Essay
Sobre la envidia de eso que nadie tiene (o qué es una pelota)
COLUMN/COLUMNA

Sobre la envidia de eso que nadie tiene (o qué es una pelota)

Carlos Labbé

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Quiero escribir un recado sobre algo de lo que nadie habla y se me hace más viejo que el hilo negro, es decir algo que no es antiguo sino la base afectiva de esta desmemoria moderna, larga y relativa que hoy llamamos la Historia –ese estado industrial, trabajoso, voluntarista–, algo a lo que quiero arrebatarle horas para conseguir sentarme a mandar un recado que, sólo por escrito, conseguirá llegar a destino: siento mucha envidia de ti.

De ti porque me lees y tienes la capacidad de darme un lugar.

De ti porque que no me lees y me pones en mi lugar.

¿Por qué no puedes jugar al fútbol a solas, futbolista? Siento envidia de que tu juego colectivo triunfe únicamente cuando una figura del equipo pudo meter el gol. O detener los goles ajenos.

Quiero escribir sobre el triunfo ajeno.

Quiero escribir sobre sentir envidia por el triunfo ajeno, pero tal cosa no existe sin mi aplauso y en esa dependencia me entroniza, se me desvanece la envidia y con eso me derrota provisoriamente de nuevo.

Siento mucha envidia de que vengas y me refutes en dos jugadas verbales el silogismo anterior.

Así –una vez más– triunfas sobre mi tendencia oposicional. ¿Cómo es que logras vivir sin esa tendencia, qué deporte disfrutas entonces, cuál es esa música que bailas si no posee contrapunto ni marea?

Siento envidia de todo lo que eres, simplemente porque no eres quien yo soy y hay tanto que me falta y me da envidia que porque seamos personas distintas es posible que tú no vivas en este estado permanente de envidia. Siento envidia de tu falta de envidia y siento envidia de no conocerte, ¿cómo es posible envidiar lo que no existe todavía?

Siento envidia de que no existas, de tu libertad ontológica, de todo tu potencial.

Siento envidia de que no estés ahora mismo diciendo un dislate como este de que alguien puede ser libre y lo acabo de decir. Siento envidia de este deseo poderoso que me nace por ti –si alcanzas a leer esto que necesito decirte–, porque la mera posibilidad de que no tengas este mismo tipo de razonamiento –no hay dos gotas de agua idénticas y eso sí es irrefutable– me moviliza a rajuñar con mi escritura alguna anécdota cualquiera de la Historia para arrebatarte la experiencia de vivir en plenitud de condiciones por el solo hecho de que no existes y solamente decírtelo me quita esa envidia y al quitármela de encima siento más envidia de que tengas ese poder sobre mí y no puedo más que seguir este circunloquio hasta el agotamiento: te tengo envidia.

Te envidio como Ursula K. Le Guin envidiaba la poesía comunitaria territorial de Gabriela Mistral, como Gabriela Mistral habría envidiado la novelística cósmica solitaria de Ursula K. Le Guin. Te envidio como la Major League Soccer envidia al Brasileirao por la pasión con que su fanaticada controla la realidad entera de quienes intentan darle una estrategia vital a sus naciones, como el Brasileirao envidia a la Major League Soccer por la pasión con que sus estrategas controlan la realidad entera de quienes intentan darle un fanatismo vital a sus naciones.

Te envidio como el Real Madrid envidia al Atleti, como el Atleti envidia al Rayito.

Como el Colo Colo envidia el Mushuc Runa.

Te envidio como el fútbol envidia a la literatura.

Como los libros envidian el encuentro deportivo y sus reglas del juego.

