La verdadera historia de la muerte de Rosario Castellanos
Tanya Huntington
No es fácil abordar la vida de Rosario Castellanos y, por ende, su muerte. De hecho, se han publicado más semblanzas que biografías suyas. La mayoría de estas aproximaciones parten de obras de la propia autora como Balún Canán, precisamente, o las Cartas a Ricardo; es decir, son protoautobiográficas. Para abordar la escena de su muerte, dado que ella misma no tuvo oportunidad de escribirla a posteriori, hace falta recurrir a las hemerotecas para encontrar fragmentos que parecen más bien restos arqueológicos, invitaciones abiertas a la especulación para rellenar los vacíos, esquirlas que superan en volumen a lo sustancioso.
Sabemos que murió en Tel Aviv el 7 de agosto de 1974. La versión oficial dicta un “choque eléctrico accidental”. Pero también existe la teoría de un suicidio, o incluso la de un asesinato. Las especulaciones en cuanto a la muerte por mano propia parecerían indicar que padecía una depresión crónica, y para colmo, era poeta, ergo, tiene que haberse suicidado. Como he señalado anteriormente, el suicidio, después de todo, se considera algo así como un mal de oficio cuando de poetas se trata. Eso, a pesar de que su hijo Gabriel la describe como muy feliz durante esa época con el nuevo cargo, el cambio de país, la cátedra en la Universidad Hebrea de Jerusalén, la escritura de una obra de teatro.1 Todo parece indicar que estaba entrando plenamente en una nueva etapa de su vida, no que tuviera ganas de terminarla. Quizás influye aquí también la percepción semántica que tenemos de la muerte por choque eléctrico como una forma de ejecución; el término electrocution es, de hecho, un neologismo creado en alrededor de 1889 en Nueva York como vocablo híbrido entre “electricidad” y “ejecución”, acuñado para describir el flamante estreno de la silla eléctrica. O quizás sea simplemente un ejemplo de apofenia, o falacia narrativa: vemos una secuencia de hechos aislados (poeta-problemas matrimoniales-muerte repentina) y los interpretamos como una historia, es decir, una secuencia de causa y efecto (suicidio provocado por un despecho exacerbado por una sensibilidad poética).
Por otro lado, la muerte de Rosario Castellanos se aborda más como una novela de misterio que como un caso resuelto. Y digo “novela”, porque la imagen que se ha acaparado del imaginario no solo popular, sino crítico con respecto a esa muerte resulta ser distorsionada, cuando menos, y quizás incluso fabricada. Se dice que estaba sola y que contestó el teléfono. ¿Quién le marcaba? ¿Alcanzó a contestar? ¿Quiénes fueron los últimos en hablar con ella? Las versiones de lo sucedido varían hasta en la prensa, según David Toscana: “Algunos medios decían que Rosario Castellanos había muerto en la sede de la embajada; otros que en su casa ubicada en Herzila, población contigua a Tel Aviv. Había sido el chofer quien la separó de esa famosa lámpara metálica que le dio la descarga mortal. Aún con vida, fue enviada a un hospital, pero murió en el trayecto a bordo de la ambulancia”.2
Había una lámpara, sin duda. Pero ¿estaba en la embajada o en su casa? ¿Se salía de la tina la autora o de la regadera? ¿Estaba sola o acompañada por el chofer?
En un compendio bajo el nombre ocurrente, pero no por ello menos desafortunado de Poesía fuiste tú, que contiene los datos biográficos más extensos que he podido encontrar sobre Castellanos hasta el momento, se ofrecen versiones distintas de esta escena desde varias perspectivas. Resulta curioso que un libro dedicado a una autora tenga tantas discrepancias con respecto a su muerte, que ya se apropia como imaginaria, en el sentido de que se pueden inscribir distintas teorías en ella. Escribe Beatriz Espejo:
Una y otra vez traté de imaginar la escena. El piso era de mármol o de mosaico, estaba mojado. Quizá entraba el atardecer de Tel Aviv por las ventanas. Rosario Castellanos venía envuelta en una bata ¿de toalla blanca? Acababa de bañarse y se quedó sola, a medio secar; descalza, con el cabello hacia atrás pero escurriendo agua, su cutis claro y sin manchas encremado como le gustaba, todavía sin maquillar las cejas que depiló despiadadamente y luego pintaba en un arco. Además venía descalza. ¿De prisa porque se preparaba para una recepción oficial? La ciudad se cubría lentamente de sombras y el cuarto empezaba a oscurecerse. Quiso prender una lámpara y la encontró desconectada. Al enchufarla un corto circuito la fulminó instantáneamente.3
En un revés que parece digno de una novela detectivesca o mejor aún, las capas de una novela postmoderna, en otro ensayo de esta misma antología, cuenta una amiga cercana de la autora, Dolores Castro, que los elementos del baño o del teléfono ni siquiera estaban presentes en la versión que ella tenía de los hechos:
¿Cómo fue su final? Lo sé por muchas personas que me lo han relatado pero sobre todo por Samuel Gordon, su alumno. Ella había mandado comprar, fuera de Israel, una mesita de metal que le encantaba. Cuando llegó se quedó admirada de la mesita, entonces pensó que lo adecuado era comprar una lámpara que hiciera juego. El día de su muerte había una temperatura de más de cuarenta grados. La llevó su chofer a un bazar árabe y ahí estaba la lamparita que le encantó y la compró. Cuando volvieron a la embajada el chofer puso en el garaje el coche; pero mientras subía a la embajada, Rosario —dice Samuel Gordon— lo primero que hacía era tirar los zapatos de tacón alto y entraba descalza, dejando huellas del sudor que la cubría.
