Contra el olvido
Clara Usón
«Contar y andar es la función del periodista», escribió Manuel Chaves Nogales, el gran periodista y escritor andaluz que se consideraba a sí mismo un reporter. Alfonso Armada pertenece a esa estirpe de periodistas andariegos que van en busca de la noticia, que no aspiran a sentar cátedra ni a erigirse en jueces de la actualidad (aquéllos que Baroja llamaba «periodistas de mesa», los opinadores profesionales que tanto abundan en nuestros medios), sino que se contentan con dar testimonio y, más allá de ello, tratan de «escribir algo que valga la pena recordar, que explique qué es la guerra […] esta guerra en la antigua Yugoslavia y, sobre todo, esta guerra de Bosnia-Herzegovina», como escribe Armada en estas páginas. Diarios de la guerra de Bosnia se inician el 14 de agosto de 1992 en Madrid, donde ha aterrizado Alfonso Armada procedente de Nueva York, la ciudad más cool del planeta, de camino a un destino muy diferente: la guerra. Constan de tres cuadernos (escritos en 1992 y 1993) y dos epílogos (uno escrito en Dayton, Estados Unidos, quince años después, y otro veinte años más tarde, cuando regresa a Sarajevo y visita por primera vez Srebrenica). Los cuadernos recogen las crónicas periodísticas publicadas en el diario El País: la primera el 19 de agosto de 1992, la última el 26 de julio de 1993. En ellas cubre la guerra de Bosnia durante ese período y, entreveradas con las crónicas, acompañándolas, los apuntes de su diario personal, lo que a mi juicio constituye un gran acierto. En la Antigüedad, era el dios Hermes quien ejercía de portador de noticas, de mensajero. Dados sus poderes sobrenaturales, Hermes debía ser un reportero muy eficaz, estaba en todas partes, transmitía las nuevas al instante y no había que temer por su salud o su suerte, puesto que era inmortal, pero tenía un inconveniente: sólo comunicaba su información a otras divinidades, rara vez condescendía a iluminar a los pobres mortales. En el comienzo de Diario del año de la peste, una novela que parece una crónica, Daniel Defoe escribe: «En aquella época no teníamos periódicos impresos para difundir rumores y noticias y que las embelleciesen por obra de la imaginación de los hombres, como luego he visto que se hacía». Alfonso Armada, el autor de estos Diarios de la guerra de Bosnia —una crónica que se lee como una novela—, es uno de esos periodistas de los que, medio en broma, medio en serio, se mofaba Defoe; al igual que Hermes, o casi como Hermes, gracias a los medios modernos de comunicación, puede dar cuenta al instante de los hechos que ha presenciado, pero a diferencia de Hermes no tiene ninguna garantía de salir indemne, corre un riesgo cierto: 19 periodistas fueron asesinados en el curso de la guerra de Bosnia, entre ellos un español, el fotógrafo del diario Avui Jordi Pujol Puente, quien murió en 1992 en Sarajevo, la ciudad sitiada, gran protagonista de estos Diarios. Los lectores de periódicos abordamos con idéntica ecuanimidad y desapego un artículo sobre la última cumbre internacional o un consejo de ministros y la crónica del campo de batalla. «Sarajevo vive desde hace una semana la peor ofensiva desde el pasado verano. Entre 1.000 y 1.500 proyectiles caen sobre la aterrada capital bosnia desde las colinas controladas por las fuerzas serbias que desde hace ya ocho meses sitian la ciudad a orillas del Miljacka», leemos en el diario El País del 10 de diciembre de 1992, y no somos conscientes, o no pensamos, que esas mil bombas, morteros y granadas, caen no sólo sobre los desdichados ciudadanos asediados, sino también sobre el periodista español que firma la crónica, Alfonso Armada; da la impresión de que el reportaje se escribe solo, o de que es Hermes, ubicuo e invulnerable, quien nos da cuenta de los bombardeos. Sin embargo, hay un hombre detrás de esas líneas, alguien que ha decidido unir su suerte a la de las víctimas para dar testimonio de sus sufrimientos, para contárnoslos. Pero las reglas del juego le obligan a ser objetivo, a esconderse detrás de los datos. No le está permitido comunicarnos su miedo, sus emociones, su experiencia subjetiva de esa situación extrema, la guerra, y por eso son tan valiosas estas entradas del diario personal del escritor que acompañan a las crónicas publicadas. Dan mayor hondura al texto, una profundidad humana. Como Hermes, Armada es ubicuo: las páginas de estos Diarios