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Un monumento

Un monumento

José Ramón Ruisánchez

Una pequeñísima parte de los presupuestos obscenos que se usaron para maquillar el desastre del país con los festejos del bicentenario de la Independencia (y a regañadientes el centenario de la Revolución) se usó en proyectos culturales serios, cuyos resultados aparecen cuando se despeja el humo de la pirotecnia.

Uno de los indudablemente valiosos es el panorama de la narrativa mexicana que produjo El Colegio de México en dos tomos. El primero de los cuales me ocupa aquí. La premisa del proyecto es muy clara: “una primera aproximación crítica a la obra de un escritor particular, desde un punto de vista analítico que tendiera a abarcar, cuando fuera posible, la mayor parte de sus textos narrativos”. La nómina a partir de la cual se procede es absolutamente canónica: se analizan los autores partiendo de José Joaquín Fernández de Lizardi hasta llegar a Federico Gamboa. Como señala con honestidad el prólogo de Heriberto Frías y Justo Sierra, falta Guillermo Prieto, autor del mejor libro de memorias del siglo; aunque haya escrito sus cartas en inglés, falta la soberbia Frances Calderón de la Barca. El gesto más atrevido es la inclusión de Laura Méndez de Cuenca.

El censo de los críticos es igualmente canónico: Belem Clark de Lara, que ha coordinado la publicación de su obra completa, escribe sobre Manuel Gutiérrez Nájera; Javier Ordiz, editor en Cátedra de Santa, se ocupa de Gamboa; Klaus Meyer-Minnemann, autor del libro pionero sobre la narrativa del modernismo, sobre Amado Nervo.

En general se repite el mismo gesto crítico: el rescate de un corpus más amplio que el libro que se ha reeditado incansablemente con éxito. Pero salvo en contadas excepciones –pienso en el texto de Christopher Conway donde lee a Altamirano desde el punto de vista de su proyecto educativo, el de Blanca Estela Treviño sobre el minero espiritista Pedro Castera y el de Ana Laura Zavala Díaz sobre José Tomás de Cuéllar como escritor obligado por las entregas del folletín, el de Adriana Sandoval que contrasta a Rafael Delgado con los novelistas sociales– es infrecuente la construcción de un punctum, de una lógica de lectura que invite a este regreso a los lectores del siglo XXI.

No es que en los artículos dedicados a Roa Bárcena, Payno, Inclán o Micrós carezcan de solidez. Al contrario: les sobra solidez, pero les falta agudeza. Apegados a la necesidad de ofrecer un panorama histórico de la vida del autor y de la recepción crítica, los textos trasparentan plantilla obligatoria y se dejan poco espacio para el riesgo. Cuesta trabajo creer que aquí prácticamente no exista diálogo con los importantísimos libros que sobre el siglo XIX se publicaron hace ya dos décadas. Pienso en el trabajo de Doris Sommer, que apenas se cita una vez, o el de Julio Ramos, Carlos Alonso, Josefi na Ludmer, Adriana Rodríguez Pérsico, Gabriela Nouzeilles, Roberto Schwartz que no se mencionan.

Esto limita la mayoría de las discusiones a girar en torno a temas como el género de cierto texto o si un autor puede ser llamado naturalista o romántico o realista. Yo esperaría que una nueva colección abra nuevos caminos. Pero ésta, como el ángel de la historia de Walter Benjamin, mira hacia las ruinas del pasado conforme se aleja de ellas.


Posted: May 21, 2012 at 9:36 pm

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