Haití y El reino de este mundo: dos fundaciones
Edgardo Bermejo Mora
La singularidad de la revolución haitiana (1791-1804), su doble carácter como la primera rebelión esclava victoriosa en la historia moderna de Occidente, y al mismo tiempo primera entre las futuras naciones latinoamericanas y caribeñas en lograr la independencia de las potencias colonizadoras europeas a finales del siglo XVIII, es también una anomalía histórica que se prolonga hasta el presente.
En su aparente y efímera victoria se escondían las más perdurables y obstinadas de las derrotas. Una de las cuales se inscribe en el territorio del olvido y la desmemoria, toda vez que la historiografía la excluyó por más de un siglo del canon de las revoluciones y de los movimientos independentistas invitados al banquete de la historia moderna en Occidente. Como en su momento lo señaló y documento el historiador y antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot, este desdén historiográfico terminó por convertir a la revuelta haitiana en un “no-acontecimiento”.
A la terrible paradoja que nos presenta a la ex colonia esclavista francesa como pionera en las revueltas populares que sacudieron a la región en el cruce del siglo XVIII y el XIX, y como la última en todos los índices que en la actualidad miden el desarrollo de la más de una veintena de naciones que surgieron de ese periodo (pobreza, desigualdad, violencia y corrupción hacen de Haití el país más castigado de la región), podemos sumar otra singularidad: la lectura en clave literaria de aquella revolución que 1949 dio a la luz la novela El reino de este mundo de Alejo Carpentier.
En el prólogo a la segunda edición de 1967, el propio Carpentier situaría a esta novela como la que inauguró en la narrativa hispanoamericana a la corriente de lo que él mismo acuñó como lo “real maravilloso”. La obra de Carpentier representa un momento fundacional para las letras latinoamericanas, que posteriormente –desde una noción generacional pero también mercadotécnica– daría paso al “Boom”, del que se derivó un género narrativo que, con cierta imprecisión, se le bautizó como “realismo mágico”.
Mientras que lo “real maravilloso”, como lo entendió Carpentier, era un reflejo –en el lenguaje, en las estructuras, las atmósferas y las tramas literarias– de las supervivencias del barroco europeo en el siglo XX, es decir, una suerte de neo barroco cultural trasladado a los territorios de las colonias americanas y reinventado tras sus procesos de independencia la noción del “realismo mágico” (sugerida por primera vez por el venezolano Arturo Uslar Pietri en 1948) se basa menos en el estilo y el ethos cultural que en la condición anecdótica de novelas y relatos, donde lo “real” y lo “fantástico” se entremezclaron en la trama, a la manera de Pedro Paramo (1955), Cien años de Soledad (1967), o Los recuerdos del porvenir (1963).
Los seguidores y contemporáneos de Carpentier fundaron una nueva modernidad para nuestra literatura en la segunda mitad del siglo XX, e hicieron visible a toda una generación de nuevos escritores de la lengua española en el paisaje literario global, para lo cual la gran novela sobre Haití, no menos que la Revolución que inspiró sus páginas, aparecen como dos aspectos fundacionales de nuestra contemporaneidad. De ahí el título de esta colaboración.
Primera fundación
Como la única revuelta de esclavos victoriosa en el Nuevo Mundo, que se adelantó dos décadas a los movimientos emancipadores de las colonias hispánicas en América Latina, la naturaleza inédita de la rebelión haitiana puso en crisis los paradigmas dieciochescos alrededor del individuo, la libertad, la esclavitud o el dominio racial.
Con sus iracundas dosis de violencia y destrucción, al alzarse en armas cerca de medio millón de esclavos -algo básicamente inconcebible para la época- la revuelta de Saint-Domingue generó en el resto del continente –como lo escribió, Luis Fernando Granados– “sueños y pesadillas más agudos que ningún otro acontecimiento contemporáneo incluidas la independencia estadounidense y la revolución francesa. La revolución haitiana, apuntó Granados “no sólo es el caso más espectacular de movilización popular del periodo, también puede ser concebida como un arquetipo que ayuda a desentrañar la lógica de los movimientos populares en América Latina a principios del siglo XIX”.
Que de pronto 50 mil esclavos en Haití pudieran organizarse de manera articulada en una rebelión, hasta derrotar a sus opresores y fundar un estado independiente, iba en sentido contrario a la esencia misma del discurso Occidental sobre la esclavitud, la raza, la colonización y la nación. Los esclavos, seres inferiores, obedientes y mansos, considerados en la última escala ontológica de la condición humana, no podían alcanzar el valor intrínseco necesario para convertirse en sujetos de la historia y en actores autónomos de los fenómenos sociales. Su alzamiento resultaba un hecho ontológicamente impensable en el marco del pensamiento Occidental, aun para la mayoría de los políticos e intelectuales de la Ilustración, que alentaron la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre.
