Una entrevista a Jorge Arturo Ojeda
Adolfo Castañón
A veces tengo la sensación de que no he podido salir de la Facultad de Filosofía y Letras. La muerte de Jorge Arturo Ojeda reavivó esa sensación. Yo lo había leído en revistas y tenía conocimiento de que era cercano a Juan José Arreola. Sabía que había publicado unas Cartas de Alemania en la Colección Sep-Setentas Por otra parte, yo era alumno de mi querido maestro Huberto Batis. Este tenía la idea de formar a sus alumnos no solo haciendo fichas y leyendo libros. Debían saber reseñar una novela o una obra de teatro, componer parodias y hacer entrevistas. Un día se le ocurrió que le hiciera una entrevista a Jorge Arturo Ojeda. Me puso a temblar y a leer lo que hubiera disponible del autor. Lo leí y fui a verlo para preguntarle si estaba dispuesto a que lo entrevistara. Me dijo que sí y le hice la entrevista. A Batis le gustó. También a Jorge Arturo. Sin embargo, aunque la hice en 1973 nunca la publiqué. Lo hago ahora para recordar su muerte acaecida en mayo de 2024.
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Llegué al café donde me esperaba Jorge Arturo Ojeda. Al entrar, vi en el fondo una figura que se destacaba contra la cristalería; me acerqué. Alto y de frente amplia, el pelo vuelto hacia atrás, Ojeda me saludó sorprendido: tal vez porque llegaba yo tarde o porque el volumen insólito de mi grabadora le sugería —no sin razón— ideas sobre el carácter de mi entrevista. Antes de realizarla tuvimos una larga conversación sobre la crueldad de Flaubert. Y yo escuchaba con inquietud creciente sus palabras, porque, involuntariamente, estaba agotando el cuestionario, tan deficiente como extenso, que había preparado. Terminó la plática y nos dirigimos a su casa para realizar ahí la entrevista.
Se acababa de mudar y el mobiliario del amplio y luminoso departamento se limitaba a dos sillas, un escritorio, una cama y un sillón giratorio. Sobre repisas de cemento que salían de la pared había papeles y libros; en un rincón, tocadiscos y algunos discos: Arreola y Rosario Castellanos en Voz Viva de México y El Corneta de Rainer María Rilke, en grabación alemana. En la ciudad de México, un día caluroso de mayo.
¿Me puedes decir algo sobre tu forma de trabajar, tienes alguna costumbre, algún rito preliminar, una ceremonia?
Necesito estar muy despejado, muchas veces me voy a pasear, a caminar, doy vueltas en algún lugar; tomo café con amigos pero trato de no intervenir para estar descansado. Muchas veces, cuando se trata de novela, me preparo así, y llego y escribo un fragmento. Pero, por ejemplo, en Cartas Alemanas, la mitad del libro, la parte final, la escribí en quince días. Me sentaba a escribir en las mañanas y en las tardes y tomaba mucho café. Y algunos textos, como poemas en prosa, textos emotivos, sentimentales, esos me salen en cualquier momento, cuando entro en una especie de transe penoso, eufórico, condolido, melancólico, nostálgico. Y en los ensayos es diferente. Voy recopilando el material y en un día o dos me pongo a hacer la redacción total, final, definitiva.
¿Reescribes mucho?
No, reescribir no; corregir sí. Pero no corrijo tanto. Soy rápido en la hechura, hasta cierto punto. Y no es una redacción constante, se trata más bien de una especie de frenesí lento, que ya va haciendo casi definitivas las frases. Rara vez tachono tanto que no se pueda releer.
Entonces no podrías ser como Miller quien, después de haber corregido sus textos terminaba sintiéndose Balzac por el número tan elevado de tachones, notas marginales, supresiones.
