La Falla: la patria como pupitre
Edgardo Bermejo Mora
Uno no ve la película: uno se sienta en ese salón, respira con esos niños, recuerda sus propias libretas rayadas y sus propios recreos. La mirada es limpia, sin adornos ni hipérboles retóricas. Una épica mínima de la educación pública en México.
Hay documentales que se limitan a capturar lo real. Y hay otros que consiguen reimaginar lo real, hasta reinventarlo. Estos últimos dialogan con la materia viva de lo cotidiano para convertirla en una metáfora perfecta de todo lo que somos. Cuando así ocurre, la frontera habitual entre el testimonio documental y la fabulación ficticia termina por diluirse.
La Falla , el documental de Alana Simões (2024), pertenece a ese linaje virtuoso del cine testimonial que al mismo tiempo documenta y fábula, que sabe mirar sin intervenir. Una cámara que no irrumpe, ni opina, ni editorializa, sino que se desliza sigilosa y al mismo tiempo omnisciente. Una serie de cuadros —junto con un magistral trabajo de edición y de sonido— que no se imponen sobre la historia relatada, sino que la acompañan. La película recurre a los recursos audiovisuales mínimos para contarnos un relato entrañable, que no necesita de la estridencia expresionista para ser escuchado o entendido, porque sabe que la verdad suele hablar en voz baja.
En un salón de segundo de primaria en Acatic, Jalisco, la cineasta encontró lo que muchos persiguen durante décadas sin encontrar: la posibilidad de filmar sin levantar polvo, de desaparecer como director y al mismo tiempo dejar una huella indeleble en los espectadores.
Desde su primera secuencia el documental nos introduce en el universo táctil y sonoro de un salón escolar con una temeridad casi invisible. La cámara se entromete dentro del aula como si hubiera estado ahí desde siempre. No hay miradas inquietas o delatoras, ni rigidez teatral en los cuerpos infantiles, pura naturalidad. Una frescura infantil desenfadada y lúdica, un coro de espontaneidades dirigido por una profesora admirable, que lleva la vocación magistral en las entrañas: la maestra Celeste, que al inicio de la historia les anuncia a sus pupilos —a los que ya acompañó y alfabetizó en el primer año de la primaria— que a la vuelta de cuatro semanas tendrá que marcharse.
Filmar dentro de un aula sin que la cámara se convierta en un intruso es una proeza en sí misma. Pero lo que hace La Falla es más que eso: hace estallar la frontera invisible entre el dispositivo cinematográfico, los personajes y el espectador. Uno no ve la película: uno se sienta en ese salón, respira con esos niños, recuerda sus propias libretas rayadas y sus propios recreos. La mirada es limpia, sin adornos ni hipérboles retóricas. Una épica mínima de la educación pública en México, un asomarse a la intimidada de la patria, “sentida en los jazmines”, como dijera Borges.
La despedida lenta de la profesora Celeste, que se va registrando cada mañana en el almanaque escolar como una ominosa cuenta regresiva, le otorga al documental la tensión dramática que necesita para no quedarse en el mero registro de lo ocurrido. Lo que Simões construye, con una sutileza admirable, es una coreografía emocional entre una docente muy joven —que aún cree en su oficio y lo ejercer a plenitud— y un grupo de niños que descubren que crecer también significa aprender a despedirse, a sobreponerse de la inestabilidad emocional que supone perder al primer referente afectivo, fuera de la familia.
Como telón de fondo de esta despedida gradual lo que aparece es el país mismo en la construcción de sus cimientos más profundos: el laboratorio pedagógico del futuro que representa la escuela. Una escuela, además, que en su aparente nimiedad representa al país entero y en cuyas aulas —despojadas de toda solemnidad ampulosa— los niños aprenden el reconocimiento del entorno geográfico y comunitario al que pertenecen; la transmisión de valores éticos en torno de la diversidad familiar, la convivencia y la tolerancia; o los peligros que acechan a la vuelta de la esquina.
El simulacro por el cual deben esconderse debajo de los pupitres en caso de una balacera, y el semáforo que con enorme sutileza les ayuda a prevenirse y cuidar sus cuerpos contra el abuso infantil, son dos momentos perturbadores y al mismo tiempo entrañables del documental. Ambos describen la sensibilidad, la enorme destreza y los muchos recursos pedagógicos de los que dispone la maestra para abordar los temas más sensibles y difíciles de explicar.
