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Historia universal de la desgracia
COLUMN/COLUMNA

Historia universal de la desgracia

Alberto Chimal

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En marzo de 2011, decenas o tal vez cientos de personas fueron asesinadas por el cártel de los Zetas en una campaña de venganza que se centró en el pueblo de Allende, Coahuila: un lugar pequeño, aunque situado en rutas del tráfico de drogas y de personas, en el que miembros del cártel se habían asentado y controlaban buena parte de los negocios, el gobierno y la policía locales. Un informante había proporcionado a la DEA –la agencia antidrogas de Estados Unidos– información para localizar a dos jefes de los Zetas que vivían en Allende; en represalia, los jefes ordenaron que casas y negocios de lo que creían posibles delatores fueran quemados, y que éstos, junto con sus familias, fueran muertos y desaparecidos. En general los crímenes siguen impunes.

José Juan Morales, entonces coordinador de investigadores de la Subprocuraduría de Personas Desaparecidas del estado de Coahuila, declaró en 2017:

Se hablaba de alrededor de 50 camionetas que llegaron a Allende con gente vinculada al cartel. Ingresaron a domicilios, los saquearon, quemaron. Después de saquearlos, llevaron a las personas que vivían en los domicilios a un rancho a las salidas de Allende.

Primero los mataron y luego los metieron a una bodega donde había pastura, los rociaron con diésel y les prendieron fuego. Estuvieron alimentando el fuego horas y horas.

La declaración de Morales aparece en un reportaje de la periodista Ginger Thompson, aparecido en el sitio ProPublica: una reconstrucción de la masacre, que examina sus causas y la inacción oficial, tanto en México como en Estados Unidos, para determinar en quiénes recae la responsabilidad del suceso. Una consecuencia más de la “guerra contra el narco” iniciada por el entonces presidente mexicano Felipe Calderón y, más ampliamente, de la desastrosa política antidrogas que Estados Unidos ha impulsado en América Latina desde 1971, cuando Richard Nixon, entonces presidente de aquel país, inició las campañas que se han vuelto rutinarias contra la producción e importación de opiáceos y otras sustancias, siempre asignando el papel de adversarios y agresores a los productores extranjeros y sin apenas considerar las razones de la demanda: los motivos por los que las adicciones en su propia población avanzan hasta hoy. Los resultados, como sabemos, han sido exactamente lo opuesto de lo que se pretendía, y las ganancias y poder del narcotráfico han crecido en vez de menguar, con todas las resultas que también conocemos.

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Uno de los cambios más profundos que ha provocado la “guerra contra la droga” es que el estereotipo de “lo latinoamericano” en el exterior (y en especial, durante los últimos quince años, el de “lo mexicano”) ha sido devorado por la figura y la mitología del narcotraficante. El buen salvaje que sirvió de justificación al colonialismo de siglos anteriores, y que incluso entre nosotros ha conocido innumerables variantes, se ha convertido en salvaje a secas: una figura repulsiva y fascinante a la vez, y un material muy lucrativo para las empresas globales de medios, que lo usan para encantar a los públicos del “Primer Mundo” con series, películas y demás contenidos que nunca pasan de romantizar la violencia y siempre terminan por ofrecer posturas más que un poco racistas. Los que vienen de estos lugares son todos iguales, dicen, aunque rara vez de manera explícita; la capacidad para el mal y la violencia se da frecuentemente en ellos, al contrario de lo que sucede entre nosotros.

No ayuda, por supuesto, que en México también hayamos buscado explotar al estereotipo. Llevamos alimentándolo poco menos tiempo que el que lleva la guerra iniciada por Nixon. Lo hacemos crecer con nuestras propias versiones del narco como héroe romántico (o por lo menos como figura de acción): todas las ficciones mediocres que se han dedicado a revolver los mismos cuatro ingredientes una y otra vez, y que hasta hoy se protegen con las mismas excusas biempensantes: que si son valientes al decir lo que otros callan, que si están comprometidas con la realidad, etcétera.

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Una característica sorprendente del reportaje de Ginger Thompson es que se trata de una reconstrucción coral, con testimonios de diversas personas entre los narcotraficantes pero también más allá de ellos: con palabras de meros pobladores de Allende, a quienes la impunidad de los asesinos y el temor por sus propias vidas había silenciado durante años. Se debe insistir en que algo así es rarísimo en las historias acerca de la violencia causada por el narcotráfico. Las víctimas aparecen para ser torturadas y asesinadas, pero no tienen rostro, voz, singularidades humanas. (¿Cuánta gente conoce las hazañas del Chapo Guzmán? ¿Cuánta conoce –en cambio– el nombre de al menos una de sus víctimas?)

Esta particularidad del trabajo de Thompson llamó la atención de James Schamus, productor, director y guionista estadounidense de larga y prestigiosa carrera, que obtuvo los derechos del reportaje y lo utilizó como base para crear una miniserie televisiva: Somos., recién estrenada en Netflix. Los seis capítulos de Somos. ficcionalizan la masacre de Allende para respetar y proteger a los supervivientes, como suele decirse, y en este caso –desde luego– es absolutamente cierto. Se cambian nombres y detalles, se agregan o suprimen personajes, se resumen o amplían acontecimientos.