No, no tanto. Muchas veces yo opto por cierta certeza y, salvo por ejemplo la página final de las Cartas Alemanas, nunca corrijo demasiado. Esa página final la reescribí cuatro veces, esa página realmente me costó muchísimo porque estaba yo inmiscuido sentimentalmente. Y trasladaba un párrafo, un pedazo de párrafo. Una frase la ponía antes y la ponía después, la retachaba, sustituía palabras. Ese fue un caso excepcional de exceso, quizás porque estaba yo muy próximo personalmente a esa página. Es la mención de Tlatelolco, la mención de los revolucionarios estudiantiles y la tumba de Jean Palach en Praga.
Todo lo anterior viene a decir que todo el tiempo estás escribiendo.
Todo el tiempo estoy haciendo los textos porque nunca varío mi actitud vital. Estoy todo el tiempo en estado literario.
Y este estado literario, ¿implica o excluye la existencia de cuadernos de apuntes?
No. Tengo el cuaderno de apuntes. Muchas veces conversando se me clarifica una idea, pido una pluma, meto una mano a la bolsa, anoto en una esquina de un boleto de autobús, en una servilleta de café, llego a casa. Y no es raro que acumule servilletas y esquinitas de papeles o bien los traslado a un cuaderno donde anoto la idea a desarrollar: está en mi mente, nunca acabada o expuesta en el cuaderno. Cuando la anoto en ese cuaderno para extenderme después ya no puedo desarrollarla, si ya fue expuesta una vez ya no la puedo retomarla de nuevo y muchas veces tengo que desecharla. Entonces mis cuadernos de apuntes son más bien una guía.
¿Qué tipo de idea tienes cuando inicias una obra?
Es muy vaga la idea final. Tengo una inicial y trato de ser consecuente con ella. De hecho voy descubriendo la obra, supongo un momento final, pero realmente la obra se va haciendo.
Esta idea es un presentimiento…
Sí. Se trata de irle sacando material a ciertos elementos iniciales, sacándoles sustancia. No voy añadiendo elementos, sino que a los elementos iniciales los voy haciendo girar y los veo desde distintos puntos, multiplico sus posibilidades. Por ejemplo, una mariposa que se va volviendo enjambres, aviones, leyendas de mariposas. Se trataba de sacar todas las posibilidades de la mariposa y no meter de pronto elementos extraños, digamos aves o ángeles.
Esto, extrapolado, tendría que ver con una concepción de la novela cercana a Flaubert o Stendhal. Me refiero al hecho de que se muestre, se despliegue al personaje a través de sucesivos puntos de referencia.
Sí, en esto soy admirador de Flaubert, Stendhal y Balzac, que hacen los grandes postulados del carácter. Un personaje es un carácter llevado a través de peripecias sucesivas, rodeado y visto desde distintos ángulos, en distintas situaciones. Son los grandes maestros del personaje y yo me ceñí mucho a no abandonarlos. Pensaba en Dostoyevski, es un caso muy grande, pero es también válido para todos los grandes novelistas del siglo XIX.
¿Crees que la condición natural de la novela sea el desarrollo de un carácter?
Sí, creo que la novela es persona, personas. Ya sea personas llevadas a la zoología, como en Balzac, o llevadas a la representación de sociedades completas, como Emma Bovary o los caracteres de grandes diversidades, contradictorios, múltiples y sintéticos como en el caso de Dostoyevski.
El autor mismo no siempre es un carácter pero existe la novela autobiográfica, ¿es auténtica, efectiva esta novela?
Sí, cuando los datos personales son llevados a un plano en que valen tanto como una buena ficción. No por ser mi vida vale, pero si está contada con la calidad literaria, la ficción suficiente, vale como un texto, pero no porque sea mi vida.
¿Qué relación habría entre la persona del autor y el carácter?
