Essay
Mudanza con abejas

Mudanza con abejas

Ollin García Pliego

El que ha talado la carne
la pulpa de la carne
nos adora
YOLANDA PANTIN

He perdido la cuenta de las veces que me he mudado de casa o departamento. Diez, quince, no lo sé. La primera mudanza de la que tengo memoria la hice con mamá, de la casa de mis abuelos paternos en Ecatepec, Estado de México, a Ciudad del Carmen, Campeche, en julio o agosto de 1996, unas semanas antes de que comenzara el segundo año de kínder. Mamá me dijo que me despidiera de mi amigo Juanito (compañero de partidos de fútbol callejeros, vecino de la casa de la esquina). Hicimos nuestras maletas y nos fuimos en autobús hasta la Isla del Carmen, un viaje de 14 horas.

Hubo más mudanzas. Mis padres, mi perro Donner y yo regresamos a la Ciudad de México en el 2000 y nos instalamos en una casa en la delegación Tlalpan. Luego volvimos a la isla en agosto del 2002, sin Donner, víctima de un parásito letal en el corazón. Un par de casas más en Ciudad del Carmen. Luego vino mi mudanza temporal a Pau, Francia, en agosto del 2005. Posteriormente regresé a la isla, en noviembre de ese año. Después vino Trinidad y Tobago, en octubre del 2007. Un ir y venir interoceánico. Unos años después llegué a Houston, Texas, en agosto del 2009. Varios departamentos en Houston. Al año siguiente me mudé a Appleton, Wisconsin. Mis días de universidad. Varios cuartos en las residencias de estudiantes. Un año viviendo con mi amigo León, mi cuate Bill y mi ex novia Alyssa, en una casa de principios del siglo XX. En el 2016 llegué a la literaria Iowa City. Mis días de maestría. En el 2018 llegué a Bloomington, Indiana. Mis días de academia total, con una interrupción de seis semanas en un piso en León, España, en el verano del 2019. Ahora he encontrado un departamento más barato y más cerca de la facultad. Una mudanza más.

Ayer, el día 23 de julio, me entregaron las llaves del nuevo lugar que alquilé en 10th Street, en Bloomington, a solo unas cuadras del Global and International Studies Building de Indiana University, donde está el Departamento de Español y Portugués, mi hogar académico. Ahora no tendré ataques de pánico al mirar el reloj despertador todas las mañanas, temiendo que se haya detenido o que dé mal la hora. Ahora podré irme caminando a la facultad todas las mañanas, sin la presión de salir corriendo a alcanzar el autobús que pasa a las 7:35 a.m., o el de las 7:55 a.m. (todas aquellas mañanas agitadas en las que me dejaba el primero). Ahora podré ahorrarme un dineral al no pagar Über cuando tenga que salir a reuniones nocturnas (cuando sea que el COVID-19 infame pueda ser controlado por la administración infernal de Donald Trump).

No sé cómo sentirme o no estoy seguro si siento algo. Quizás siento vértigos. Tal vez me siento volando por los aires en medio de un tornado, sin poder bajar a tierra. Siento náuseas. Se me corta la respiración. Desde el 22 de julio, me la he pasado empacando cajas y cajas de libros y cuadernos con viejos apuntes de mis días en la Facultad de Literaturas y Estudios Culturales de Lawrence University; de mis años en la Maestría en Escritura Creativa en la muy literaria University of Iowa. Me he dado cuenta de que mi biblioteca se ha multiplicado como si mis libros fueran hongos o verduras del huerto en tiempos de cosecha, como dice la gran poeta Helia en alguno de sus poemas inéditos.

Ahora es la medianoche, apenas comienza el 27 de julio, los primeros segundos del nuevo día. El bochorno veraniego, las luciérnagas, los escarabajos, las ardillas y los conejos se asoman afuera de mi actual departamento, hogar que estoy por dejar mañana. Intentan entrar cada vez que abro la puerta y los ahuyento con las manos, con los pies, con las llaves.  No sé cómo, pero he caído en la cuenta de que mi biblioteca en este piso (en un complejo de departamentos rodeado de altos pinos) tenía un orden. Eso me ha sorprendido considerablemente porque siempre creí que mis libros estaban acomodados al azar. Una idea errónea.

