Essay
Cazando lágrimas con Pacho Flores
COLUMN/COLUMNA

Cazando lágrimas con Pacho Flores

Gisela Kozak

La entrada de Pacho Flores en el escenario del Palacio de Bellas Artes en ocasión del estreno mundial del Concierto de Otoño para trompeta y orquesta, del compositor mexicano Arturo Márquez, fue el verdadero comienzo del evento, aunque ya había sonado “Pampeana No. 3”, del argentino Alberto Ginastera. Caminó entre los atriles con la certeza de que venía, veía y vencía, con su rostro amable en el que se reflejan todas las sangres que nos han hecho a los venezolanos. Se nota de lejos la sombra verdosa de la barba afeitada, la cual combina con los ojos y cabello oscuros y el suave toque café en la piel. Su actitud corporal indica algo así como: “aquí estoy yo, más parecido a un intérprete de jazz latino, de salsa, de rancheras o de música venezolana que a un trompetista clásico”.

Pero Pacho Flores es efectivamente un extraordinario trompetista clásico, de los mejores del mundo; en su arte resuenan los ecos de la salsa, el jazz latino, el jazz norteamericano y la música barroca. Me llevó del Palacio de Bellas Artes a Caracas con solo verlo entrar al escenario pues perteneció a la Movida Acústica Urbana, cuyo registro de raíces venezolanísimas se expresan en un virtuosismo cargado de contemporaneidad e influencias internacionales. Me vi en el bar Discovery y en el Teatro Chacao otra vez.

Pero no estábamos en Caracas sino en Ciudad de México, un domingo 9 de septiembre de 2018 al mediodía. Lynette Gómez y su madre, Elisa Portillo, me acompañaban en esta oportunidad; mi suegra entraba por primera vez al Palacio de Bellas Artes y quedó maravillada ante su suntuosidad paradójicamente acogedora de mármol y vitrales. La suerte la acompañó en esta ocasión pues Venezuela tendría un rol sobresaliente en el programa compuesto por compositores latinoamericanos, tanto por la presencia de Flores como por la inclusión de la pieza Santa Cruz de Pacairigua, de Evencio Castellanos.

Tenía muchas expectativas respecto al Concierto de Otoño, de Márquez. Sus danzones –conocidos por mí a comienzos de este siglo luego de una separación amorosa y en medio del paulatino encarnizamiento de las diferencias políticas a raíz de la revolución bolivariana– me recuerdan el estreno de una nueva vida y las tristezas del amor derrotado. Escuchaba sobre todo el Danzón No. 2 mientras conducía un Renault Twingo rojo en el tráfico caraqueño en atardeceres de oro moteados de anaranjado y verde, hace casi dos décadas. Pensaba entonces en conocer otras piezas suyas y en verle dirigir pero el tiempo pasó, no existía YouTube para explorar más opciones y la vida siempre trae música nueva. Escuchar una pieza suya de estreno constituyó la renovación de un deseo antiguo y hacerlo de manos de un venezolano un placer doble. Además, Márquez dirigió ese día, al final de la segunda parte del programa, “Conga del fuego nuevo”. Mejor imposible.

Las primeras notas del Concierto de Otoño se abrieron paso en la sobresaliente acústica de la sala. La trompeta sonó con un timbre limpio y perfecto, tan Maurice André, tan Arturo Sandoval, tan Willie Colon, tan Pacho Flores. Barroco italiano con toque mariachi, reminiscencias del nacionalismo musical mexicano, aires del danzón, golpe de rumba y, sobre todo, música en presente puro para una caraqueña del siglo XXI como yo. Flores es culto, popular y masivo, como diría el antropólogo Néstor García Canclini al hablar del abigarramiento cultural latinoamericano. Por sobre todo, equilibra una emocionalidad modulada en el conocimiento de lo popular con una formación académica del Sistema de Orquestas y Coros Infantiles y Juveniles de Venezuela. Se trata de un músico de calle y atril, de partitura e improvisación, dispuesto a conectarse con el público verbal y emocionalmente.

Su interpretación iluminaba la nostalgia de todo lo que dejé atrás. Muy rara vez me permito la nostalgia por una Venezuela que ya no existe pero en esa oportunidad la sentí agudamente. La música absorbió mi atención por completo aunque intercambié miradas de complicidad con Lynette. Al comienzo del segundo movimiento, me relajé un poco y me entretuve observando plácidamente el teatro y mi entorno inmediato. Caí en cuenta de que en la fila de adelante, dos asientos a la derecha de donde yo estaba, tres mujeres de diversas edades estaban enjugándose los ojos de manera discreta con los siempre útiles kleenex. ¿Eran familia del solista? ¿Tanto les gustaba el concierto de Arturo Márquez? ¿Serían paisanas conmovidas? Cierto aire de familia criollo me hizo inclinarme por esta última posibilidad. Me concentré de nuevo en el concierto pero de vez en cuando cazaba sus lágrimas, las cuales continuaron en el tercer movimiento. Durante una rítmica y rumbosa “cadenza” —un solo de trompeta interrumpido por el propio Flores con un sonoro “Gracias Arturo” dirigido al compositor—, dos de ellas se abrazaron y se dieron un cariñoso y suave beso en la boca, de esos que en Venezuela se llaman “piquito”.