Quiero pensar en esto: los trágicos griegos, no sé si se deba a su sociedad o al género literario que manejaban, prescindieron de sí mismos para presentarnos el carácter. Eurípides nos da una Medea y Sófocles un Edipo, y no podemos pensar que se trate de autobiografía como tampoco podemos decir que el Rey Lear o Hamlet sean Shakespeare. Quizás los más grandes poetas son aquellos que logran desprenderse de un yo. Sin embargo Dostoyevski tuvo una gran debilidad en el príncipe Mischkin. Dostoyevski era epiléptico y, tal vez, nunca trató a un personaje con más afecto que a Mischkin, que era precisamente el epiléptico. En este caso, aunque Dostoyevski es uno de los grandes que toman el mundo entero y son, digamos, objetivos, y necesitan del objeto del mundo, y no de su autobiografía o pensar interior, en Mischkin, digo, se volcó en una especie de autobiografía, un autorretrato que no está en los rasgos anecdóticos, sino en lo esencial de esa bondad interna de Mischkin. Es príncipe, es bueno y es epiléptico.
Un caso de un gran novelista, en cierto modo autobiográfico, sería el de Proust. Podemos ver en él un movimiento hacia el exterior, un continuo trascenderse y prodigarse, aunque, en rigor, directa o indirectamente, está hablando de sí mismo, abriéndose al mundo y comprendiéndolo.
Me parece que en el caso de Proust es muy importante su vida precisamente en esa sociedad. La sociedad que vivió Proust, al final del siglo XIX, en París, cuando París era la capital del mundo, y balanza que repartía coronas, en donde estaba la inteligencia, era una sociedad riquísima y quien vivía en esa sociedad percibía una vida esencialmente rica. Claro, él trasciende su yo, pero también esa primera persona permanente de En busca del tiempo perdido es una primera persona que puede ser tercera. Proust, cuando habla del narrador, es discretísimo, es un santo, es la discreción misma. Pero en la tercera persona que representa al Barón de Charlus, los estudios recientes así lo han comprobado, hay mucha de la experiencia de Proust; aunque, claro, Proust mismo no estaría enteramente en esa representación. En Proust yo no recuerdo sino las experiencias personales muy nobles: la experiencia del paisaje, la nobleza del amor maternal, las relaciones muy leves con el padre, las relaciones con Francisca, la sirvienta inteligente, fiel y un poco monárquica. Todas esas experiencias que da Proust como personales son sumamente discretas, bellas. Y se refieren a cuadros, a ciudades, a paisajes, a relaciones con la familia, los Guermantes, a lo que es el arte en Swann.
¿Para ti el momento de la escritura es difícil?
Me duele siempre. Sufro siempre que escribo y siento, a veces, que las páginas débiles, y las que rechazo y olvido son las que hice sin que me costara trabajo. Antes, era el placer de la obra hecha. Sin embargo, a partir de Goethe, es el placer de la obra haciéndose. Pero a mí me sucede esto: me da una gran alegría la obra hecha, inmediatamente acabada de hacer. Y esto no excluye el dolor de estarla haciendo. Frecuentemente un texto me desquicia un día, una semana. Repito diálogos por la calle, me asaltan personajes y descripciones al dormir. Pierdo una relación directa con las personas porque estoy metido en la hechura y, curiosamente, este proceso no es, en general, placentero, sino doloroso. Y me angustia no poder terminar un texto.
¿Y este dolor del escribir se llega a reflejar en el texto mismo?
No, no se refleja porque lo mismo pueden ser páginas alegres o descriptivas, diálogos o cosas que realmente son como un desnudarse pero que el otro —el lector— no siente. Es un sufrimiento, el de escribir, que no se siente en la obra. Puede ser un texto apasionado que me importe a mí interiormente. Ese sentimiento de que el texto me importa a mí y de que está relacionado conmigo no tiene nada que ver con las cualidades estrictamente literarias. Pero siempre, ya se trate de descripciones, confesiones o diálogos donde trabaja la inteligencia, hay un cierto dolor de hacer. Me duele, me pesa, me cuesta terriblemente sacar las frases.
¿En qué estás trabajando actualmente?
Estoy a la mitad de un ensayo sobre la Ilíada.
