Distrito Federal, y con ella la sociedad –la sociabilidad– de entonces; ya convocados los recuerdos, ha hurgado la caja de sensaciones e impresiones con tanta decisión (e hizo a los actores tan sensibles a ellas), que terminó por plasmar, después de un rodeo sofisticado que pasa por la técnica cinematográfica y narrativa, la realidad a secas o a lo menos su trasunto verídico. No importa que hayamos nacido después de aquella época: Roma, en la inquietante intuición platónica, nos hace recordar.

II. Cuarón mismo ha declarado que, al escribir Roma, se rindió al flujo de conciencia sin hacerlo pasar por las aduanas del cálculo. Lo real es el recuerdo, y el recuerdo, en sentido fuerte, es lo que vuelve constantemente al alma. No de otro modo se podría acometer la empresa –lo supo Proust– de narrar la infancia y la primera vida familiar. Esta búsqueda tiene su sentido en la verosimilitud emocional, que es la verdadera moneda de cambio con el espectador. Locación, decoraciones, vestuarios, música y utilería son sólo importantes en tanto que, para el recuerdo, hay “armas parlantes”, objetos que nos enuncian y nos hacen enunciar. Sin embargo, aquella materia prima de la memoria vertida en un proceso cercano al automatismo, ha dado lugar a un guion donde la estructura narrativa es premeditada, rigurosa y omnisciente.

III. Roma no es tanto la historia particular de Cleo, la sirvienta (vulgo “muchacha”) de una familia capitalina de profesionistas con cuatro hijos, como la de la familia misma y, en otro plano, la del México de entonces.

En realidad, aunque el ojo de la cámara acompañe con preferencia al personaje de Cleo, no hay una jerarquía narrativa excluyente: el personaje, al estar tan arraigado en su ámbito, contiene al mundo. Esta universalidad particularizada tiene varias razones. Primero porque ella es, de hecho y de derecho (recuérdese la escena en el IMSS: “¿Relación con Cleo? –Patrona.”), parte de la familia y no, como se ha renombrado voluntariosamente su oficio, una “trabajadora doméstica”: a la vez sirvienta, nana, cómplice, protegida, mobiliario y saco de box emocional, recuerda y comprueba la pervivencia del viejo concepto romano (por lo tanto, colonial español) del servus y la ancilla, los esclavos que cohabitan la familia y que son otra especie de menores de edad. Así, una inferioridad manifiesta comercia con múltiples certidumbres como vivienda, comida, viajes, disfrutes ocasionales y la protección del patrón, que es el gran paterfamilias mexicano (hombre o mujer alternativamente). En ningún momento de la película hay resentimiento de clase por parte de Cleo ni del resto de la servidumbre: además de una simbiosis realista hay un espacio emotivo de caridad, entrega y cuidado.

Otra razón para esta función privilegiada del personaje es que, además de andante de la colonia Roma, es visitante lo mismo de las opulentas haciendas de los amigos terratenientes de la familia, que de los indignos terreros de la periferia de la ciudad adonde irá a buscar al padre de su bebé. Por esto el personaje de Cleo era el más idóneo para guiar la película, porque traspasa en silencio las barreras que recíprocamente se cierran para unos y otros.

IV. La pieza sociológica que es Roma no es ni un panfleto ni una nostalgia idílica. Aquí los pobres, los miserables jóvenes de la periferia, se alistan voluntariamente en las jornadas de entrenamiento que harán de ellos, entre la más baja demagogia del Estado, el ejército y la televisión (artes marciales-espectáculos-pseudoespiritualidad-disciplina-“foco”), sicarios baratos, halcones y asesinos de estudiantes universitarios, al paso que la clase media capitalina sólo tiene fuerza para discutir problemas maritales, adquisición de nuevos automóviles y apropiación de gustos y expectativas norteamericanas (“¿Vamos a ir a Disneylandia?”, “¿A cuánto corre el nuevo coche?”, “¿Cómo quedó el football americano?”). Por su parte, el gran padre que es el PRI distribuye el circo y la sangre a complacencia, pero –paradoja– tiene hospitales populares con brazos abiertos. El México de antes –lo saben nuestros mayores– era una madeja de contradicción, un orden social que sostenía una prosperidad precaria y una miseria mejorable, sólo contenidas por grandes esfuerzos de grandilocuencia, tenacidad, obstinación o violencia.

V. Diacrónicamente la narración tiende a la desgracia y a la muerte. Sincrónicamente hay dos planos que la conocerán: el individual y el social, aquél por un parto traumático y éste por el ataque a estudiantes conocido como el Halconazo (1971). Los signos ominosos son dosificados con precisión y cada secuencia logra su función en tanto es una premonición inquietante: la llamada del pretendiente de Cleo en los principios de la película, el sonido de su reloj esquinero al día siguiente de quedar embarazada, la calaverita que baila a su lado después de ser abandonada afuera de un cine, el terremoto que la sorprende acabando su consulta prenatal en el hospital, las tres cruces fúnebres que abren la secuencia del viaje de fin de año, las cabezas disecadas de perros ante las que ella queda absorta, el agua estancada del bosque de la hacienda y sobre todo, ya durante la fiesta de fin de año –y ésta es la secuencia más elocuente–, cuando la sirvienta principal conduce a Cleo a la fiesta de los peones –sólo accesible a través de un largo y oscuro descenso a los fondos de la casona por una pronunciada escalinata de sombras– una pareja tropieza y hace que a Cleo se le caiga el pulque que bebía: aquí el fijo y persistente enfoque de la cámara a la jarra de barro roto (¿el vientre?) y al líquido desperdiciado en el suelo.