La resistencia y la rebeldía esclava no podían existir para ellos salvo como un accidente o una anomalía menor de corta duración, dado que reconocerlas habría significado reconocer la humanidad de los esclavizados, y cambiar el sentido mismo de la historia y del orden social tal y como eran concebidos en Occidente en las postrimerías del siglo XVIII, en un tiempo en el que, de los casi 800 millones de habitantes del planeta, sólo un cinco por ciento podrían considerarse en sentido estricto como personas libres, según los estándares modernos.
A pesar del cisma social, cultural, político, económico e ideológico que representó la rebelión esclava de Haití, sería manifiestamente silenciada por los historiadores de su tiempo. y de las generaciones que les sucedieron hasta llegar incluso a finales del siglo XX.
La publicación en 1948 de Los jacobinos negros de C.R.L James representó un salto cualitativo en el proceso por reconocer a la revolución de Haití como un hecho fundacional de nuestra modernidad. El léxico y la aproximación marcadamente marxista de la obra pudieron provocar que en sus primeros años de vida pasara un tanto desapercibida, pero su reedición en 1967 terminó por catapultarla y proyectarla como la obra señera que marcó un nuevo rumbo para la historiografía sobre la revolución haitiana.
James nos recuerda que en los poco más de tres siglos que duró el comercio de esclavos africanos, llegaron a las costas del continente americano por lo menos once millones de personas, en condiciones de violencia extrema. De esos once millones, alrededor de un millón moriría en el trayecto dadas las malas condiciones de la transportación y los castigos, y por lo menos un tercio más murió el primer año de cautiverio, por enfermedades asociadas a la desnutrición y la insalubridad, de agotamiento, o bien a causa del maltrato físico y el asesinato.
La riqueza que produjeron esos millones de brazos, permitió que Europa experimentara –marcadamente a partir del siglo XVIII– el periodo de aumento más acelerado de su bienestar material. A pesar de que la esclavitud fue uno de los pilares de la acumulación del capital que devino en la gran revolución económica del siglo XIX, la historiografía arrinconó o mandó a la última fila al de la esclavitud como fenoménico histórico, económico, social y cultural, concluye James.
Al momento de su revolución, Haití era una joya del modelo esclavista global y su ejemplo más depurado. Era el mayor productor de azúcar en el mundo, la pieza de ultramar más cotizada de Francia, de la que extravía el 75 por ciento de su comercio internacional, ambicionada como ningún otro territorio por las otras potencias colonialistas europeas. Tanto, que para Francia tenían más valor los 25 mil kilómetros cuadrados que comprendían la porción occidental de la isla de Santo Domingo, que la extensión entera de la Luisiana en territorio norteamericano, la cual era superior al millón 300 mil kilómetros cuadrados.
En 1803 Napoleón prefirió vender la Luisiana a los Estados Unidos, una vez que comprobó que Haití era irrecuperable, convertida ya en la primera república negra fuera del continente africano, una nación en llamas gobernada por esclavos insumisos, radicales y rencorosos, a los que ni las diversas expediciones militares de Francia, del Reino Unido y de España, lograron derrotar.
Algunos de sus principales dirigentes muy pronto abrazaron el recurrente ciclo de las revoluciones que se traicionan a sí mismas, para edificar sobre las ruinas del antiguo régimen derrotado, una tiranía aún más extravagante y represiva que la anterior.
Precisamente el valor de la obra de James radica en que pudo documentar por primera vez este conjunto de fenómenos suscitados alrededor de la rebelión haitiana, y su impacto de larga duración en el desarrollo ulterior de la historia trasatlántica, con la particularidad –nunca antes explorada– de poner a los esclavos, y no a sus amos ni a las metrópolis europeas, en el centro del análisis. Los esclavos en rebelión, los jacobinos negros, como protagonistas de un acontecimiento cardinal de impacto global.
En la lectura marxista de James, no estamos ante un estadillo azaroso y efímero sino ante un movimiento revolucionario en el sentido estructural, enraizado en las prácticas culturales y la cosmovisión africana de los insurrectos. El vudú como herramienta de la conspiración, y la conspiración misma –que sin ambigüedades aspiraba al exterminio de sus opresores, incluidas sus mujeres y sus hijos–, son para el autor los dos grandes articuladores de la revuelta.