Ella llegó con la lámpara y la puso sobre la mesita de metal; no sabe Samuel Gordon si la lámpara estaba nueva o era de un bazar. Una parte del alambre estaba pelado. Entonces, ella conectó la lámpara, empapada en sudor. Hay que aclarar que la corriente en Medio Oriente, es directa, mientras la nuestra es alterna: en cuanto hay un corto, se apaga. Así, parece que ella cayó fulminada pero todavía estaba viva cuando llegó el chofer y se encontró con Rosario en el suelo y que parecía que estaba mal. Le habló a Samuel Gordon y él le dijo inmediatamente: “Llame a una ambulancia”. Llamó a la ambulancia y recogieron todavía viva a Rosario; no saben si murió en el trayecto o todavía llegó viva al hospital, pero murió.4
Aquí nos acercamos más a los hechos reales, aunque hay un par de inexactitudes, como el alegato de que en Israel se utilice corriente directa, por ejemplo. De hecho, podemos suponer que de haber sido así, Rosario Castellanos podría haber sobrevivido la descarga a pesar de que el voltaje del lugar es, en efecto, mayor del que se acostumbra en las Américas: recordemos que la corriente directa se asemeja a la de un relámpago, justamente. Aunque esa corriente fue la predilecta de Thomas A. Edison, pronto fue desplazada a nivel mundial por la alterna que promovían George Westinghouse y Nikola Tesla en una de las primeras guerras empresariales de estándares globales, debido a que esta última presenta ciertas ventajas como, por ejemplo, la posibilidad de cubrir largas distancias entre la fuente de energía y su destino final.5 De hecho, con la corriente alterna, que va y viene por un cable decenas de veces cada segundo, se agrava el reflejo de “congelarse en el circuito”, es decir, el de quedarse aferrado a la fuente de la electricidad. Por otro lado, estar “empapada en sudor”, igual que estar chorreando agua del baño, no habría aumentado el riesgo de electrocutarse, al menos que el líquido entrara en contacto con otro metal conductor —como el del drenaje de una tina llena. Como sea, este párrafo revelador me llevó a indagar más sobre Gordon, y encontré en YouTube un video en que él mismo relata los pormenores, los cuales transcribo aquí:
La comunicación efectuada al filo del mediodía fue breve; unos diez minutos. Me dijo que no podía verme, porque había de trasladarse a la Ciudad Vieja de Jerusalén en la zona amurallada para recoger unas mesas de bronce repujado encargadas desde Siria, las cuales después de largos meses de espera acababan de arribar. Me informó que mi traslado a México sería para el próximo semestre electivo. Después de los saludos de rigor, nos despedimos. Dos horas y media más tarde, recibí la llamada de su chofer, de nombre Israel, de origen búlgaro, que hablaba ladino o judesmo, y la llamaba siempre señora embashatriz. Lloraba desconsoladamente. Me dijo que la señora embashatriz había sufrido un accidente y rogó me trasladara de inmediato a Herzliya Pituach, sede de la residencia de la embajadora de México. En menos de una hora estuve allí y le pedí me transportara al hospital adonde la habían conducido. Inútil, no nos dejaron ingresar, porque ya la habían declarado muerta, y debido a su estatuto diplomático el acceso fue totalmente restringido. Regresamos a la residencia de manera pormenorizada. Israel reconstruyó aquellos últimos minutos antes del accidente. Era un día calurosísimo en que soplaba el chamsin, vocablo en árabe que significa cincuenta, utilizado para hacer referencia para la cantidad de días en que más duramente golpea un viento abrasador desde el desierto. En la sede de la embajada, no tenía aire acondicionado. Rosario descendió de prisa, descalza por el inmenso calor, empapada de sudor con urgencia de colocar sus mesas metálicas repujadas. Había un hueco esquinado entre dos sofás, el cable de una lámpara lo cruzaba