¿Compartirías con otros escritores el temor a hablar de las obras que están en proceso?
Sí, lo comparto, porque cuando las hablo ya no las escribo. Sin embargo te diré que me falta hacer el fichero. Estoy trabajando directamente sobre el texto de la versión castellana y sobre las nueve rapsodias de Alfonso Reyes. En este texto yo no hablaré sobre la Ilíada, será ella la que hable. Y yo únicamente seré el ordenador de los materiales. Mi trabajo consistirá en exponer. Lo que se lea en ese ensayo será un mínimo de teoría literaria de mi parte, un comentario mínimo. Será la Ilíada quien hable en este texto. Haré una coordinación de citas. Es un trabajo que no tiene nada de erudito: se trata sólo de una coordinación de valores poéticos, puramente poéticos. No tiene nada que ver ni con textos doxográficos, ni con asuntos de religión, de sociedad o de mitología. Elementos poéticos a entresacar y ordenar categorizados. Ése será el trabajo.
¿Podrías describir de algún modo la sensibilidad poética que organiza este material? ¿Sería una sensibilidad contemporánea?
Sí, contemporánea sí. Será un trabajo sobre las grandes metáforas de la Ilíada —y aquí vendría la parte teórica. Pienso que la gran metáfora de la Ilíada es un modo de describir y de clarificar el elemento que se ofrece.
Así como el peñasco desde la alta roca se vuelca, y da tumbos, y golpea entre otros peñascos, y sigue por vados hasta que por fin, en el último rebote, choca contra una hondonada y se detiene, del mismo modo Agamenón se lanzó, levantando el escudo y gritando, contra las puertas de Ecseas de Troya.
Esta es una comparación del peñasco con Agamenón. Es una metáfora, pero es también un modo de la descripción. Y en esto no hay erudición, no hay nada, sino una minuciosa labor y sensibilidad.
¿Y el lector atento podría encontrar implícita una poética?
No, yo no podría hacer una poética. No sé si me falte audacia, cultura o inteligencia. Hacer una poética es hacer una teoría. Además, este texto sobre la Ilíada no será largo y yo no sé si haga otro libro de ensayos. Es un texto que surgió por una necesidad interior. La belleza misma de ciertos momentos de la Ilíada, hace seis años, me hizo anotar en una hoja “hacer esto y esto”. Entonces, al tomar la Ilíada de nuevo, hace cinco meses, me encontré la hoja. Y me decidí a hacer este trabajo, ya que hace seis años no lo hice. Es una semilla sembrada que ahora recojo. Por eso lo he estado haciendo con gran lentitud y pereza, pero también con minucia y perseverancia. Dentro de la Ilíada también encontré una hoja que tenía una anotación respecto a las aves. Este es un trabajo que dejé y que ahora no entiendo. Se trataba de recoger todas las presencias de las aves en la Ilíada y, tal vez, confrontarlas con las aves del Cantar del Mío Cid. Pero encontré otra anotación “las grandes metáforas de la Ilíada”. Ahora bien, es difícil definir metáfora.
Y tu labor será mostrar…
Sí, mostrar sola a la metáfora. Nada de anécdotas conocidas, nada de mitología. Si surge Agamenón, Apolo, Atenea, Héctor, quien sea, yo no voy a narrar ni siquiera la anécdota.
¿Cómo empezaste a escribir? ¿Qué incidentes o circunstancias te revelaron o acompañaron la revelación de tu vocación como escritor?
Recuerdo que era muy pequeño, tan pequeño que apenas alcanzaba la mano de mi padre. Recuerdo que con toda la mano agarraba un dedo de mi padre cuando íbamos de paseo —a él le gustaba mucho pasear conmigo; yo era el hijo menor. Y me recitaba el poema “Reír llorando”.