Es tanta mi envidia que tengo que escribirla, hacerla pública para que se me transforme en vergüenza y liberarme así –al retraerme– de la obsesión por ti, a quien no conozco y aun así me paralizas. Recuerdo conversaciones de sobremesa en una oficina con colegas de muchos rincones de lo que llamamos América Latina porque estábamos en los Estados Unidos y cada vez que dejábamos de contar cada cual su anécdota personal sobre Matanza o Matanzas o sobre Playa o Playas en busca de solucionar con nuestra biografía algún malentendido dentro del grupo de trabajo que componíamos o con alguna jefatura angloparlante de cualquier color –porque acá había que ubicarse en un esquema cromático–, terminábamos siempre comparándonos con historias de éxito ajenas. Lo que nos une, respondía yo con vergüenza para alargar el minuto del café, no es la conquista ni la industria ni las revoluciones ni la neocolonización, esta empresa que nos ha reunido no es El laberinto de la soledad ni el calibanismo cultural, ni la antropofágia ni la tropicalia, ni la reivindicación montubia, gaúcha, guacha ni gaucha, ni siquiera la posibilidad de hablar el esperanto de Abya Yala, sino la capacidad de percibirse a uno mismo por completo solamente en comparación al triunfo del otro –Messi, Maradona, Pelé, Mbappé, uno distinto cada temporada–, por eso las redes sociales tienen tamaña densidad en Nuestra América, porque con vergüenza he de decir que lo que nos une es la envidia.

Con vergüenza soy capaz ahora de escribir sobre algo más allá de la envidia: la sensación de que existe un secreto que alguien más posee para vivir de mejor manera, que ese alguien no sólo goza de ese secreto sino que construye la realidad toda a partir de su capacidad también oculta de compartirlo con otras personas a quienes no conozco o a quienes conozco tan bien y tan bien me conocen que eluden a propósito comunicármelo. Toda esta maraña transparente me la refriegan en la cara sus algoritmos, sus noticias siempre nuevas, sus imágenes tan atractivas como incomprensibles, sus acciones crueles en masa hechas de normalidad, sus opiniones públicas en un idioma distinto que nadie entiende y todos acatan, sus criptomonedas, su fortuna sin origen ni presente ni posibilidad de ser interrogada siquiera –disculpa, en qué trabajas; digo, es que trabajas–, su literatura que tanta gente lee y que al parecer se hace ilegible solo para mí. No, me contesta una persona cercana que sí me leyó: no está en ti que tu literatura se haga ilegible para tanta gente. Entonces le juro y prometo que haré todo lo posible por vivir lo mejor que mis condiciones vitales a todo nivel me permitan, sin envidia, practicándolo todo en ese empeño excepto los recursos de la destrucción, la mentira, el complot y el ponerme a confesar que a tanta gente le pasa lo mismo que a uno y nadie se atreve a decirlo porque es como el aire, como la pena de pedir en voz alta que a uno lo dejen respirar cuando no hay nadie alrededor; cuando el ahogo y el desvanecimiento son verdad fisiológica, nadie va a negar la realidad de un cuerpo que se desploma de envidia, ¿o sí?

A alguien finalmente he de escribirle este recado, si al hacerlo puedo darle un nombre a eso que está por todas partes y no es depresión ni capitalismo, no es agotamiento ni vejez, no es jugar el partido solo.

Es envidia.

A quien corresponda: dime que eres una persona digna de envidia.

Atrévete a hacerlo.

Porque después de que me cuentes por qué, luego de que me expongas la secuencia de tu felicidad, usaré los mismos términos con que yo te he pedido que lo hagas y el silencio que sobreviene después de explicarse con las palabras de otro no se lo envidio a nadie.

Pero tú y yo estamos comunicándonos en idioma castellano español, ¿o no?

Gracias por tu respuesta.

*Foto de Marco Lastella en Unsplash

Carlos Labbé (Santiago de Chile, 1977) es escritor, músico, guionista, crítico y editor. Tiene el título de magíster en Letras con una tesis sobre Roberto Bolaño. Su primera novela Libro de plumas (Ediciones B, 2004) lo convirtió en uno de los nuevos referentes de la literatura chilena. Sus obras Navidad y Matanza (Periférica, 2007), Locuela (Periférica, 2009), Caracteres blancos (Periférica, 2011), Piezas secretas contra el mundo (Periférica, 2014) y Coreografías espirituales (Periférica, 2017) lo han consagrado como uno de los autores más relevantes de la literatura latinoamericana, por lo que fue considerado por la revista Granta, en 2010, como uno de «los mejores narradores jóvenes en español». En 2008, fue uno de los fundadores de Sangría Editora en Chile, de la que es coeditor. X: @carloslabbej

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Posted: March 26, 2025 at 6:31 am

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