Fiction
Navidad

Navidad

Lorea Canales

Navidad, 1986

Después de dormir a sus hijos, que se veían como angelitos, con sus pijamas idénticas a rayas grises y el pelo un poquito largo y despeinado, como le gustaba más a ella, pero que a la vez era un recordatorio que debía llevarlos al peluquero, Irina subió a la cocina. Lavó los platos sin prisa, asegurándose de enjuagarlos bien. Los puso en la charola de secar, aunque después decidió guardarlos de una vez en su lugar, secando cada uno con un trapo. Pasó una esponja sobre la estufa y consideró trapear, pero el piso no estaba sucio. Recogió sus zapatos de tacón, que había dejado en la sala, y descendió a su recamara. Escondidos en la parte más alta del clóset estaban los regalos para sus hijos. En el armario de la entrada había escondido el papel nuevo con estampado de Santa Clos. Sacó las tijeras y el diurex. Primero envolvió el Lego grande para Alfonso; era “La estrella de la muerte”, de Star Wars, con más de quince personajes. Todos eran malos, pero su hijo había insistido que ése era el que quería porque no tenía contra quién hacer jugar a todos los buenos que ella le había comprado con los años. Envolvió dos camisas Polo que sabía no le harían ninguna ilusión –de todas maneras las necesitaba porque esas que llevaba siempre estaban desteñidas–, más un walkman que había puesto en su lista. Para Jerónimo tenía el balón del mundial, Azteca, un pique de peluche, otro walkman idéntico al del hermano y tres pares de calcetines. Finalmente envolvió el Atari de Eduardo, con los juegos que había pedido y un traje de baño Speedo para sus clases de natación.

Usó la caja de Lego como charola, balanceó los regalos apoyando su barba sobre el balón y subió a la sala para acomodarlos bajo el árbol de navidad. Había apagado las luces; sólo los foquitos multicolores del pino alumbraban. Algunas de las series eran intermitentes y le pareció como si se movieran reflejadas en las esferas plateadas que le había regalado su mamá. Su árbol todavía no estaba seco. Al levantarse se dio cuenta de que había olvidado guardar el turrón. Sacó un cuchillo de la cómoda y cortó un pedazo. No recordaba la última vez que había comido turrón; éste había sido un regalo de la oficina y a los niños les gustó. Demasiado dulce, pensó, a la vez que cortaba otro pedazo. La almendra, o lo que fuera, le había cubierto el paladar con una película mazapanosa. En la vitrina encontró los vasos de cristal cortado, regalo de bodas de un tío de su esposo, que nunca usaban por miedo a que se astillaran.

Son tan pocas las cosas que se pueden reponer, pensó. Fue a la cocina para servirse hielos. Detrás de la carne molida había guardado la pistola de su marido. Estaba cargada, pero no sabía si funcionaría después de más de un año en el congelador. En un cuento de Roald Dahl una mujer asesinaba a su esposo de un mazazo con una pierna de cordero; la cocinaba al horno inmediatamente después, para que los detectives se comieran la única evidencia. No le había hecho tanto sentido el cuento, ¿qué no pudo haberlo matado con un sartenazo también? Quizás sólo se puede matar con una buena sartén de hierro forjado, y no había de esas en la Inglaterra de pos guerra; las habían fundido todas para matar a otras personas de otra maneras.

Sacó el revolver del congelador y puso hielos en el vaso. Llevó todo a la mesa del comedor, pero antes de sentarse fue a la puerta de entrada para asegurar que permaneciera cerrada. Varías veces al día se cercioraba de que estuvieran puestos los candados; le daba terror pensar que alguien pudiera entrar en su departamento. La puerta estaba debidamente cerrada. Tenía tres cerrojos: el de la chapa, que no servía para nada, uno abajo, con una llave especial cilíndrica que no podía ser copiada fácilmente, y un tercero, más arriba, con tres barrotes; no sabía cómo eso era más seguro, pero le habían garantizado su impenetrabilidad. Si disparara a la puerta con la pistola que estaba sobre la mesa, seguro la volaría en pedazos. Abrió todos los candados, menos el de la chapa, y subió al comedor. El hielo no se había derretido todavía, pero se reacomodó cuando vertió cuatro dedos de whiskey. Había fiesta en casa de los vecinos y el ruido incrementaba, la música cada vez más fuerte, las carcajadas más frecuentes. Esta vez no le molestó. Bebió dos tragos de whiskey, que le quemaron la garganta. Dio vueltas al vaso para escuchar el tintineo de los hielos. Pensó en echar un último vistazo a sus hijos, pero decidió no hacerlo. Tomó el revolver. Lo apuntó a su sien. Su mano temblaba tanto que no podía mantenerla estable. Puso el cañón en su boca para sujetarlo con los labios, pero el metal seguía congelado y le quemó la boca. Dejó la pistola sobre la mesa. Se sirvió otro whiskey, ya no le puso hielos, y lo tomó rápido, con traguitos pequeños. Escuchó pasos en el pasillo, y las llaves en el cerrojo que ella había dejado abierto, pero su esposo no se dio cuenta de esto y cerró antes de volver a abrir. Aprovechó el retraso para regresar la pistola al congelador y sacar dos hielos para otro whiskey. El reloj de la cocina marcaba las once y media.