Era Garnik actor de la Inglaterra
Y el pueblo al aclamarlo le decía:
Eres el más gracioso de la tierra
Y el más feliz. Y el cómico reía…
Y la recitó tantas veces que la aprendí. Creo que es de Juan de Dios Peza. A mi padre siempre le gustaron los poemas y alguna vez escribió cuentos. En tercer año de primaria, mucho tiempo después de aprendido el poema, concursé y saqué un tercer lugar en declamación. Después, cuando tenía alrededor de catorce años, mi padre me regaló un libro de Enrique González Martínez, que tenía “Preludios”, “Lirismos”, “Silenter” y “Los senderos ocultos”. Y en segundo o tercero de secundaria gané el Concurso Cervantes. El Concurso Cervantes pero de ortografía. No sé qué tiene que ver Cervantes con la ortografía. Saqué la mejor calificación. Todo esto iba compaginado con que yo ya había hecho algunos versos. Un maestro los había visto y, de pronto, en segundo de secundaria yo era niño poeta. Me permitieron leer a cualquier hora de cualquier clase los libros de literatura, como una excepción al orden escolar. Ahí leí los libros de Soledad Anaya Solórzano.
¿Quiénes son los poetas o escritores que respetas más y por qué?
Tal vez sea un conservador pero admiro muchísimo a Sófocles y Esquilo. Esquilo siempre me ha arrebatado porque tiene un frenesí que no alcanzo a calibrar, que no llego a saber de dónde le viene, es un frenesí muy extraño. Ahora, dentro de lo poco que conozco a Shakespeare, pues él es el poeta, el poeta poeta.
“Era ciego como la piedra, no como la arena…”
“Créeme, amor, era el ruiseñor, era la alondra…”
Y últimamente me he acercado, dentro de la dificultad que tiene, a Góngora. Siento que más que el poeta organizador, era el poeta sensible, tan sensible a pesar de las mitologías. Tiene un gran sentido de los colores y de la proporción. Hay algo que no es cerebro, sino un sentir de la poesía total. Claro, yo no podría hablar de Góngora porque de él sólo pueden hacerlo los que saben…
Ésta es una pregunta muy similar a la que ya te ha hecho el reportero de una revista de gran tiraje. ¿Se podría hablar de un vínculo, de una tendencia o del predominio de una concepción literaria en los escritores de tu generación? ¿Hablar de la generación de Mester es simplemente referirse a una coincidencia temporal o, por el contrario, equivale a hablar de una comunidad de lenguaje, de lectura y de ideas?
Como muchos jóvenes trataron a Arreola, y Arreola escribía cuentos breves y cada vez más breves, la consecuencia fue hacerse muy consciente del oficio. Creo que los escritores que salimos del taller de Arreola hemos sido muy conscientes de la labor de la palabra en la frase, en la cláusula y el párrafo. Y no sé si por llevar la contra, todos se volvieron escritores a lo largo, cuando el maestro era escritor a lo breve. Y los que hicieron literatura a lo breve se parecían tanto a Arreola que nunca han publicado ni sobresalido. El único que sí escribió —y lo debo decir—, con gran imaginación y con modos de ficción al modo de Arreola, fue René Avilés Fabila. Pero en él se ve una declinación, un material que se agota. Y siento que muchas veces una ficción social, política, de los Estados Unidos no ha rebasado, por supuesto, las cualidades de la prosa, la elegancia y el buen gusto de Arreola. Aunque tampoco lo ha rebasado en la intensidad o en las alturas de la imaginación; cuando no hace cosas similares a las de Arreola es bueno.
¿Tienes algún libro de cabecera?
Más que libro, escritor. Del único escritor de quien he comprado un busto y lo he puesto en los estantes de libros es Goethe. Para mí, Goethe es envidiable como hombre y como vida. Comparto la opinión de Alfonso Reyes. Yo hubiera querido ser Goethe, no como poeta, no como escritor, sino como hombre. Me fascina la persona del hombre y autor.
Esta pregunta es ya un lugar común, pero ¿consideras que la novela es un género en crisis?
