Essay
Chile 2010: El terremoto del alma

Chile 2010: El terremoto del alma

Marjorie Agosin

 En los días de lluvia y neblina, Carmen Carrasco solía encender un pequeño brasero a carbón en su lugar más amado, la cocina. Acomodaba las sillas en un círculo y nos llamaba a que la acompanaramos. Las mujeres de la casa –mi madre, abuela hermana y yo– acudíamos a este encuentro que siempre estaba sumido en un aire de magia y misterio.

Carmen Carrasco era una fi el relatora de historias y lo hacía en los días de lluvia, cuando el cielo se oscurecía y daba paso a furiosos torrentes que se convertían después en granizos. Pedía un absoluto silencio y empezaba.

Érase, creo yo, en el mes de septiembre de 1939; me encontraba en mi casa preparando el almuerzo y una sopa de verduras frescas. Mi hijo y esposo se encontraban en sus trabajos y, de pronto, parecía que mi casa era un barco que se mecía furiosamente en la tierra. Vi cómo se caían las paredes, igual que una caja hecha de fósforos. Grité despavorida y salí a la calle, donde vi a todos correr en un estado de pánico. Después no me acuerdo más. Se detuvo, suspiró profundo y miró a las llamas que también parecían parpadear al escuchar esta historia.

Carmen Carrasco vivió en la casa de mi abuela por más de cuarenta años. Cuando crecí supe su historia. Había llegado en el año 1939 a la capital en un tren que venía de su ciudad de Chillán, un tren que traía heridos de este siniestro terremoto que se registra entre los cinco más fuertes del país.

Mi abuela iba siempre a los hospitales repartiendo frazadas que ella misma hacía, hasta que un día se encontró con Carmen Carrasco. Conversaron, se hicieron amigas, y se la llevó a vivir a su casa. Y aunque trabajó como criada, era una parte escencial de la historia de nuestra familia.

La obsesión de Carmen Carrasco era hablar del terremoto del 39, cómo perdió su memoria y cómo su marido e hijo perecieron entre los escombros. De su casa nada quedó, y de su familia tampoco. Hasta sus tías y primos perecieron en la ciudad.

Durante mi infancia y a través de las historias de Carmen Carrasco, aprendí de la precariedad y fragilidad de la vida cotidiana por la prescencia de estos terremotos. También entendí por qué siempre en la casa habían linternas, baldes de agua y una radio a pila. Mi abuela decía que era escencial estar preparados para los caprichos de la tierra, porque cuando ésta se movía no había quien la detuviese.

También entendí el por qué mi madre siempre me decía: “Dime dónde irás, en qué casa estarás, por si hay un terremoto y necesito encontrarte.” Vivir en un país donde tiembla casi todos los días es enfrentarse a la vulnerabilidad y fragilidad de nuestras vidas, como también a vivir con un espíritu de resignación y estoicismo que ha caracterizado a los chilenos. “Qué se le va a hacer, así será. Estamos vivos.” Frases que escuché durante mi infancia y adolescencia.

Vivir en zonas de terremoto no quiere decir que tiemble la tierra por unos instantes o un largo minuto, sino más bien un estado de ánimo que defi ne el imaginario de los ciudadanos. Pienso que es entender lo imperceptible como lo devastador.

En los cursos de geografía e historia, los adolescentes chilenos saben que viven en un país marcado por catástrofes donde los terremotos ocupan un lugar central. De los más grandes del planeta, tres ocurrieron en Chile en el siglo XII. Terremotos que alcanzaron los nueve grados, uno en Valdivia (en el sur del país) y dos en Arica (en la zona norte). En el siglo XX sucedieron terremotos en zonas similares. Después, en el siglo XXI, precisamente en el 27 de febrero del 2010, un terremoto volvió a afectar el sur del país, más que nada las zonas costeras cercanas a la hermosa ciudad de Concepción.

Aquella madrugada del terremoto sólo podía pensar en la geografía de mi país –un país delgado, largo y extenso. Un país de enormes contrastes geográficos, culturales y económicos.

Mi país está rodeado por la cordillera de los Andes, la más larga del mundo y, por el lado contiguo, el Oceano Pacífico. Es un país donde el mar y la cordillera sólo tienen una breve distancia de 180 kilómetros. Estos enormes contrastes geográficos también se manifiestan en la cultura y en la economía del país. La cultura del norte –cuya herencia se remonta a los indios atacamenos– como la del sur –que se remonta a las culturas de la Araucania– denotan a un país complejo y, en muchos aspectos, un país dividido.