En un rincón superior de mi gran librero de madera (instalado entre la sala y la cocina, el cual servía como muro separador entre estos espacios) se encontraban los libros en inglés, comenzando con los dos tomos gigantes de The Letters of Sylvia Plath Volume I & Volume II (2017 & 2018), seguido de sus libros de poesía, entre los cuales destacaba Ariel (1965). También se hallaba su novela, The Bell Jar (1962), un gran hallazgo en mis lecturas y una gran cátedra de creación de atmosferas clínicas y tensiones emocionales y narrativas que me llegaron hasta las médulas. Una manera tenaz y poderosa de recrear la posibilidad de sanación, después de una temporada en el infierno con electroshocks. Y por supuesto, los Unabridged Journals of Sylvia Plath (1982). Queridísima Sylvia, estás en mi mente, en mi poética y en mi corazón. Los adquirí hace un par de meses y me he metido de lleno a analizar sus poemas y sus escritos. He tenido días y noches de suspensos prolongados. También me he enterado que la Lilly Library, de Indiana University-Bloomington, tiene una colección de escritos personales que donó su madre. Solo cuento los días para ir corriendo a estudiarlos.

Después estaban mis dos libros de no ficción de la gran Joan Didion, The Year of Magical Thinking (2005) y Blue Nights (2011). Didion, maestra suprema de la no ficción. Dos maneras magistrales de narrar las pérdidas de los seres más queridos y más cercanos de la existencia en esta tierra. Dos lecturas que me comieron las noches, que me prolongaron los días, que me dejaron flotando en la melancolía más sublime. Dos obras que paralelamente me hicieron cuestionar mi propia existencia y mi propia trayectoria como literato. Como escritor de no ficción. Como persona. Como hermano. Como hijo. Como ex novio. Querida Didion, qué grande eres. Como bien lo has dicho: “Some events would just happen.” Y por ello escribo, por ello me preparo.

Había otras pequeñas secciones en mi biblioteca personal; por ejemplo, la de esoterismo: libros de adivinación, tarot, astrología, metafísica, antroposofía, chamanismo e hipnosis regresiva. Tomos que me han ayudado en la búsqueda de los múltiples significados de la existencia en este plano. Libros que he consultado en momentos de duelo, en momentos de depresión, en momentos de rupturas, en momentos de querer entrar en contacto con seres queridos que han partido al otro plano de la existencia.

Otra de las secciones comprendía la poesía hispanoamericana. Mi mirada siempre reparaba en los libros de Alejandra Pizarnik, hechicera de la escritura, maestra de la poesía, de la soledad, de la niñez y de la muerte. Imponentes, sobresalían los tomos de Alejandra Pizarnik (Poesía completa) (2001) y Alejandra Pizarnik (Prosa completa) (2019), de editorial Lumen. Leí Árbol de Diana (1962) en el 2017 y desde entonces escribir poesía se ha convertido en un ritual muy nocturno, con una copa de vino blanco, cada que se presta la oportunidad. Como bien lo escribiste, querida Pizarnik: “Memoria iluminada, galería donde vaga la sombra de lo que espero. / No es verdad que vendrá. No es verdad que no vendrá”. No sé siquiera si mi memoria se ilumine, si exista en mí una galería donde vague la sombra de lo que espero. Y no sé si se aparecerá o no. Para perseguirme, para intentar eliminarme de la manera más cruel. No lo sé.