Pero lo esencial de los hechos permanece: fechas y lugares, causas y efectos; la amenaza constante de un final violento, la aterradora sensación de impotencia de quienes se saben desprotegidos y a merced de un poder codicioso y sanguinario. Y al mismo tiempo se ve algo que casi ninguna historia de narcos muestra de verdad: que ninguna ocurre en el vacío, en un entorno desierto como los escenarios virtuales de aquellos videojuegos en los que los adversarios eliminados caen y desaparecen. Que las vidas humanas transcurren antes, durante y a veces después de la violencia.

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Schamus, consciente de que necesitaba un equipo que conociera mejor y más de cerca la realidad que se proponía retratar, reclutó a la guionista Mónika Revilla y, de forma crucial, a la novelista Fernanda Melchor para desarrollar la historia con él y el resto de su equipo. En el medio audiovisual mexicano parece existir el mito de que los escritores somos de trato difícil y no se puede trabajar con nosotros; mientras se averigua (o no) qué tan extendida está esa idea, es innegable que Melchor reforzó los rasgos más originales del proyecto Somos. en su conjunto. Páradais, Temporada de huracanes y Aquí no es Miami –los tres libros que la escritora ha publicado hasta el momento, celebrados como recreaciones veraces de algunas de las partes más oscuras de la vida en México– coinciden también en su interés por observar a personajes comunes, sin glamour, empeñados en sobrevivir mientras todo a su alrededor parece simbolizar el mal y la catástrofe. En una descripción general de Somos. escrita por Melchor, se destacan siete historias principales que se entrecruzan a lo largo de la serie, y solamente una se centra en narcotraficantes. Todas descansan en la certidumbre de que la masacre ocurrirá, pues ésta se anuncia en los primeros minutos del primer episodio, pero transcurren sin dar señales del futuro, como las nuestras: sin dramatismos exagerados ni guiños a quienes las vemos desde lejos.

Así, las líneas narrativas más interesantes en la serie terminada son a) la de la familia Linares, viejos rancheros de Allende, entre quienes está Benjamín (Jero Medina), un hombre joven cuyo deseo de validarse ante sí mismo y su padre tras una vida de fracasos personales es uno de los detonadores de la masacre; b) la de Flor María (Caraly Sánchez), una migrante salvadoreña que es víctima de tratantes de personas y obligada a prostituirse en un burdel local, en el que coinciden muchos hombres del pueblo; c) la de un grupo de amigos adolescentes de una preparatoria de Allende: entre ellos, Nancy (Jimena Pagaza), una muchacha inteligente y desparpajada, que tiene sus primeras relaciones sexuales al tiempo que logra ingresar al equipo de futbol americano de la escuela, y Samuel (Ulises Soto), el hijo tímido de un capo temible, con una vida rica y solitaria que se abre a un amor del que su padre no debe enterarse; y, sobre todo, d) la de doña Chayo (Mercedes Hernández), una mujer pobre y desilusionada que vende jochos en un carrito miserable, respetada por su sequedad y su discreción, y que debe cargar con los problemas de su hija Aracely (Natalia Martínez), quien dejó la preparatoria al nacer su primer bebé, y su yerno Paquito (Jesús Sida), un cholo bueno y zonzo que siempre está metiéndose en problemas con las personas equivocadas.

Estos tres personajes, cuyas vidas tocan de algún modo las de todos los demás, son el verdadero corazón de Somos. Aun si ninguno se basa directamente en una sola persona real de las que vivieron o murieron en Allende, en lo que vemos de sus vidas está una variedad enorme de experiencias humanas: de las simples dificultades de la existencia, esas que casi nunca llegan a un canal de noticias y en las cuales hay espacio, al lado del horror, para los sentimientos, el contacto, la risa y la revelación.

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Benjamín, atribulado, indeciso, llevando a unos malandros (o dejándose llevar por ellos) a robar unas cabras en su propio rancho, para hacerse de cenar. El baile de quinceañera de Vanesa (Gabriela Melero) en un salón, con niños corriendo entre las mesas, muchas luces de colores y chambelanes de corbata vaquera. La junta de Alcohólicos Anónimos en la que Chema (Everardo Arzate), bombero y entrenador del equipo de futbol americano, recibe una medalla por su primer periodo prolongado de sobriedad. Una charla de Aracely y su patrona Érika (Arelí González), la veterinaria del pueblo, que sutilmente revela la complejidad de los lazos y las barreras que existen entre ambas, incluyendo el racismo condescendiente de Érika y el afecto sincero de Aracely. Paquito, después de haber llamado la atención de unos policías que estuvieron a punto de levantarlo, burlándose de ellos como si no hubiera estado muerto de miedo, delante de algunos borrachines a la puerta de una cantina. Doña Chayo empujando su carrito, con gran esfuerzo, entre incendios, disparos y gritos, porque si no la matan en la noche de la masacre tendrá que salir al día siguiente, como siempre, a seguir ganándose la vida.

Estos son los momentos que más se recuerdan de Somos., aun cuando las escenas de violencia y muerte están realizadas de manera impecable, sobria y reveladora. Son episodios que, pequeñas diferencias aparte, podrían ocurrir en numerosos tiempos y lugares diferentes. Lo que la serie de Schamus logra recordarnos es que no hay unos y otros en la violencia y el miedo que marcan el contorno de toda existencia en este mundo. Somos. es una narración que cumple con una aspiración de la literatura que antes se mencionaba más frecuentemente: es una historia universal de la desgracia.

 

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

 

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Posted: July 9, 2021 at 8:33 pm

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