Es dificil escribir sobre un terremoto cuando hay tanto dolor y vulnerabilidad. Además, en un país donde tiembla todos los días, las replicas son enormes. Pero quiero referirme a los terremotos que afectan el alma. El terremoto más reciente se une así a la larga historia de los otros. La diferencia es que, en el siglo XXI, Chile se ve a sí mismo y frente al resto del mundo como un país próspero, un país donante y apoyador de otros. Sin embargo, las imágenes que vimos nos muestran un país dividido en términos económicos y sociales. Las zonas más afectadas fueron los pequeños pueblos costeros de la zona de Constitución. Pueblecitos enteros dejaron de existir. Desaparecieron completamente ya que, después del terremoto, vino un maremoto que se llevó todo: barcas, casas, muebles y más que nada a personas, a niños pequeños tomados de la mano de sus abuelos.

La alerta del maremoto no fue emitida. Algunos conocedores de la tierra y el mar se marcharon hacia los cerros. Otros se quedaron ahí, esperando y cuidando sus escasas posesiones. Fueron estas las víctimas devoradas por la tierra y el mar.

Causa una enorme tristeza ver las imágenes de saqueos, no de alimentos sino de televisores, radios, pertenencias de otros. En medio del dolor, vemos el dolor de la codicia y de la indiferencia; a la vez, el dolor de un país en donde la clase media es cada vez menor y la extrema pobreza representa un índice alto.

Junto a las imágenes de saqueo vemos otras de solidaridad, vecinos ayudando a vecinos. Jóvenes estudiantes viajando a las zonas afectadas –ayuda de las regiones menos afectadas. Observamos en estos momentos la bondad y el abuso, la pobreza de estos pueblos marinos, la riqueza de otras zonas menos afectadas. Es un terremoto geológico y del alma que nos hace pensar quiénes somos como país y como ciudadanos. Nos invita a pensar cómo viviremos en el futuro. Es decir, cómo estaremos mejor preparados para enfrentar otros terremotos de la tierra y del alma.

En la ciudad de Santiago también este terremoto se dejó sentir. Las casas más humildes de la ciudad fueron destruidas. Se cayeron techos y paredes. Recordé a Carmen Carrasco contando que su casa se movía como un barco, y entendí que en momentos cuando todo tambalea es una oportunidad para la reflexión.

Las casas del barrio alto, los elegantes centros comerciales de esas zonas, sufrieron menos. Fueron más sólidas las construcciones que resistieron a este sismo. Se quebraron algunas copas, pero nada más. También otras casas en barrios acomodados sufrieron grietas, quiebres de loza, finas botellas de vino derramadas, pero no perdieron sus techos.

Recuerdo a mi abuela armando sus frazadas y tejiendo alrededor un borde de crochet. Siempre decía que las frazadas también calentaban el alma, que no sólo eran funcionales y que estaban hechas por manos solidarias y generosas.

Pienso que este terremoto del 2010 mostró que Chile es un país de infrastructura precaria y que aún hay hambre y miseria. Por eso tanto saqueo y robos.

Pero también este terremoto logró demostrar que somos vulnerables. Que el apego a las cosas materiales no es tan central a nuestra vida. Cuando la tierra tembló no hubo tecnología que valiese. Era mejor tener un lápiz para anotar teléfonos. Las linternas que mi abuela consideraba casi un mandato y el viejo transistor a pila que transmitía de lugares cercanos y lejanos.

Cuando Chile quedó a oscuras tal vez fue un momento iluminador: las personas buscaban rostros, unas manos para sujetar. Reflexionaban en lo que realmente valía, tal vez reparar relaciones cortadas o pasar más tiempo con los seres queridos. Ante el dolor y la tragedia se tiene una oportunidad dorada para revalorar la vida.

Yo acababa de regresar de Chile, en donde tenemos un departamento que está casi dentro del agua. Mi madre y mi hermana viajaron tres horas antes del terremoto y mi familia se comunicó con nosotros vía email porque los teléfonos estaban cortados. Me sentí impotente y triste y pensé que, como dijo la presidenta, “Chile no se merecía todo esto.” Pero empecé a recordar tantas cosas: el terremoto del 60, cuando tenía cinco años y el segundo piso de la casa de mi abuela se vino abajo; el terremoto del 62, cuando estaba jugando en la calle hopscotch, y sentí que las veredas se partían y la tierra me tragaba; el terremoto del 66, cuando una iglesia se desplomó hacia el lado izquierdo, salvando a mis abuelos y su casa; o el terremoto del 67, cuando mi amiga Vivi y su madre se encontraban en una pastelería, y se desplomaron todos los queques, las tortas de novia. Vivi dice que empezó a saborear cada uno de los pasteles que se caían y llegaban a su boca. Dentro del caos, siempre hay humor, siempre una mano acaricia a la mano que tiembla. En estas situaciones tan adversas vemos muchas veces lo mejor de lo que implica ser un buen ciudadano.