Creo que está en crisis en Europa, porque la novela es la vida y Europa ya no es la misma del siglo XIX. Es un continente de segunda clase y si está en crisis la novela es porque está en crisis la economía. El sentirse súbdito de la reina Victoria no es lo mismo que serlo de Isabel II. La diferencia es grande y esto puede repercutir en cualquier creación. No puedo decir que en la lírica; la poesía se da hasta entre peñascales. Pero, en general, es un refreír los mitos antiguos y difícilmente están creando otros. La novela está en crisis en Europa, pero en Latinoamérica no.
¿Quién crees que sea el autor contemporáneo que abre más horizontes, que más sugestiones da al lector?
La novela que, para mí, más sugestiones da es Rayuela de Cortázar, porque Rayuela es la gran novela, un experimento que ya es definitivo. Y se sostiene uno no sabe cómo: como un juguete entre hilitos que tiene despedazaderos del idioma, jitanjáforas, entrelineados de Cortázar y de la novela de Galdós que están leyendo los personajes. Hay muchos juegos. Es una novela que sucede en París, en Buenos Aires y que no está supeditada al carácter —y éste puede ser un paso muy importante con relación a la novela del siglo XIX. Aparecen muchos personajes que no son tanto personas como ambientes. Cuando se describe París no se hace ya con una minucia arqueológica, es simplemente un ambiente. Es una novela llena de experimentos y que le dice al autor joven que se pueden hacer tantas cosas: rupturas del idioma, lenguaje alrevesado, bromas acerca de aquella Academia Ortográfica Mexicana, presentación de personajes no tanto como caracteres sino como ambientes y, tal vez, la aproximación a cierta literatura que se da hoy, que es más bien colectiva que individual. En esto Cortázar es muy moderno, con todo y que, en literatura, no se debe hablar de modernidad.
¿Podrías hablarme de tus objetivos como escritor?
Yo tengo un sueño: hacer una gran novela que sea grande no sólo por lo largo. Y esa es una carrera que requiere todavía mucho aire y mucho entrenamiento. No sé si requiera vida o qué requiera. Ahora estoy tomando aire. La gran novela es mi sueño, y sueño con La Guerra y la Paz y con mis Karamazov.
¿Si un escritor más joven te pidiera consejo, qué le dirías?
¡Consejo! Lo único que yo podría decirle es que me enseñara una página y ahí, en la práctica, le diría algo sobre el texto mismo, sobre una frase. No conozco preceptiva; para el escritor joven sólo conozco el renglón mismo.
¿Qué papel jugó en tu formación como hombre de letras la revista Mester?
Fue un modo de encontrarme a mí mismo en aquel andar de voceador en Casa del Lago de la Universidad, yendo a la imprenta, corrigiendo pruebas de plana. No fue sólo un época literaria. Estaba en una etapa en la que escribía mucho. Fue también una prueba humana, es decir: hacer y ser por lo que se hace. Fue definitivo en mi trato con muchísimos jóvenes que estaban cerca de mí y que ahora son los escritores que aparecen en suplementos y libros. Este contacto, esta activa batalla con las letras fue para mí total, definitiva.
¿Qué es lo que más te interesa y lo que más admiras de las letras contemporáneas?
Admiro que se lancen los escritores a escribir con tal tranquilidad lo mismo la más trillada historia de amor que una ficción de origen inglés; y que se lance uno así, a escribir sin importar que haya miles de bibliotecas que nos preceden. Admiro la fecundidad.
¿Tu obra se inscribiría dentro de alguna tradición específica de la literatura de un modo consciente?
