MEMORIAL DE LA GARGANTA
Ana García Bergua
De niña me operaron de las anginas. Por una lógica que no tardó en volverse antigua, los médicos se las quitaban a los niños para evitar infecciones. También me quitaron las adenoides, por si acaso. Aquella operación tenía cierto prestigio para los niños pacientes: al despertar te daban helado de limón para que cicatrizara, un modesto privilegio sin duda, del que disfruté en ese pequeño hospital que estaba cerca de donde vivíamos, en la Condesa. Después del helado, me mandaron a casa y ahí pasé la noche gritando del dolor; los puntos se abrieron y escupía sangre. Hubo que correr otra vez al hospital para que me suturaran de nuevo. De nuevo la anestesia, otro despertar, el helado de limón y esta vez la advertencia: ya no grites. Quizá desde entonces trato de no gritar.
Qué cosa la garganta, todo lo importante pasa por ella: la sopa caliente y el aire de la montaña, el vino que alegra y la bocanada que alivia, el aire y el agua más puros. La garganta dirime qué camino seguirán: si van a los pulmones o a la cocina del estómago; un error en aquella elección puede ser terrible, mortal. La garganta es la aduanera de nuestros sustentos principales, partera del aliento vital. Iglesia del aire, con su campana que revolotea al paso de la voz, por ella declaramos, cantamos, bebemos tequila o agua de limón, nos envalentonamos, protestamos.
Por lugar común y fisiología dramática, las emociones se anudan en la garganta cuando el miedo tampoco sabe a dónde ir o por dónde: santa garganta de nuestros embotellamientos anímicos, las alegrías y las tristezas que no saben dónde queda la salida de emergencia, estanque para las lágrimas. El prodigio del miedo que, dicen, hace subir testículos y ovarios a la garganta para convertirlos, si acaso, en súplica, grito o nudo, ese que se llamaba también globo histérico, de manera curiosa, machista y acusatoria, sucedánea del no tienes nada, estás asustado por el aire e inflas globos de temor.
El paso por la garganta es tan delicado, tan decisivo, que hasta el pie tiene su propia garganta, antes de que la pierna toque tierra: a la garganta del pie le llamamos tobillo los que venimos desde la pierna, pero me gusta más garganta porque por ella pasa el andar que es tan leve como el aire. Y los desfiladeros, los ríos, las cuevas, tienen garganta que se estrecha y puede bloquear el paso del agua que los va dibujando con su correr. También la corola de algunas flores, como la jacaranda, tiene garganta.
Hermoso lugar, la garganta. La garganta de un acantilado, la garganta de un valle, tu garganta con su nuez que sube y baja en el baile de tu voz, mi cuello que acaricias cuando el deseo y su vértigo pasan por la garganta.
Alguien tuvo una fantasía sexual desbocada y la nombró Garganta profunda; hizo con ella una película de gran fama en los setenta: el vértigo de la garganta y unas posibilidades muy exageradas.
También por las gargantas pasan algunas condenas de muerte, la horca y la guillotina. El asesino de Frenzy, la película de Hitchcock, asfixiaba a las mujeres con su corbata. “La garganta es un área vulnerable en la mayoría de los animales, y corresponde a un lugar típico en el cual atacan los depredadores a su presa”, dice la Wikipedia.
En la culminación de su generosidad, el gato te ofrece su garganta para que la acaricies, como los amantes ofrecen la boca para el beso. Y su ronroneo prodigiosamente tranquilizador, que algunos califican incluso de curativo, se cocina dentro de su cuello flexible. La de los gatos es entonces una garganta generosa y sabia.
Esa raspadura hecha de mezcal, de canciones rudas y sentimentales, que casca la voz y llega a la vejez como una Chavela Vargas, es el orgullo de la garganta. En cambio el canto cristalino, puro, es su plenitud: la juventud que desafía a la garganta y juega a tañer sus cuerdas con libertad y desenfado, como un músico a su instrumento. Cuando la garganta se enfada y hace huelga, nos deja mudos y cancela nuestros gritos.
Qué común era hasta ahora el dolor de garganta. Esa irritación fugaz, el dolorcillo al que antes despachábamos con té o pastillas Vick de limón y miel, haciendo gárgaras sonoras y musicales, sin otorgarle demasiada importancia, esa garganta de señora delicada que perdía la voz, tan voluble a los aires y las temperaturas caprichosas, es ahora la mensajera de las malas noticias.
Llevo dos meses con la garganta preocupada, sensible a cualquier molestia, aterrorizada por la cercanía con los oídos, con los ganglios. Su aduana es ahora puerta de la tráquea y los pulmones, a donde la enfermedad, si llega, podría ser fatal. Rezamos todas las noches: que te dé la fiebre, que te duela la cabeza, que sientas estrujados los huesos, que duermas muchas horas, pero que no te duela la garganta, que no pase por la garganta: ahora más que nunca, la garganta es un abismo, una extraña resbaladilla.
No grites, me dijo el médico en aquel entonces y obedecí por miedo a que me volviera a salir sangre de la garganta. Ahora no grito, trato de estar tranquila, aplaudo a los médicos, cumplo las indicaciones. ¿Cuánto tiempo más de susurrar rezos? El miedo a que la enfermedad pase por la garganta forma un nudo, un globo histérico. Imagino que todos nos sentimos así; de alguna manera un poco precaria, es un consuelo.
Ana García Bergua Es escritora y ha sido galardonada con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. Su Twitter es: @BerguaAna
©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.
Posted: June 2, 2020 at 10:07 pm