Essay
Brotes

Brotes

Giovanna Rivero

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A veces pienso que habitamos el pasado. Y no, no me refiero a esa sabia premisa de que este presente es el futuro que estamos construyendo y que, por lo tanto, es un tipo de pasado. Me refiero, más bien, a la sensación que últimamente me embarga de estar siendo mirada, con curiosidad, con tristeza, por unos ojos que, en este mismo momento, en una inexplicable simultaneidad, atisban desde otro tiempo, uno muy avanzado, uno donde la enfermedad –cual sea– ha sido vencida, donde el hambre es una anécdota, donde el deterioro es un dato arcaico.

No pertenecemos a esa dimensión, me digo. Somos remanentes de la humanidad, cuerpos residuales que les recuerdan a esos ojos –por comodidad les llamaré ojos futuros– que una vez fuimos débiles, mortales, sensibles al ácido del tiempo. Porque el tiempo erosionaba a los que éramos como nosotros, porque el tiempo le hacía pliegues a la piel, devoraba las células, pudría los tejidos, instalaba su elegante necrosis sobre todo lo que tocaba. Nos miran, pues, en este mismo momento en que atravesamos nuestra lenta muerte, asombrados de que esta carne fuera humana, de que no nos repusiéramos en un instante de las distintas heridas, incluso de que amáramos del modo en que lo hacemos: con pasión, con desesperación, con la pena de perder al ser querido en una mala jugada del destino. Porque en nuestro tiempo, o en nuestra dimensión, todavía creíamos en el destino, y le poníamos distintos nombres: Dios, Vida, Suerte, Merecimiento, Lucha. Los pronunciábamos con mayúscula, pues de verdad creíamos que había una fuerza que nos abrazaba como un nimbo. Los ojos futuros no se explican esa tendencia terrible a lo sobrenatural. Pobres entes, piensan esos ojos futuros, entornando sus pestañas invencibles, exentas de tiempo y de fatalidad.

Sé que distintos acercamientos teóricos afirman que en el planeta siempre ha habido escalas de modernidad, casi como un correlato de las fases del capitalismo. Así, no es lo mismo la modernidad que evoca el uso de tecnología incluso en circunstancias socioeconómicas muy precarias –pensemos en un adolescente de una villa marginal que accede a un celular de última generación, un adolescente cuya materialidad cotidiana está plagada de carencias–, que una modernidad primermundista. La segunda, amoral y cínica, permite a porciones privilegiadas y porcentualmente mínimas de la población mundial aspirar a una longevidad juvenil, sin dolor físico, sin los estremecimientos de la incertidumbre. ¿Dije “primermundista”? Me disculpo. Como muchos otros adjetivos que en el siglo XX nos permitieron entender y ordenar mentalmente el mundo, ese –“primermundista” – ya es también un significante vacío. Por lo tanto, debería intentar describir esa modernidad verdaderamente avanzada a la que me refiero y que imagino –porque todo esto se trata de imaginar– soberbia, encarnando una certeza más allá de lo humano, dueña de aquellos ojos futuros que nos miran sin nostalgia, pues nosotros, los que estamos respirando en el pasado, les recordamos al eslabón que Darwin buscó con tanto anhelo.

Somos eso, me digo, casi aliviada, somos el “eslabón perdido”. Y este es el motivo por el que, desde una ventana cuántica, los ojos futuros escudriñan en nuestra naturaleza las innumerables fallas de estos cuerpos. Se horrorizan. Apenas pueden creer que en nosotros durmió su semilla, que una parte de ellos, de sus superexistencias, reside todavía en nuestra terca imperfección.

En estas divagaciones me pregunto si los que son como nosotros no estarán/estaremos atravesando un brote psicótico colectivo al pensar que el tiempo se ha dislocado, que hoy, ahora mismo, en este preciso instante, respiramos en un calendario ya agotado, somos ruinas, excreciones arqueológicas. “Demasiada ciencia ficción”, dice mi hijo. Puede ser. Sin embargo, este “rapto”, antes que místico, es psicosocial; es, acaso, un microepisodio de esta era de crisis civilizatoria. Se trata de un darse cuenta de que en los pliegues de la gran Historia cabemos hacinados, empaquetados en algoritmos, en datos que no transmiten nuestros denodados esfuerzos por sobrevivir. Pero, sobrevivir ¿para qué?, ¿sobrevivir a qué?  Slavoj Žižek dijo por ahí que ya no es plausible pensar en un “mundo mejor”, que tenemos tarea suficiente con encontrar modos de “supervivencia colectiva” tanto al desastre ecológico global como a la creciente hegemonía de la inteligencia artificial. Así pues, uno puede inferir que la idea de un “mundo mejor” es una distracción infructuosa.

Y entonces me respondo: sobrevivir porque sí. Porque esa es la naturaleza humana. Incluso el suicida –pienso en mi hermano menor– insiste en esa sobrevivencia, la sobrevivencia de su alma, la sobrevivencia de su dignidad más allá de esa realidad que se le cerró como un puño absurdo para no ofrecer posibilidad alguna de ser feliz. Uno se mata, pues, para sobrevivir. Mientras tanto, los ojos futuros se inquietan, no comprenden que sobrevivir constituya una insistencia ética. Casi un brote de amor.

Quizás Žižek tenga razón y el dichoso “mundo mejor” sea una reverenda pérdida de tiempo, o peor, una nueva trampa del capitalismo. He ahí de nuevo el lenguaje y sus benditas estafas: ¿qué significa “mejor”? ¿Y cuál es el precio de “mejor”? Tal vez acaso, en este momento opaco, resistir –uno de los términos más cercanos en su equivalencia a “sobrevivir”– signifique preservar nuestra fragilidad, cuidarnos entre criaturas humanas y animales para que la parte más ominosa de la soledad y la indolencia no nos devaste.

Estoy a punto de apretar “delete” porque no sé a qué lugar me está llevando esta deriva, este río postnostálgico, este desprendimiento que me mira con los ojos futuros, ¿desahuciando esta vieja infancia de lo humano que hay en mí? Me contengo, me aferro a esa tablita, húmeda, de tan náufraga, que ensaya bifurcaciones, perversiones del duelo, pequeños claros de comprensión. Pero no llego a comprender mucho; me ratifico apenas en la sensación de que, en este mismo momento, en el mismo tiempo de rotación de la Tierra, coexiste, tras una membrana o velo galáctico, una posteridad de rostro perfeccionado que, sin vencer a la muerte, ha pactado sin humildad con ella y nos observa entomológicamente, asombrada de que aún estemos aquí, hoy, en un ahora que se agota pero que todavía respira.

 

Foto de Marc-Olivier Jodoin en Unsplash

 

Giovanna Rivero (Bolivia). Es doctora en literatura hispanoamericana por la University of Florida. Es autora de los libros de cuentos Tierra fresca de su tumba (2020) y Para comerte mejor (2015), y de la novela 98 segundos sin sombra (2014), entre otros libros. Fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina” (2011). Académica independiente. Junto a Magela Baudoin y Mariana Ríos dirige Editorial Mantis. Coordina talleres de escritura y lectura online. https://giovannarivero.com/

 

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Posted: November 5, 2025 at 8:47 pm

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