Yo me he puesto a escribir sin referencias exteriores, con la sola idea formal de que un texto empiece y acabe. Las cosas que me han ayudado son tal vez muy breves y abstractas. Lo que me guió para escribir mi primera novela corta Antes del Alba fue una frase de Ortega y Gasset en un ensayo llamado “Algo sobre la novela”, Ahí él dice que la novela es un género moroso. Entonces me di cuenta de que la novela era lenta y de que, para ser lenta, necesitaba ser minuciosa. Y me puse a escribir un texto lento, minucioso porque ésa era la idea de la novela. Y lo contrario era que el cuento es breve, sintético y, de este modo, hice cuentos. Pero nunca pensé en ninguna novela o cuento en especial.
William Bourroughs, Michel Buter, Julio Cortázar y Dos Passos, para citar nombres conocidos, incluyen en sus obras titulares de periódico, textos de anuncios comerciales, elementos del mundo que nos rodea y que, incluidos en libros, adquieren un valor distinto del acostumbrado. ¿Crees que este fenómeno sea un rasgo peculiar de los autores mencionados, una tendencia de la literatura contemporánea o una inclinación que se remonta mucho más atrás en el tiempo?
Creo que esto ha existido siempre. El principio del Quijote (“En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”) pertenece a un romance muy popular de la época. Y Cervantes lo tomó a modo de broma que nosotros ya no percibimos, ese comienzo se ha vuelto solemne. Tomó el romance que circulaba por Castilla. Y también tomó cosas de otro romance, del Romance de Lazaronte. “Nunca fuera caballero de damas tan bien servido como fuera Lazaronte cuando de Bretaña vino”. Este es el texto original y en el Quijote encontramos lo siguiente: “Nunca fuera caballero de damas tan bien servido como fuera Don Quijote cuando a…” Ahora es el periódico; en la época de Cervantes circulaba el romance por Castilla y el escritor lo tomaba.
Un escritor que vive en la sociedad, ¿qué relaciones debe sostener con ella y con la actividad política?
El escritor tiene una función que va más allá de la época social y política; ya tiene el compromiso con su sociedad, la política es simplemente la directriz. El escritor, al tener un verdadero conflicto con el hombre y su sociedad, restringe su compromiso aliándose políticamente: aquel que se alía a un partido político, restringe su compromiso con la sociedad.
¿Discutes con alguien tus textos antes de darles una forma definitiva?
Rara vez consulto. Difícilmente consulto, o nunca.
¿La fórmula de Horacio “dulce y útil a la vez” expresa un estatuto necesario de la condición literaria o crees, por el contrario, que la literatura contemporánea se norma por otras exigencias que, ahora, la condición de la literatura es otra y que este nombre —por otra parte reciente— es aplicado a ideas, a realidades de la literatura que tendrían poco que ver entre sí?
El “dulce y útil” de Horacio me parece perfecto. Hay cosas que son dulces, como algún calendario rococó; hay cosas que son dulces, que son bonitas, que son primorosas pero que conmueven muy poco el espíritu. Lo útil, creo, es la aportación al espíritu, no la función panfletaria ni adoctrinante.
¿Qué es lo que más deploras del ambiente literario en México?
Yo a veces pediría mucha más franqueza sentimental, en este país pudoroso en lo relativo a los sentimientos sinceros y plenos. Hay venganza, traición y odio y difícilmente amor directo, afecto. Y también pediría mayor preparación intelectual: hay mucho cimarrón, hay mucho improvisado, se lanzan al género literario bajo las palmas. Mayor formación literaria y conceptual tal vez les de mayor libertad emotiva.
¿Y eso sería aplicable a los textos de la literatura mexicana?
Sí, le pido a nuestra literatura que haga más hondo el zanjamiento del hombre, de las pasiones y de las ideas. Nos contentamos con formas bien hechas. Yo no dejo de deplorar que Alfonso Reyes —el autor de la ficción— haya preferido ser el gran ensayista. Y no dejo de deplorar que Arreola se escude en tanta prosa bella, que René Avilés haga críticas gubernamentales y políticas con un cierto tacto.
¿Cuál crees que sea el autor mexicano más honrado y valiente frente a sus sentimientos y pensamientos?