Luego de una ovación cerrada vino el intermedio del concierto. Efectivamente las lloronas eran venezolanas, su acento al hablar resultaba inconfundible: dos marabinas y una caraqueña. Entendía perfectamente su explosión sentimental pues el sonido logrado por Flores se relaciona con el aliento de lo popular venezolano y latinoamericano. Este aliento se manifiesta en el brillante timbre de su trompeta, el soplo de alegría en medio de la tragedia propio de nuestra música, de la gaita zuliana, el galerón y el joropo. Los venezolanos presentes ese día recuperamos nuestro tiempo perdido. Además, un venezolano que interpreta a un mexicano dibuja con la música la vida de todos los días de los inmigrantes: ¿acaso no somos eso los inmigrantes, intérpretes de los países a los que llegamos?

El trío llorón salió de la sala y nosotras nos quedamos conversando y leyendo con detenimiento el programa de mano. Lynette me comentó que Valentina Hidalgo estaba en el concierto pues vio sus fotos publicadas en Instagram. No era casualidad su presencia pues fue productora del estupendo proyecto musical venezolano La Guataca, bajo cuyo sello Pacho Flores grabó su disco La trompeta venezolana (2009). Le escribí por Whatsapp y compartimos la alegría de estar en la sala. En 2009 ni se nos pasaba por la cabeza que México sería nuestro destino; tampoco Flores era parte en aquella época del sello mítico de los amantes de la música clásica, Deutsche Grammophon.

Con esta casa disquera, Flores grabó el disco Entropía, enteramente dedicado a compositores latinoamericanos -entre ellos los venezolanos Simón Díaz y Henry Martínez- y con dos valses, inspirados en la gran tradición venezolana del género, de su propia autoría. En la segunda parte del concierto, Flores interpretó uno, “Morocota”. Entre las lágrimas de mi suegra y las de las vecinas de la fila de adelante tuve que hacer hondas inspiraciones para no unirme a ellas. La consigna machista sobre el lagrimeo femenino ha hecho mella en mujeres como yo.

En el asiento a mi derecha un joven alto, delgado, vestido de blanco y azul, con la curva nariz que tantas veces he admirado en las calles y en el arte azteca, se unió a mi cacería de llanto. Con el rabillo del ojo ambos nos observábamos y observábamos a las paisanas. ¿Qué pensaría? ¿Acaso su voz interior murmuraba “pinches viejas lloronas”? Quién sabe.Con tantas insignes lloronas que ha tenido el cine y la televisión de México no creo que unas lágrimas extranjeras le pudieran causar mayor sorpresa.

Flores nos llevó a la comarca común de nuestra historia, Venezuela, con sus trompetas de la prestigiosa casa de instrumentos Stavin, sostenido por una agrupación emblemática de la gran musicalidad mexicana. Venezuela no es solo tragedia sino también sonido, virtuosismo, conocimiento, un relámpago hecho de dolor que deviene en felicidad. A propósito del dolor, no podía faltar el tango. Flores interpretó “Escualo”, de Astor Piazzolla, y “Soledad”, de Efraín Oscher, flautista y compositor uruguayo formado en el Sistema de Orquestas y Coros Infantiles y Juveniles de Venezuela. Tampoco faltó el joropo venezolano, aunque “La flor de la cayena”, de Paquito de Rivera, no suena demasiado a joropo. En todo caso, la música puede tomarse libertades y juegos paródicos; la realidad, como indica el título de la pieza maravillosa de la joven compositora mexicana Diana Syrse Valdés interpretada con por Flores, es coleccionable.

Lo que sin duda sonó a Venezuela fue la suite orquestal Santa Cruz de Pacairigua, de Evencio Castellanos. Flores se unió a la sección de trompetas de la orquesta dirigida por Carlos Miguel Prieto, cuya comprensión de la pieza me pareció excepcional. El mismo Prieto comentó al público presente que había accedido al corazón de la música de Castellanos porque lo sagrado y lo profano se mezclaban en el recuerdo de lo popular ancestral como ocurre en México. Pensé, mientras escuchaba Santa Cruz de Pacairigua y observaba el embeleso del público, en cómo el país que sonaba con tanta alegría y virtuosismo estaba sumido en una tragedia mayor. Parte de esa tragedia fue sintetizada por el director de la Sinfónica Nacional de México, antes de que empezara Santa Cruz de Pacairigua:

—Dedicada a los venezolanos, donde quiera que estén.

Cuando Prieto dijo esa frase el joven cazador de lágrimas sentado a mi lado me miró con todo descaro.

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006);  Venezuela, el país que siempre nace(Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales(Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

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Posted: October 7, 2018 at 7:51 pm

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