La ritualidad africana y sus sortilegios, que podemos ilustrar con la sangre del cerdo sacrificado que Boukman –uno de los líderes de la primera etapa de la rebelión– bebió antes de emprender una de las primeras batallas de la guerra, resume de manera simbólica este otro factor de índole mágico y religioso, que habrá de impactar a su vez en el relato novelado de Carpentier.,
“Las partidas de esclavos asesinaros a sus amos y quemaron las plantaciones hasta los cimientos”, apunta James. En esta destrucción implacable y en esa masacre genocida y vengadora, nos dice el historiador: buscaban la redención a partir de “la destrucción de [todo aquello] de lo que sabían que era la causa de sus padecimientos: destruyeron mucho, porque habían sufrido mucho. Sabían que mientras las plantaciones siguiesen en pie su destino consistiría en trabajarlas hasta caer reventados”.
El uso de la herbolaria aplicada contra el enemigo, la música de tambores como medio de comunicación a distancia, las danzas y cantos, los rituales tribales y los conocimientos ancestrales de diversa índole, conforman un complejo artefacto cultural y antropológico, que jugaron un papel decisivo tanto en la rebelión, como en la africanidad enarbolada como seña identitaria, una vez fundada la república independiente en 1804.
La violencia extrema y de doble vía -la de los esclavos y la de los franceses- es el otro rasgo esencial de la revuelta. Violación de mujeres, asesinato de niños, quema en la hoguera de los rebeles, desollamiento de los prisioneros con pinzas al rojo vivo, crucifixiones, desgarramientos en el potro, y decapitaciones sin freno. “Los esclavos sólo conocían un arma –apunta James–: el terror”. Sus colonizadores no se quedaron atrás: la Asamblea Colonial -principal órgano del gobierno colonial francés- ensartó cabezas de negros sobre picas que flanqueaban las carreteras de la isla a lo largo de varios kilómetros.
Es, además, una violencia que se extendió por más de una década, y que en la etapa napoleónica cobró nuevos bríos y aun mayores dosis de crueldad. En esta etapa final, ya en la antesala de la declaración de independencia, el último enviado militar de Francia, el vizconde de Rochambeau, planteó seriamente en 1802 la posibilidad de exterminar al total de la población esclava, rebeldes o no, y repoblar la isla con nuevos esclavos traídos de África. En uno de los pasajes más desoladores del libro, James describe una escena de esta etapa terminal de la guerra:
Rochambeau ahogó a tantas personas en agua de la bahía de Le Cap, que durante mucho tiempo los habitantes de la comarca dejaron de comer pescado. […] Hizo traer mil 1500 perros para dar caza a los negros. […] En el terreno de un antiguo convento jesuita se erigió un anfiteatro, y cierto día un joven negro fue introducido y atado a un poste, mientras los blancos de Le Cap, las mujeres vestidas con sus mejores galas, tomaban asiento. Al sonido de una música marcial llegó Rochambeau rodeado por su séquito. Pero cuando soltaron a los perros estos no atacaron a la víctima. Boyer, jefe de la comitiva, saltó a la arena y de una estocada le abrió el vientre al negro. A la vista y el olor de la sangre, los perros se arrojaron sobre el negro y lo devoraron a dentelladas, entre aplausos que se contagiaban por toda la plaza bajo el redoble musical”.
James se detiene a revisar la confusión, controversia, y titubeos que la cuestión haitiana provocó en la asamblea revolucionaria francesa en París, que no atinó a respaldar la rebelión desde los principios liberales que postuló el movimiento, y que incluso después de la decapitación de Luis XVI en 1793, no se inclinó por el reconocimiento de los derechos de los esclavos haitianos, y en el mejor de los casos busco salidas graduales y negociadas para mantener la posesión de su principal fuente de ingresos en el exterior. A la larga no prosperaron. Vendría entonces la contraofensiva napoleónica, la restauración de la esclavitud, y el envío en dos ocasiones de tropas de intervención conformadas por decenas de miles de soldados, que serían derrotadas tanto por la fiebre amarilla, como por la resistencia negra -con el apoyo de la corona española asentada en la otra porción de la isla-, y la propia división de la población blanca de la isla.
En el clímax de la rebelión, luego de altibajos en el decurso de la guerra, de sucesiones y divisiones en la dirigencia negra del movimiento, de una sangría prolongada e incesante, de la intervención infructuosa de franceses y españoles para apoderarse de la colonia, y de la toma impresionante y el posterior incendio de Puerto Príncipe a cargo de un contingente de 10 mil rebeldes, que descendieron como una marabunta de los cerros que rodean al puerto, y que fueron vistos con terror e impotencia por las tropas francesas a bordo de sus embarcaciones, lo que marcaría el desenlace final de la guerra, la única “victoria” que pueden registrar las fuerzas napoleónicas sería la captura, traslado a Francia, encarcelamiento y posteriormente muerte del líder histórico del movimiento: Toussaint L´Ouverture.