Diciembre, 2015

Irina siempre hacía la posada navideña en su casa. La tradición empezó poco después de que salieran de preparatoria. Por entonces había sido supuestamente colectiva. Todas llevaban un plato y se turnaban cada año. Pero hace ya más de veinte años que venían a la suya, porque fue ella quien tomó el control de la fiesta. Recordaba bien el inicio, una posada en su departamento de Palmas donde sobraban postres y faltaban platos fuertes. Lo único que no eran galletitas o pastel fue el pavo que ella sí se había esmerado en cocinar, aunque ni siquiera había un puré de papas para acompañarlo. Ese fue el año del mundial, le bastaba recordar la pistola en su sien para volver a temblar. Rezó un Ave María rápidamente, agradeciendo a la virgen mantenerla con vida. Cada vez que recordaba ese momento, rezaba un Ave María. Ese fue un año difícil. El año siguiente ella sugirió que se acotaran a un menú y no que cada quien llevara lo que quisiera. Se pasaban, traían puras porquerías. Lupe se burló de ella diciéndole que se “alivianara”. Las demás arguyeron que eran malas cocineras y que no tenían un horno grande como el de ella, o que ya era suficientemente complicada esa época. Ya desde entonces, Irina estaba aferrada a la tradición. Antes de causar un desacuerdo, propuso:

—Ya, yo lo hago y que cada quien ponga dinero.

Durante algunos años así funcionó, poco a poco las amigas fueron olvidando hacer sus pagos e Irina se avergonzaba de cobrar, sobre todo porque no tenía necesidad. Los recuerdos se confundían en su memoria. El primer año en la casa nueva, cuando por fin dejaron el departamento. Aquel año en que Regina llegó enferma, y el año en que ya no estuvo con ellas. Cuando Isabel se emborrachó y le dijo a Marcela que su marido andaba tras ella, y que no tendría ningún inconveniente en bajárselo si no fuera porque sus hijos le parecían insoportables y antes muerta que volverse madrastra de semejantes engendros. Eso no acabó bien, aunque milagrosamente ambas siguieron asistiendo a la posada. Habría sido cuando los niños estaban en preparatoria y de verdad eran insoportables. Aunque lo interesante era que en realidad el verdadero affaire que había en el grupo era entre Rafael y Carlos, claro que a nadie le constaba. Con los años Irina fue mejorando la fiesta y los vinos, Ahora empezaban la fiesta con champagne y foie gras y a nadie le parecía exorbitante. Económicamente a todas –menos a Lupe, la pobre– les había ido bien; aunque al esposo de Irina, mejor. Y ahora, siempre que Lupe mencionaba con admiración algún detalle de la fiesta, Irina le guiñaba el ojo y le decía: aliviánate. Cuando sus hijos entraron a la universidad y tenían más vacaciones, Irina llegó a pensar en cancelar el festejo.

—Mamá, dices que son tus íntimas, pero solo las ves en navidad. Ya podríamos estar ahorita en el Summit.

Ella se aferró a la tradición y daba gracias por haberlo hecho, especialmente ahora que sus hijos estaban casados. ¡Ni siquiera podía pasar la navidad con ellos! Tenían el absurdo acuerdo de un año sí y un año no, pero invariablemente sus nueras se las ingeniaban para causar contratiempos y alejarlos con sus familias. Al menos ella seguía teniendo otros amigos, con ellos pasaba un buen rato. Pero no era lo mismo estar en algún departamento rentado o restaurante. Esta era su navidad.

Irina puso las manos sobre su regazo y las deslizó lentamente, como si alaciara un delantal, tal como lo hacía su madre. Hace unos años se había dado cuenta que imitaba el gesto. ¿O bien lo tenía dentro, impreso en los márgenes de sus células? Revisó una vez más los adornos sobre el árbol de navidad, girando algunas de las esferas para que lucieran su mejor ángulo, y se dirigió a la cocina. ¡Qué bullicio ahí dentro! Esperanza sacaba el pavo del horno para darle una bañada en su jugo antes de volverlo a meter. Ella prefería hacerlo dentro del mismo horno, para que no se secara, pero ya había aprendido que con Esperanza no se podía exigir demasiado. Agustín y Pablo, por su parte, ponían el champagne sobre hielo y acomodaban las copas en la bandeja. Eran excelentes meseros, ya sabían cómo le gustaba a ella servir: uno con la charola de copas, otro con la botella en la hielera, para que así no se calentara el champagne ni se escaparan las burbujas. Era de tan mal gusto llevar las copas ya servidas, se perdía la gracia de observar el champagne sobre el cristal como cascada, y la emoción de ver al mesero detener la botella inclinada justo antes de  derramase una gota traviesa. En la otra esquina, Candelaria cortaba y tostaba el pan. Irina se cercioró de la hora fijándose en que su reloj y el de la cocina discrepaban por unos minutos. Los invitados debían llegar muy pronto; el pan se tostaba al último momento. Viendo el reloj del horno, Irina notó que este era peor: estaba cinco minutos atrasado. Fue a buscar su celular para asegurarse de la hora. Hace tanto que no pasaba tiempo en la cocina. Mañana ajustaría los relojes de toda la casa. Ahora los invitados estaban por llegar. Apenas le daba tiempo de revisar su rostro frente al espejo y repintarse los labios.

En eso sonó el timbre del despacho de su marido. Sobre su escritorio él tenía dos botones, uno para llamar al servicio que sonaba como campanas y sólo se escuchaba en la cocina, y otro para llamarla a ella, una chicharra que zumbaba por toda la casa. Apresurando sus pasos entró al despacho. Estaban, como siempre, las cortinas cerradas, una lámpara endeble alumbraba el escritorio de madera y piel, y otra sobre la mesa de billar enmarcaba el fieltro verde oscuro y las bolas sobre la mesa. Su esposo estaba sentado en su sillón de cuero oscuro, las piernas sobre el taburete, en su mano una copa de whiskey, en aquellos vasos de cristal cortado. Los invitados empezaban a llegar.

Lorea minifotoLorea Canales (Ciudad de México México) es escritora y traductora mexicana. Autora de la novela Apenas Marta, considerada por el periódico Reforma como uno de los mejores libros de 2011


Posted: December 9, 2015 at 10:49 pm

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