Las carencias de la escuela (techos agrietados, paredes carcomidas por la humedad, pizarrones viejos, pupitres desgastados, o comida chatarra en el recreo) contrastan con la pericia de la joven maestra normalista que, si no fuera porque se trata de un documental, merecería un premio a la actuación. En la era de la revolución digital y la IA, la película reivindica su contrario: el mundo analógico de la cartulina, las tijeras de papel, las crayolas y el Resistol. Para explicar el riesgo telúrico de la zona en la que viven, cerca de una Falla —de ahí el nombre del documental—, Celeste les muestra a los niños una maqueta cinética de cartón que al sacudirse explica la inestabilidad del suelo y los riesgos de un sismo: el triunfo del ingenio sobre la tecnología.
En ese escenario de riesgo se pone en marcha otra operación igualmente compleja: la construcción temprana de la ciudadanía a través del juego, del canto, o del ejercicio formativo que representa formar una fila, reconocer a los próceres, o rendirle honores a la bandera. Hay una ceremonia escolar —torpe, desaliñada, y sin embargo entrañable— donde los niños ondean banderitas hechas a mano, le gritan —destanteados y chimuelos— ¡Vivas! a esa abstracción a la que los adultos llamamos patria, y entonan de manera errática y encantadora el Himno Nacional, con más entusiasmo que afinación.
Hay también un desfile por el pueblo con motivo del 15 de septiembre, que trascurre de manera pacífica y festiva, en compañía de otras escuelas públicas de Acatic. Estamos con esta secuencia en las antípodas del otro país que conocemos: el de la violencia extrema, los muertos y los desaparecidos. La otra realidad.
El documental traza con una precisión quirúrgica la complejidad de las relaciones que se establecen entre la maestra y sus alumnos. El aula aparece como escenario de la vida cotidiana de ambos, como laboratorio de aprendizaje mutuo y como campo de batalla emocional. Entre los apuntes naturalistas de la trama y el pulso dramático que la anima, La falla se estructura como un tríptico cinematográfico: es testimonio de primera mano, crónica de época, y fábula sobre el duelo en la edad más temprana.
Uno de los hallazgos formales más bellos del documental es la cesión de la cámara a los propios niños. Durante varias jornadas, son ellos quienes graban a sus compañeros, quienes encuadran, quienes deciden qué ver. En ese gesto —tan simple y tan potente— se cifra una ética de la mirada: no basta con filmar lo otro; Hay que permitir que ese otro también nos mire, nos cuestione desde su punto de vista. Así, el cine deja de ser un espejo y se vuelve puente. La Falla lo entiende y lo ejecuta con una naturalidad que sólo puede provenir de una enorme preparación y una enorme intuición cinematográfica.
La Falla se inscribe con justicia en una tradición reciente del cine mexicano que ha encontrado en la infancia un territorio fértil, que reivindica la niñez como espacio de resistencia, de verdad descarnada, o como último reducto de la esperanza colectiva, que por momentos se nos escapa de las manos. Sujo (Astrid Rondero y Fernanda Valadez, 2024); Los lobos (Samuel Kishi Leopo, 2019); Radical (Christopher Zalla, 2023); El Jeremías (Anwar Safa, 2015); El Eco (Tatiana Huezo, 2024; y Estación catorce (Diana Cardozo, 2021), forman parte de este nuevo territorio dedicado a las infancias. Alana Simões toma la estafeta y la lleva un paso más allá: no sólo filma la infancia, sino que le entrega las herramientas para autor representarse. No filma desde arriba, sino dentro desde.
El cine de Simões recuerda que la patria comienza con la caligrafía temblorosa del nombre propio y que la ciudadanía se ensaya, vacilante, en la fila donde cada lunes se le rinde honores a la bandera. Ahí, en esa grieta luminosa, en esa otra Falla, palpita la promesa de un país que todavía puede enseñarse —y filmarse— acudiendo a una palabra que a la crítica le incomoda: la ternura.
Lo que ocurre en ese salón de clases de Acatic no es menor. Es, de hecho, el acontecimiento más importante de cualquier país que aspire a seguir existiendo con dignidad: la transmisión de saberes, de afectos, de sentido de pertenencia comunitaria, local y nacional. Una prueba irrebatible de que al país no lo encontraremos en las construcciones abstractas y en los metas relatos de la política y el poder, sino en la sencillez de un salón de clases, y en la voz de un grupo de niños que al final de la jornada pronuncia estas palabras: “Maestra, no se vaya”.
Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). La agencia Notimex para el Sudeste Asiático con sede en Singapur . Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca y director de Artes del British Council en México.
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Posted: June 26, 2025 at 8:40 pm