VI. Los signos que preparan y anuncian el Halconazo, episodio que desquició (apenas a tres años de Tlateloco) la vida del país y cuyas consecuencias políticas siguen hoy vigentes, se suceden también desde el primer momento de la película. Afuera de la casa de la familia oímos y vemos el himno de guerra y la marcha de jóvenes cadetes cada mañana a la misma hora, paso marcial, gesto rígido. Carteles y afiches en cada esquina anuncian la candidatura de Luis Echeverría (1970): “Vota PRI”, “Vota PRI”, “Vota PRI”, “Vota PRI”, “Vota PRI”, “Vota PRI”. En la saturación del espacio cívico por un discurso (balbuceo) hegemónico, transcurre la vida de los desapercibidos súbditos del Leviatán u Ogro filantrópico, cuyo zarpazos y oprobio son inminentes.

En este sentido, el último gran signo ominoso de lo social sucede en seguida de la escena del pulque derramado en las catacumbas de la casona de los amigos ricos de la familia. Al remontar la escalinata que une dos mundos (señores, criados) y posarse sobre un balcón, Cleo observa la impenetrable noche del bosque, que finísima y gradualmente se va tiñendo de un claror extraño y de un chasquido de fuego. La conflagración del bosque y el trastorno que causa en esa pequeña sociedad vacacional son el último preludio de la conflagración social mexicana que habrá de repetirse, al cabo, en la secuencia crítica de la película: la marcha pacífica de universitarios asaltada por asesinos de su misma edad cobijados por el Estado. (Cuando a plena calle una estudiante, con su novio muerto en sus brazos, grita: “¡Ayúdame, ayúdame!”, ¿no está interpelando al espectador?)

VII. La escena del infeliz parto de Cleo, consecuencia y prolongación del Halconazo y la anagnórisis que conlleva (el padre resulta ser un asesino), permanecerá como segmento antológico y de manual fílmico por su realismo, su sobriedad y su poder expresivo. El hijo que vemos nacer muerto, las frases de consabida lástima de los médicos, el mutismo de la madre y la cámara siempre valiente, nunca púdica, afectan al espectador –como en la esencia del teatro y de la representación– hasta el grado ritual del sagrado respeto. El ciclo trágico consumado es la consecuencia de la politeia –la sociabilidad– de la ciudad: las castas, la falta de educación sexual y sentimental (que no sean las canciones de la cultura de masas), el desarraigo de los lugares de origen y de las tradiciones, la voracidad de un mundo irreflexivo, el machismo, la crueldad y la pobreza, la violencia del Estado y sus paramilitares: todo ha llegado a un útero, del que sólo puede nacer la muerte. Es dable pensar, además, según esta identidad del ciudadano y su ciudad, que lo que nace muerto en esa sala de partos de 1971 es también un México de la muerte, ése que todos conocemos.

VIII. Abren y cierran la película elementos paralelos: Cleo y el agua mansa de las cubetas lavando la casa de los señores; y el poder de las olas que ponen en peligro la vida de los niños y la suya propia, del que no escapará sino a costa de amor y catarsis. El agua y la feminidad (Mircea Eliade) son el hábitat del filme, y hasta la sensación claustrofóbica –por momentos agobiante– podría entenderse como el encierro ético de las condiciones de la madre, la abuela, la doctora y Cleo misma. Juego de espejos, Roma sólo parece flaquear cuando se confía a artificios que, por asombrosos que sean, no acaban de significar gran cosa (como el canto del norteamericano a espaldas del incendio). ¿Terapia social? Al ver en la pantalla los hitos de nuestro pasado inmediato y los patrones culturales de nuestras familias, terminamos de ver esta obra con la agridulce certidumbre de que hemos vivido en y por la historia y no, como tantas veces suponemos, al margen de ella.

Envío
En su reseña del 1 de septiembre en el suplemento Confabulario de El Universal, Jorge Ayala Blanco apuntó que al final de la narración, “la doliente Cleo retorna a los cubetazos en el patio y a la azotea perpetua cual privativo mito de Sísifo”. Ampliando esta observación, el Sísifo mayor llamado México reproduce sus traumas con pasmosa parsimonia: 1968-1971-2014-2018 (este año vimos, en un ataque a estudiantes bajo Rectoría de Ciudad Universitaria, los mismos métodos “porriles”). Más violentos, más “agringados”, igual de asépticamente divididos en castas, con menos poder adquisitivo y acaso menos ingenuos, pasamos un estado convulso de nuestra sociedad, donde todo el cúmulo de atropellos individuales y sociales descritos y hechos visibles por el filme de Cuarón han hecho crisis desde hace ya mucho. Estamos ante un cuerpo epiléptico. El relativo éxito de la reanimación del país consistiría, como es patente, no en volver al pasado, sino en inventar algo nuevo.

 

 

David Noria. Mexicano-colombiano, estudió Letras clásicas en la UNAM y griego moderno en la Universidad Aristotélica de Tesalónica.

 

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Posted: December 17, 2018 at 11:29 pm

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