Recordé también que en todos los terremotos en los cuales me tocó estar se escuchaban los rezos. Rezos por las calles, rezos por las iglesias y las sinagogas. Me acuerdo que Carmen Carrasco siempre rezaba el de Santa Teresa, la sabia y la mística.

Nada te turbe
Nada te espante
Todo se pasa Dios no se muda
La paciencia todo alcanza
Quien a Dios tiene nada le falta
Sólo Dios basta

Las escenas que llegaban por televisión directo desde Chile o por CNN, mostraron a hermosas caletas desaparecidas. Mujeres y niños sentados entre los escombros. Una mujer preguntando por su hijo y su padre llevando en la mano una foto. No pude dejar de pensar en las madres de los desaparecidos buscando a sus seres queridos. Esta vez no fue un gobierno militar: se los había tragado el mar. El mar furioso había devorado pueblecitos de todo un litoral junto con la mágica y misteriosa isla de Juan Fernández, donde dicen que Daniel Defoe se inspiró para escribir Robinson Crusoe. Esa isla desapareció del mapa llevándose a los jóvenes que estudiaban oceanografía allí.

Chile nos duele en el corazón, el corazon llueve de lágrimas y, aunque no es un país tan desamparado como Haití, es un país igualmente vulnerable ante estas calamidades de la naturaleza. También este terremoto coincide con la llegada de un nuevo presidente. Sebastián Pinera, de una ideología de centro derecha después de que el país estuvo gobernado por un conglomerado de partidos de centro izquierda. Da mucho qué pensar lo que significa este cambio para Chile, pero ahora sólo quedan las interrogantes y la espera.

El día de la toma de mando, el jueves 11 de marzo, también tembló en el país, en especial en la zona en las afueras de Santiago, y en Valparaíso, donde se reunía el congreso y mandatarios internacionales, tembló igual. Los presidentes invitados miraban atónitos a los chandeliers que se movían de un lado a otro por el temblor, y afuera la gente corría despavorida porque se anunciaba un maremoto.

Esto parece tema de realismo mágico, de literatura fantástica o de una historia de Isabel Allende. Tal vez Chile es no sólo un país de terremotos, de diverisdad humana y geográfica, pero un país cuya naturaleza es tan alucinante como misteriosa.

Durante el día después del terremoto continuó temblando y muchos durmieron en las calles. El aeropuerto cerró por varios días, y en esos momentos de vulnerabilidad todos pensamos en tantas cosas. Tal vez reparar relaciones quebradas y mejorar las existentes. Cuando el techo colapsaba pensábamos más en mejorar lo posible y lo duradero nuestra propia alma.

Imaginé la voz de mi abuela sentada al lado de Carmen Carrasco, al lado del brasero, las dos haciendo frazadas para el próximo terremoto. Al mencionar lo que Chile podía necesitar, lo primero que dije fue frazadas, aunque había tantas otras cosas necesarias: comida, agua, pañales, pero recordé que mi abuela decía que era necesario saber que por medio de las frazadas otro ser humano compartía amor y calor.

Patti Sheinman de Wellesley Hillel me preguntó qué necesitaba Chile y, al decirle que frazadas, se puso en campaña para recolectarlas. Me ha emocinado la solidaridad de tantos en todo el mundo. Eso nos ayuda a sentirnos menos solos ante las desgracias y aprendí que la indiferencia de otros no perturba el predominio de la bondad.

Este verano yo misma trataré de hacer frazadas para mandarlas a Chile. Se avecinará un crudo invierno, doloroso para los que aún no tienen casa. Recordaré mi infancia junto a un brasero, las historias del terremoto del 39, historias de la valentía y el miedo, la solidaridad y la avaricia. Y me doy cuenta de que no hemos aprendido mucho de los terremotos de la tierra. Tal vez los terremotos del alma nos inspirarán a construir un planeta no tan sólido en paredes ni edificios sino en humanidad y bondad.


Posted: April 21, 2012 at 12:27 am

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