La revolución muy pronto habría de traicionarse a si misma por los más diversos flancos: reactivación y aun recrudecimiento del maltrato a la población formalmente libre pero vuelta a esclavizar de múltiples maneras; empoderamiento y entonación de una nueva elite negra explotadora de tufo aristocrático, que emulaba hasta la obsesión -o el ridículo- los lujos, desplantes y ademanes de la monarquía europea; gobernantes corruptos que se hacían construir palacios y fortalezas ostentosas con el uso intensivo de la mano de obra semi esclavizada; derroche y falta de planeación que dio como resultado que nunca se pudiera recuperar la productividad agraria y el potencial exportador de la isla que gozó en el siglo anterior; y finalmente su aislamiento prolongado de las potencias occidentales y la comunidad internacional, que habría de condenarla a una suerte de ostracismo por el resto del siglo XIX.
Es esta otra lectura menos triunfalista y más bien crítica, escéptica y dolorida de la revolución haitiana, la que pasaría de apenas un apunte aislado en la obra de James, a la novela de Carpentier, publicada una década después de la aparición de los Jacobinos negros. Estimo de manera hipotética que el cubano debió leer esta obra antes de redactar su novela, y que una visita a Haití, previa a la escritura de la novela, le habría aportado algunas las claves y el contexto para emprender la tarea. Haití representaba para Carpentier la síntesis de sus dos herencias culturales: la francesa y la afrocaribeña.
Segunda fundación
Con 39 años edad, y luego de haber pasado más de una década en Francia, Alejo Carpentier visitó por primera y única vez Haití en 1943. El país al que le unía la vecindad caribeña y la herencia francófona -que él recibió de sus padres, y Haití de sus colonizadores-.
En el prólogo a la segunda edición de 1967 de El reino de este mundo relató la experiencia de aquel viaje, y su impacto en la escritura posterior de su segunda novela. La primera, de 1933, se titula ¡Écue-Yamba-O!, y aborda desde la literatura las supervivencias de la cultura africana en Cuba, lo que será también motivo de exploración en el caso de Haití y de su segunda novela.
A fines del año 1943 tuve la suerte de poder visitar el reino de Henrí Christophe, las ruinas, tan poéticas, de Sans-Souci. […] Después de sentir el nada mentido sortilegio de las tierras de Haití, de haber hallado advertencias mágicas en los caminos rojos de la Meseta Central, de haber oído los tambores del Petro y del Rada, me vi llevado a acercar la maravillosa realidad vivida a la […] pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó ciertas literaturas europeas […]. Lo maravilloso, buscado a través de los viejos clisés de la selva de Brocelianda, de los caballeros de la Mesa Redonda, del encantador Merlín y del ciclo de Arturo, […] Lo maravilloso, pobremente sugerido por los oficios y deformidades de los personajes de feria. […] La utilería escalofriante de la novela negra inglesa: fantasmas, sacerdotes emparedados, licantropías, manos clavadas sobre la puerta de un castillo”.
Podemos inferir de lo anterior que para Carpentier la noción primera de lo maravilloso refiere a la supervivencia de lo mágico, gótico y espectral de las culturas europeas, reflejadas en las ruinas de los primeros gobernantes de la isla independiente (esclavos elevados a reyes), y entremezcladas con el “nada mentido sortilegio de las tierras de Haití”.
Más adelante cuestiona la pobreza y limitaciones de la noción de lo maravilloso en las producciones artísticas europeas de su tiempo, y afirma que es América donde se le ha dado una nueva dimensión: “tuvo que ser un pintor de América, el cubano Wilfredo Lam, quien nos enseñara la magia de la vegetación tropical, la desenfrenada Creación de Formas de nuestra naturaleza –con todas sus metamorfosis y simbiosis–, en cuadros monumentales de una expresión única en la era contemporánea”.
Para Carpentier, la experiencia de Haití le abrió las puertas a un nuevo entendimiento de lo maravilloso: “lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad”.
Hay también en lo maravilloso un acto de fe, una aceptación tácita del prodigio y de lo irreal: “los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos, [o en] e hombres transformados en lobos”. Frente a este hallazgo, cuestiona los fundamentos de sus contemporáneos surrealistas: “de ahí que lo maravilloso invocado en el descreimiento, como lo hicieron los surrealistas durante tantos años, nunca fue sino una artimaña literaria, tan aburrida, al prolongarse, como cierta literatura onírica “arreglada” [y] ciertos elogios de la locura”.