en diagonal desde el enchufe hasta la mesa del centro de la sala, donde estaba colocada. Ese espacio era el destinado para ubicar la mesa de mayor diámetro. La lámpara metálica estorbaba, y estaba mal aislada, y es un país con corriente de 250 voltios. Al moverla, Rosario quedó pegada agónicamente. El chofer estacionaba el carro en la cochera en reversa. Tardó varios minutos en ingresar a la residencia con las mesas para recibir instrucciones. Al entrar, se encontró con la terrible escena, a duras penas con el pie logró desconectar el cable, inevitable, ridículo, increíble. Por eso niego siempre tantas absurdas conjeturas. Al día siguiente, en la sección militar del aeropuerto, cuatro jóvenes soldadas entregaron el féretro envuelto en la bandera nacional a un avión de la Fuerza Aérea Mexicana que lo trasladaría de regreso a la patria. Hube de aceptarlo por fin: Rosario Castellanos sí había muerto.6
Esto, me parece, desmitifica por completo el orden y el contenido de los sucesos. No sé qué tanto la apropiación y ficcionalización de la muerte de Rosario Castellanos se deba a que fue no solo accidental, sino anodina, lo cual en el fondo nos parece tan inconcebible (porque denota un azar terrible que se impone sobre cualquier idea de destino u orden en nuestras trayectorias sobre esta tierra, pero lo hace de manera insulsa) que nos damos ese permiso de brindarle sentido, lo cual equivale a brindarle misterio; y qué tanto se deba a que era mujer, y los cuerpos de las mujeres se apropian dentro de un contexto patriarcal. Me parece que, como dejó claro la autora en Mujer que sabe latín, ella misma habría rechazado ese papel de víctima.
Como sea, todo lo que se ha inscrito sobre ese envase orgánico, que antes contenía a una gran escritora, resulta bastante revelador en cuanto a nuestras fantasías, dado que depositamos en los sucesos extraordinarios versiones exageradas de nuestra estética actual. En esta misma vena, alguna vez escribí sobre el hecho de que lo que más me fascina de los OVNIS es la manera en que su aspecto cambia acorde con los tiempos; es decir, los platillos voladores de los años cincuenta son una moda, igual que las pequeñas luces que giran y cambian velozmente de dirección que preferimos actualmente. De la misma manera, la idea que nos empeñamos en tener sobre una muerte ficticia de Rosario Castellanos, por encima de los hechos, es muy “de época” –el baño, el cuerpo empapado, el teléfono que suena, la lámpara que chisporrotea.
Notas
1 https://www.elvigia.net/cultura/2014/8/8/muerte-errnea-rosario-166102.html
2 Toscana, David. “La famosa lámpara”, Sección Cultural El Laberinto, Milenio, 26 julio 2019. https://www.milenio.com/cultura/laberinto/rosario-castellanos-y-la-famosa-lampara
3 Espejo, Beatriz. “Rosario Castellanos: Sus juegos creadores”, Poesía fuiste tú: A 90 años de Rosario, Chiapas, México: Editorial Atrament, 2015. p. 75.
4 “Caminando con Rosario Castellanos”, Poesía fuiste tú: A 90 años de Rosario Castellanos, Dolores Castro, Chiapas, México: Editorial Atrament, 2015. pp. 57-58.
5 Sobre esta contienda, véase AC/DC: The savage tale of the first standards war, de Tom McNichol.
6 Gordon, Samuel en el “Homenaje a Rosario Castellanos” de la Revista Siempre!, Biblioteca Mexicana de la Fundación Miguel Alemán, Ciudad de México, 1 junio 2013. La transcripción es mía. Enlace consultado el 2 enero 2020: https://www.youtube.com/watch?v=DsREPn4oHRY
Tanya Huntington is the author of Martín Luis Guzmán: Entre el águila y la serpiente, A Dozen Sonnets for Different Lovers, and Return. Her most recent book is Solastalgia (Almadía / UAA, 2018). She is Managing Editor of Literal. Her Twitter is @Tanya Huntington
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Posted: March 11, 2020 at 9:05 pm
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