Elegía con epílogo
Tanya Huntington
Autor: Carlos Azar Manzur
Título: El círculo de la presencia. Poemario en dos actos y un epílogo a la muerte de mi padre
Editorial: Elefanta, México
Año: 2014
Más allá de su función pedestre de facilitarnos la comunicación, las palabras tienen la capacidad única de transformar lo humano en sobrehumano. Fuera de la página escrita, nosotros, a nuestro gran pesar, estamos condenados a obedecer las leyes naturales; pero dentro de ella, todo es posible. Hasta la sentencia más férrea de nuestra condición, que es la de la muerte, se puede conjurar con la aplicación de diversos grados de inmortalidad literaria, que varían desde la eternidad plasmada en los dioses (véase Homero,) hasta la leyenda imborrable de los héroes (véase también Homero.) Parece magia. Y es así como, avalándose de la prestidigitación –otra técnica que los escritores compartimos con los magos–, Carlos Azar transforma ante nuestros ojos atónitos la línea rota de la vida de su padre en un círculo continuo, su ausencia en presencia. En un prólogo que es de aquellos pocos que no hay que brincarse, el poeta confiesa que no se define como tal: que más bien él sentía la necesidad apremiante de convertir su luto en un libro, sin saber qué clase de libro sería. Esta indefinición no se queda en la modestia del titubeo. Es transformada en una poética: como si la única manera de burlar a la Muerte, siendo Ella tan nítida y tan definitiva, fuera confundiéndola con ambigüedades. Y no lo digo por la estructura del poemario en sí –que se despliega de la semilla de una epifanía musical, cortesía de Jonathan Harvey– sino por el deliberado desbarajuste de sus versos –algo que, por cierto, también nos remite a la Mortuos plango, vivos voco, pieza que entremezcla el tañer pregrabado de una campana de la catedral en Winchester con la voz del hijo del compositor, quien recita el lamento inscrito en esa misma campana: “Horas Avolantes Numero, Mortuos Plango: Vivos ad Preces Voco” (“Cuento las horas fugaces, lamento a los muertos; a los vivos los llamo a rezar”). El desorden que entabla Carlos Azar no es caótico, porque surge de una deliberada desorientación. Conforme el poeta barajea sus versos, evadir se muta en evocar: si logra engañar a la Muerte con este truco a lo mejor puede, si no resucitar a su padre, cuando menos retenerlo. De allí que el título de la primera Elegía hace referencia a estas “palabras imprecisas” que serán su utilería y que abarcan la paradoja, el enigma o la metáfora, aquel engaño que es el mayor de todos, y la base de toda literatura. No en balde escribe: “Fuera del escondite de la metáfora / no encuentro las palabras / ni el momento”. En nuestro mundo, gobernado por esas malditas leyes inquebrantables, los muertos se van para no volver. Luego, el arte de los escritores puede tomarse como meramente una ilusión. Pero aquellos que lo hacen se equivocan. Porque es sólo a través de elegías como ésta –o mejor dicho, a través de nuestra lectura de estas elegías– que los muertos nos pueden seguir acompañando.
Tanya Huntington is a contributing writer at Literal. Follow her on Twitter at @TanyaHuntington.
Posted: May 27, 2014 at 12:02 am