Ahora son las 12:51 am. y escucho el sonido del aire acondicionado, que me trae de vuelta a esta realidad, la de la impostergable mudanza. Por un momento creí que me tocaría mudarme completamente solo. Pero mamá vino desde Houston a escoltarme después de una temporada de casi cuatro meses en su casa debido a la cuarentena prolongada del COVID-19 y eso me animó bastante, aunque se marchó hace dos semanas. Y mi amiga brasileña, Gaby, y su roommate, me ayudaron a mover algunas cajas y la televisión hace un par de días; se ofrecieron de la nada y me dieron ese empujón anímico extra. A la distancia, mi prima Grace se ofreció a ayudarme desde la Gran Tenochtitlan, aunque evidentemente fuera imposible por la distancia.

Mañana vienen los hombres de la compañía de mudanzas que contraté: Busy Bee Movers, con oficinas centrales en Indianápolis. He visto en el internet que sus camiones tienen el estampado gigante de una abejita sonriente cargando una caja con su brazo derecho y saludando con el izquierdo. Su lema reza: “For a honey of a deal”, algo así como “Por una miel de un trato” o “Por un trato de miel”, quizás. Me incliné por ellos debido a la abejita sonriente, ya que me recordó mi temporada trabajando como aprendiz de apicultor en Erongarícuaro, Michoacán, en septiembre del 2007. Supongo que la memoria de las abejas rodeando mi traje de apicultor y dejando sus aguijones clavados en mis guantes de piel y en mis dedos me ha perseguido hasta estos días y he materializado su recuerdo en mi mudanza. En un estampado y en el nombre de una compañía de mudanzas. Esas mieles, esas velas, esos propóleos, esos piquetes en el cuerpo, esas hinchazones. Quizás un día vuelva a intentar ser apicultor.

***

He encontrado cartas de ex novias, cartas de amigas, cartas de mis padres y viejos apuntes sueltos en tarjetas blancas. Hallé la carta que Caroline, mi ex novia estadounidense del Midwest, me mandó el 13 de diciembre del 2012, desde Grosse Pointe, Michigan. La encontré en un sobre color manila junto con ensayos que escribí para una clase de historia. Caroline puso como remitente la casa de su madre y como destinatario mi entonces dirección: 14855 Memorial Dr., Apt. 802, Houston, TX, 77079. Por aquellos días estábamos de vacaciones de invierno en nuestro junior year (tercer año) de universidad en Lawrence. Yo estudiaba historia y geología y Caroline bioquímica y psicología. Ella estaba por irse de vacaciones a Cancún con su papá y sus hermanos. Intento abrir el sobre sin romperlo y me tiemblan las manos.

El título del cuadro de la postal es “Desert Madonna”, de Grazia Studios, en Tucson, Arizona. Es la imagen abstracta de la Virgen abrazando al niño Jesús, con un cactus de fondo y estrellas. “Hello there Ollin”, escribió Caroline. “How is everything back home? Currently I am taking a break from all the cleaning jobs my mom has asked me to do when coming to work with her today”, comienza la carta. Si la memoria no me traiciona, su mamá era dueña de una empresa que fabricaba partes de aeronaves. “Needless to say, it was very boring, and reminded me of the summer…”, me puso.

Aquel verano del 2012 en el que decidimos quedarnos en Lawrence a trabajar como intendentes, limpiando los edificios y las residencias de estudiantes para ahorrar dinero e irnos de vacaciones. Juntos. Antes de marcharnos a la Ciudad de México, a Ciudad del Carmen y a Chiapas. “Don’t forget to give me that list of suggestions for MX. I think of you often and miss you lots… Feel free to write back, I love you. <3 Caroline.” Si pudiera viajar en el tiempo, le respondería la carta. Nunca le escribí de vuelta. Nunca me hice el tiempo. Y ya nada de eso importa. Todo son recuerdos y ahora sería una tontería escribirle a esa dirección. No sé nada de ella. No sé dónde vive, ni a qué se dedica, y ya para qué. Lo dejamos en mayo del 2013. Ella se graduó en junio del 2014 y nunca nos despedimos antes de que se fuera de Lawrence.