Pienso en muchas páginas de Vasconcelos en las cuales escribe sobre la muerte, la vida, sobre sí mismo, sobre el mal y el bien, sus pecados —los que él consideraba como tales. Después vinieron autores más estetizantes. A mi ver, las farsas divertidas de Carballido son un modo de esquivar el problema grave.
En la época porfiriana, poetas tan finos y tan acabados como Manuel José Othón, Salvador Días Mirón, Amado Nervo, tienen este pudor de que hablábamos. No sé hasta qué punto hay verdadera plenitud sentimental en muchísimos poemas de Nervo, hasta qué punto hay un zanjamiento del alma en el paisaje en Manuel José Othón y no sé si Díaz Mirón llegó a esterilizar su sentido humano por la perfección formal. ¿Por qué no hay totalidades? ¿Por qué no hay la presentación de abismos absolutos?
¿Y López Velarde?
López Velarde es el único que no se arredra ante los sentimientos, aunque utiliza un lenguaje, a veces, tan alambicado y difícil que requiere explicación e interpretación. Toda su simbología erótica es intensísima, sus elementos amorosos son francos, valientes, pero contenidos en un idioma difícil. Cada verso de López Velarde, decía José Emilio Pacheco, requiere interpretación como cada verso de Góngora.
Hablando de Pacheco, yo creo que su obra es muy auténtica.
Sí, es muy sincero. Dicen que es frío, pero yo no le puedo reprochar que sea frío porque no le puedo recomendar ninguna temperatura. Es al menos muy discreto y tiene un gran oficio, en su obra uno ve la gran labor. Representa un misterio para mí, pues yo no sé hasta qué punto triunfa el gran oficio literario o hay un verdadero sentimiento. Me parece admirable e impecable su obra, soy uno de sus admiradores. Es tal vez quien más domina el oficio literario.
¿Crees que esta autenticidad y sinceridad se manifieste de algún modo en la llamada Novela de la Onda?
La Novela de la Onda no zanja profundo, no cala profundo: va a lo extenso pero no a lo hondo. A veces siento esquivados los conflictos reales con una serie de aciertos verbales y circunstanciales, pero la angustia, la intensidad, la profundidad no la veo aquí.
¿Qué escritor joven sería auténtico y sincero, quién “calaría profundo”?
No sé. A veces a mí, hablando de los fragmentos que se han publicado de Documentos sentimentales, me han dicho que yo soy el único “sentimental abierto”, el único que se atreve a capturar las zonas casi de la cursilería, del arrodillamiento, de la declaración de amor, de los equivalentes literarios de un tango, de un corrido, de un bolero, que tantas veces gritan verdades de a kilo pero que nadie, en las buenas letras, se atreve a decir.
Ciudad de México, 1973
(Jorge Arturo Ojeda, nacido en la ciudad de México en el año de 1943, ha publicado varias obras de narración y ensayo. La novela corta Antes del Alba [1965], Don Archibaldo [1969], Como la ciega mariposa [1967], La Lucha con el Ángel [introducción a su antología de Juan José Arreola, 1969], Cartas Alemanas [libro de viaje, 1972] y Caminos [1972]. Textos apasionados, tensos y que no rechazan la violencia, se distinguen más por un uso acertado de los medios expresivos que por una búsqueda propiamente formal. Escritor con objetivos bien definidos, Ojeda se distingue por esa consistencia y la seriedad ante el quehacer literario que sus obras no ocultan).
Adolfo Castañón es poeta, traductor y ensayista. Es autor de más de 30 volúmenes. Los más recientes de ellos son Tránsito de Octavio Paz (2014) y Por el país de Montaigne (2015), ambos publicados por El Colegio de México. Premio Xavier Villaurrutia 2008, Premio Alfonso Reyes 2018 y Premio Nacional de Artes y Literatura 2020. Creador Emérito perteneciente al SNCA. Twitter: @avecesprosa
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Posted: May 27, 2025 at 8:21 pm