Lejos del artificio surrealista, en Haití Carpentier entró: “en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución. […] Había respirado la atmósfera creada por Henri Christophe, monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas.”.
Para Carpentier, la rebelión esclava de Haití sólo puede explicarse a través del filtro de lo real maravilloso. Más aun, la realidad haitiana le abrió a Carpentier las puertas de un nuevo entendimiento ontológico de América Latina, susceptible de ser leído en clave literaria.
A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del Continente.
Nacía entonces, a través del espejo haitiano, una nueva entidad literaria para el continente desde el canon de lo “real maravilloso”, que, como ya hemos señalado, devino en el vocablo más extendido y asimilado del “realismo mágico”. Esta es, en resumen, la segunda fundación a la que alude este ensayo. Desde Haití, un cubano de origen francés trazó la hoja de ruta que con los años nos llevaría al Comala de Rulfo, al Ixtepec de Garro, al Macondo de García Márquez o al Salvador de Bahía de Jorge Amado. Ti Noel, un esclavo ficticio creado por Carpentier, como el personaje que le da pauta a la producción literaria latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX.
Para Carpentier sólo lo real maravilloso podría explicar que:
En América […] existió un Mackandal dotado de los […] poderes [de transformación en distintos animales] por la fe de sus contemporáneos, y que alentó, con esa magia, una de las sublevaciones más dramáticas y extrañas de la Historia. […] De Mackandal el americano […], ha quedado toda una mitología, acompañada de himnos mágicos, conservados por todo un pueblo que aún se cantan en las ceremonias del Vaudou.
Y concluye: “Pero ¿qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real-maravilloso?”.
Que Carpentier haya decodificado la experiencia de la rebelión haitiana desde la noción de lo real maravilloso, no significa que haya prescindido de la factualidad verificable de la historia para construir su relato. Así lo aclara en el prólogo de la segunda edición de la novela:
Se narra una sucesión de hechos extraordinarios, ocurridos en la isla de Santo Domingo, en determinada época que no alcanza el lapso de una vida humana, dejándose que lo maravilloso fluya libremente de una realidad estrictamente seguida en todos sus detalles. Porque es menester advertir que el relato que va a leerse ha sido establecido sobre una documentación extremadamente rigurosa que no solamente respeta la verdad histórica de los acontecimientos, los nombres de personajes -incluso secundarios-, de lugares y hasta de calles, sino que oculta, bajo su aparente intemporalidad, un minucioso cotejo de fechas y de cronologías.
A manera de conclusión podemos coincidir con la profesora brasileña de la universidad de Sao Paulo, cuando en el artículo “Historia y mitologismo en El reino de este mundo” (2004), afirmó:
El realismo maravilloso representa, dentro de la tercera etapa de la modernidad literaria en la América Latina (las anteriores corresponden a la poesía: el modernismo y la vanguardia) la adquisición plena de una poética nuestra, radicada en la conciencia de la narratividad como devenir histórico de continua simbiosis de lo moderno y de lo arcaico, de la historia y del mitologismo. [Para lo cual] Alejo Carpentier tuvo la primacía en la formulación de esa poética [y] El reino de este mundo fue su primer experimento para incluir su proyecto ficcional y latinoamericanista, mediante dos procesos de transfiguración de lo histórico.
Obras citadas
• Carpentier, Alejo, El reino de este mundo, México, Seix Barral, 1984.
• Chiampi, Irlemar, “Historia y mitologismo en El reino de este mundo”, en Cuadernos Americanos, núm. 649-650, julio-agosto 2004.
• Granados, Luis F., En el espejo haitiano, los indios del Bajío y el colapso del orden colonial en América Latina, México, ERA, 2016.
• James, C.R.L., Los Jacobinos negros: Toussaint L´Ouverture y la Revolución de Haití, Madrid, Turner / FCE, 2003.
• Trouillot, Michel-Rolph, “Una historia impensable: la revolución haitiana como un no-acontecimiento”, en Antología del pensamiento crítico haitiano contemporáneo, Buenos Aires, CLACSO, 2018.
Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). Dirigió el suplemento Lectura (1997—98),del periódico El Nacional, y ha colaborado como articulista en diversos diarios, suplementos culturales y revistas literarias. Fue corresponsal de la agencia Notimex para el Sudeste Asiático con sede en Singapur. Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca. Ha sido director general de asuntos internacionales del CONACULTA y director de Artes del British Council en México. Su Twitter es: @edgardobermejo
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Posted: June 5, 2025 at 10:06 pm