Ahora son las 2:16 a.m. y tengo en mis manos otra carta, en esta ocasión de Alyssa, mi ex novia mexicana (también graduada de Lawrence). El sobre salió de entre las páginas del libro de Haruki Murakami, Tokio Blues / Norwegian Wood (1987). El sobre manila tiene mi nombre y mi primer apellido escritos en cursiva, con la letra de Alyssa. Abro el sobre y me veo en la necesidad de tomar una pausa en la escritura. Ahora, unos minutos después, veo la postal, con unas letras doradas que dicen: “As Your Receive your Master’s Degree Dream ‘no small dreams for they have no power to move the hearts of men.” Una cita de Johann Wolfgang von Goethe. Ahora, un par de años más tarde, no recuerdo si la mañana en la que recibí la carta de manos de Alyssa me di cuenta de que tenía una cita de Goethe. Está fechada el 15 de mayo del 2018. Alyssa y yo estábamos en el Raleigh Durham International Airport, aquella mañana en la que llegó de su estancia en África. Ese mismo día era la graduación de nuestra gran amiga en común, Alicia, ahora maestra en Literaturas, Lenguas y Culturas de la Península Ibérica y las Américas por University of North Carolina at Chapel Hill.

“Ollin: Lamento no haber podido acompañarte en este día tan especial. Pero gracias por dejarme ser parte de este viaje/aventura contigo. Por compartirme tus escritos y escuchar mis comentarios”, me escribió. Me gradué de la maestría los primeros días de mayo del 2018 y di una lectura (junto con mis compañeros de generación) del capítulo final de la novela que escribí durante mi participación en el taller de ficción de Horacio Castellanos Moya. Alyssa no estuvo entre el público, no recuerdo la razón. Tenía que estar con su familia en Baja California, supongo. “Estoy muy orgullosa de cada uno de tus logros, soy muy afortunada por tener la oportunidad de verte crecer como escritor y persona”. Ahora que releo estas líneas, veo su gran fe en mí escritura y su inmensa generosidad con lo de llamarme escritor. Nunca se lo dije.

Pocas veces le escribí algo a Alyssa. La mayoría de las postales o cartas que le dediqué fueron al comienzo de nuestra relación, por allá de febrero del 2014. Y ya nada de eso es relevante. Tampoco sé mucho de ella, aunque tengamos amigos en común. Nos despedimos por última vez en el Aeropuerto Madrid-Barajas el 4 de enero del 2019, después de unas vacaciones por Madrid y Andalucía, y nos separamos en febrero de ese mismo año. Nuestros años juntos se evaporaron como agua en un salar. Nuestro tiempo juntos se esfumó como la arena entre los dedos.

Ahora son las 2:56 a.m. y los recuerdos cesan. Pongo las cartas a un lado de mi computadora, encima de otro par más que me escribió Alyssa, de una postal que me enviaron mi amiga Alicia y su marido, de la carta que me envió el equipo de la Seeley G. Mudd Library como agradecimiento por mis años de trabajo en ese maravilloso lugar y de la carta de mi amiga Lola Copacabana, la cual salió en medio del libro de Hard Choices (2014), de Hillary Clinton.

Los recuerdos, las memorias, los escritos, los buenos deseos, el cariño. Minutos de la vida de otras personas que han pensado en mí y que me han dedicado su tiempo escribiéndome. Una suerte, una dicha. Uno de los pocos éxitos de la vida. Que alguien piense en ti. Que alguien te escriba. No sé qué hacer con las cartas de Caroline y Alyssa. No tengo una caja de galletas a la mano para guardarlas. Debo madrugar y seguir empacando. Esperar a las abejas trabajadoras. Con su miel. Con su camión verde. Y ayudarles a cargar.

 

Ollin García Pliego es escritor, poeta y periodista. Es graduado del MFA en Escritura Creativa en Español de la Universidad de Iowa (2018). Ha colaborado para Little Village Magazine, Suburnano, Corónica y The Lawrentian. Actualmente es estudiante de doctorado en Literaturas Hispánicas en la Universidad de Indiana-Bloomington.

 

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Posted: August 25, 2020 at 8:14 pm

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