La locura que viene de los libros
Ana Clavel
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La literatura se urde a partir de singularidades. A la hora de entramar un conflicto o de confeccionar un personaje, la ficción muchas veces trabaja en función de casos extremos, paradójicos, excepcionales. Pongamos por caso, el del emblemático Caballero de la Triste Figura, un hidalgo que de tanto leer, se vuelve loco y confunde la fantasía libresca con la realidad de todos los días, al punto de confundir molinos de viento con poderosos gigantes, o a una simple aldeana, en la dama Dulcinea.
:::::::“Síndrome de don Quijote” podría llamarse a este delirio provocado por los libros, aunque es bien cierto que suele haber gradaciones. Como el de Emma Bovary, que de tanto leer novelas sentimentales, llega a rechazar su realidad pedestre como esposa de un médico rural para ambicionar una vida de aventuras amorosas que la conducirá a la bancarrota y al suicidio. No en balde a esa insatisfacción y búsqueda de evasión se le conoce como bovarismo.
::::::Tal vez no a un grado de locura, pero sí de pasión insensata es la que se registra con la afamada pareja de amantes en la Divina Comedia. Francesca de Rímini y Paolo Malatesta, tras leer la historia de amor entre Lancelot y Ginebra, dan rienda suelta a sus deseos, y al ser descubiertos por el esposo, pagan con la vida el pecado de adulterio, condenándose al círculo V del Infierno, donde residen los culpables de lujuria.
:::::Recientemente, el escritor David Toscana (Monterrey, 1961) sacó a la luz El peso de vivir en la tierra (Alfaguara, 2022), una novela heredera de esta manía por los libros, que también podría definirse como “bibliolepsia”, al estilo de la narcolepsia de la Bella Durmiente, o la ninfolepsia de la que habla Calasso en su libro La locura que viene de las ninfas. En la propuesta de Toscana, su protagonista Nicolás abreva de la literatura rusa al grado de transformarse en Nikolái Nikoláievich Pseldónimov y hacer suyas las aventuras de sus libros rusos favoritos, en una ciudad del norte de México, en la década de los setenta, cuando los soviéticos estaban inmersos en una desaforada carrera espacial. Que beba vodka, que vea el San Petersburgo de Tolstoi y Dostoievski, que mida las distancias en verstas, que sus amigos y su mujer tengan nombres de personajes rusos, que en cada vigilante vea las garras de la represión del Politburó que avasalló a escritores como Bulgákov y Ajmátova, todo ello no son sino delirios de una mente bibliomaníaca que mucho le debe a Cervantes y a la literatura eslava: un “universo más rico e infinito” que el universo estelar, que la vida misma, como señala el narrador. Poco a poco entendemos: el peso de vivir en la tierra obliga a desafiar la gravedad de lo cotidiano y volar con la imaginación.
:::::Así es como se desata la locura, decía Chesterton en un ensayo alusivo a la enajenación que provocan los libros. Un delirio que mucho tiene de juego y libertad creadora. En uno de los párrafos finales, escribe Toscana sobre Nikolái y Marfa, su mujer, cuando han descendido del Cerro de la Silla donde ambos imaginan se encuentra la estación espacial soviética de Sályut:
“«Cuando comenzamos te dije que moriríamos igual que cosmonautas, que no soportaríamos el peso de vivir en la tierra». Entendieron que el abrazo que ahora se daban era el mismo que se habían dado en aquel entonces. «Aún nos queda mucho por recorrer. […] Nos falta la guerra, la miseria, el hambre, los trabajos forzados, los fríos extremos, desastres naturales, la soledad, la vejez, la invalidez, la ceguera, la distancia, la desesperanza, el manicomio, el llanto, la muerte. La vida es lo único infinito que tiene final».”
::::::Es que la locura que viene con los libros, también se puede compartir. Y en la desquiciante época actual, al menos para quienes amamos esa forma arcaica de placer que son los libros, ¿qué mejor que el síndrome de don Quijote para enfrentar los vendavales de esa locura llamada realidad que nos circunda por doquier?
Pido mano: elijo la galaxia Virginia Woolf…
Foto de Lacie Cueto en Unsplash
Ana V. Clavel es escritora e investigadora. Ha obtenido diversos reconocimientos como el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991 por su obra Amorosos de Atar y el Premio de Novela Corta Juan Rulfo 2005 de Radio Francia Internacional, por su obra Las violetas son flores del deseo (2007). Es autora de Territorio Lolita, Ensayo sobre las ninfas (2017), El amor es hambre (2015), El dibujante de sombras (2009) y Las ninfas a veces sonríen (2013), entre otros. Su Twitter es @anaclavel9
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Posted: May 16, 2025 at 11:12 am