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¿Autocracia o democracia? Contra el régimen de la transición
COLUMN/COLUMNA

¿Autocracia o democracia? Contra el régimen de la transición

José Antonio Aguilar Rivera

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La pinza que consolidará en el corto plazo ese nuevo régimen autocrático en México será la inminente reforma electoral, aunque la destrucción del poder judicial aseguró ya la condición sine qua non de la autocracia…

Con un poco de perspectiva podemos decir que la invención del término “régimen de la transición” fue uno de los inventos taxonómicos más desafortunados de la realidad política mexicana de finales del siglo pasado y principios del actual. Lo fue porque enturbió las aguas del análisis y porque confundió autocracia y democracia. Lo que se conoce como el “régimen de la transición” normalmente abarca entre 1968 y 2024. Bajo su amplio paraguas se cobijan eventos como el movimiento estudiantil del 68, la reforma política de 1977, las movilizaciones populares por las elecciones de 1988, la reforma política de 1996,  la alternancia en la presidencia en el año  2000 y el periodo de más de dos décadas de gobiernos electos efectivamente a través de las urnas. Uno de los problemas del “régimen de la transición” es que no se refiere a ningún régimen político sino a dos. Esa categoría borra y confunde el rompimiento entre el autoritarismo posrevolucionario y la democracia. Así, oscurece las discontinuidades y sobredimensiona las persistencias. Me parece que esta confusión emana de dos fuentes. La primera es que, en efecto, numerosos rasgos seculares del estado mexicano son de larga data y muestran una persistencia histórica notable, como la desigualdad, su debilidad institucional y fiscal y la ausencia de un estado de derecho robusto. Estas características atraviesan regímenes políticos. Sin embargo, su persistencia no significa que no haya diferencias cruciales entre la autocracia y la democracia. La segunda se refiere a la ausencia de un parteaguas claro entre el antiguo régimen y el que le siguió. Eso hizo posible imaginar una transición sine die. Ninguna revolución o pacto de la Moncloa marcó de manera indeleble el fin de una era y el comienzo de otra. A eso es necesario sumar la muy peculiar fisonomía del longevo autoritarismo posrevolucionario que desafiaba categorías. El resultado de todo esto es que el régimen de la transición concluyó sin que hubiera terminado de transitar.

El énfasis en el proceso hizo que se concibiera el periodo de 56 años como un tránsito, un espacio de recambio entre una cosa y otra. La transición no era un proceso abierto, indefinido (eso sería mero desorden o caos), tenía una dirección: la democracia. Todo sumaba a ese destino que tampoco podía describirse de manera muy precisa. Sin una definición procedimental de la democracia no es posible saber cuando se ha llegado a ese régimen. Sin las anteojeras de una visión teleológica las cosas pierden dirección. Las reformas liberalizadoras no necesariamente fueron pasos en la dirección de la democracia (y por lo tanto parte de una ruta de transición) sino muy al contrario, como bien sabían los astutos priístas del antiguo régimen. Creer que todo sumó para llegar a la democracia es una ingenuidad producto de esa visión. Esa teleología menosprecia el papel de la contingencia y la casualidad al inventar una necesidad histórica. ¿Qué habría pasado si Luis Donaldo Colosio no hubiera sido asesinado y Ernesto Zedillo no hubiera sido presidente? ¿Seguiríamos “transitando”?  La idea del “régimen de la transición”, además de deformar nuestro entendimiento del pasado dotándolo de una dirección espuria, impide comprender los quiebres históricos como los que ocurrieron en 2000 y 2024. En 2000 (o 1997) terminó el autoritarismo posrevolucionario que gobernó México desde 1929 y se inauguró un nuevo régimen democrático. Que existieron numerosas continuidades entre esos dos periodos es innegable y sería ingenuo negarlo, pero el hecho es que el régimen cambió de naturaleza. Si hubo una transición ese fue su punto de llegada. Fue un parteaguas histórico a pesar de que su seña de ruptura fuera “meramente” electoral. Lo que siguió fue algo llamado la democracia mexicana, régimen imperfecto, lastrado por taras estructurales económicas, políticas y sociales, pero democrático al fin y al cabo. Esa realidad fue analíticamente distinta de lo que le precedió porque en ese periodo el partido gobernante podía perder elecciones –y  las perdió. El poder se originó en las urnas en comicios razonablemente limpios como jamás había ocurrido en la historia del país. En términos analíticos lo que se terminó en 2024 con la transformación constitucional, cuasi revolucionaria, que destruyó la independencia del poder judicial en México no fue el “régimen de la transición”:  fue la democracia.

La idea del “régimen de la transición” que reificó, como decían los antiguos marxistas, a la transición impide ver con claridad ese rompimiento. Impide en consecuencia ver con claridad la circunstancia política actual. Tal vez haya que pensar en una transición de la democracia hacia el autoritarismo entre 2019 y 2024. La pinza que consolidará en el corto plazo ese nuevo régimen autocrático en México será la inminente reforma electoral, aunque la destrucción del poder judicial aseguró ya la condición sine qua non de la autocracia: que la facción en el poder no pueda perder elecciones. Las categorías analíticas que confunden democracia y autocracia no sólo son una tara a la comprensión de los fenómenos políticos, son también un obstáculo a la acción, pero sobre todo a la imaginación.

 

José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos, y Amicus Curiae en Literal Magazine. Twitter: @jaaguila1

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Posted: July 7, 2025 at 8:19 pm

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