están fechadas en Zagreb, Slavonski Brod, Split, Karlovac, Banja Luka, Kiseljak, Sarajevo, Zenica y tantos otros lugares. El reportero parece materializarse como por ensalmo allí donde está la noticia; el hombre Alfonso Armada viaja por un país en guerra, es arrestado por chetniks armados hasta los dientes en un check point… Con su inseparable compañero de aventuras, el fotógrafo Gervasio Sánchez (cuyas impresionantes fotografías ilustran este volumen y quien en una ocasión dice a nuestro atribulado autor: «No se puede venir a la guerra enamorado»), sufre el robo de su vehículo y del equipo fotográfico; escribe a la luz de una vela en la ciudad a oscuras; pasa frío y miedo en un hotel, el Holiday Inn, que se mece al ritmo de las bombas; discute con la administración de su periódico en Madrid el precio de una transmisión; una noche de luna llena, en el valle del Lasva, corre a lo largo de un sendero hacia el lugar donde está ubicado el teléfono vía satélite de la BBC, corre con motivo, alguien (¿quién?) acaso le está disparando ráfagas con un fusil automático en esa noche iluminada por una luna tan «hermosa». Cuando llega a su destino se encuentra con que el teléfono no funciona, no consigue transmitir, y vuelve a jugarse la vida en el camino de regreso… «Ser periodista —reflexiona— es a veces como vestirse de diana». «¿Y para qué?», se pregunta sin cesar Alfonso Armada. «¿Cuánto tiempo venías a pasar aquí, cuánto estabas dispuesto a pasar, cuánto vas a estar? Silencio. Casi no hay disparos, casi se extraña la certeza que producen las explosiones. ¿Dónde estamos, a qué hemos venido aquí?», escribe la noche del 3 de septiembre de 1992. «El miedo de no saber que debo tener miedo, como me decía Niyat la otra noche en el refugio del café del Lago: Por favor te lo pido, ten miedo. Es la forma de que te cuides, de que no bajes la guardia. Por favor, ten miedo». «¿Cómo se puede resistir aquí? Yo me salvo porque escribo, ¿pero puedo acaso decir que ésta no es mi guerra? Yo soy un cobarde, y además no sé llorar. Por eso escribo como un condenado a muerte y sólo quiero salir de aquí». «¿Qué sentido tiene estar jugándose la vida aquí si después tu periódico no tiene tiempo para ti, o considera que la vida cotidiana de la ciudad sitiada puede esperar?» Las dudas, la incertidumbre, una injustificada sensación de culpa, azuzan a Alfonso, el hombre, mientras Armada, el reportero, da cuenta de lo que ve «como si me fuera la vida en ello». Y lo que ve es atroz y también admirable, conmovedor. Indaga más allá «de los supuestos hechos que las agencias de noticias relacionan» y se dedica a «llamar a las puertas, preguntar a la gente», y así sabemos de Verica, una voluntaria croata de la Cruz Roja de Travnik, cuyo marido es serbio, quien teme más por sus hijos, una niña de cinco años y un bebé de dieciséis meses, que por ella misma. «Nadie se siente seguro —afirma Verica—: los serbios tienen miedo de los croatas, los croatas de los serbios, los musulmanes de los croatas y los serbios. Creo que sólo podré vivir a salvo en el extranjero. En este país, mi propio marido puede verse obligado a disparar contra mí». Este testimonio espeluznante vale ciertamente más que cinco folios cargados de datos y movimientos de tropas, el drama de la guerra de Bosnia no podría expresarse mejor y Alfonso Armada, el reportero, estaba allí para transcribir esas palabras y divulgarlas. También nos habla del comandante bosnio Puska, que se imagina una Bosnia futura sin ejército; de Emir, un joven que estaba a punto de casarse cuando estalló la guerra y que acuna su arma entre sus manos y dice: «Yo no creo en nada, sólo creo en mi fusil. Mi arma es mi Dios. Yo nunca pensé que iba a tener que matar para no morir. Y eso hace que mi parte animal crezca y que mi parte humana se haga más pequeña»; de Edo, el guardián de las cenizas, un niño vivaracho que ejerce de guía ocasional de las ruinas del gran edificio austrohúngaro sede de la Biblioteca Nacional de BosniaHerzegovina, que el ejército serbobosnio redujo a cenizas, como si destruyendo el legado cultural musulmán se borrara el pasado; de los integrantes del Teatro de Guerra de Sarajevo, empeñados en representar una obra en la ciudad sitiada, sabedores de que los espectadores tendrán que arriesgar la vida para acudir a la representación y seguirán exponiéndose a perderla, junto con los actores, mientras ésta se desarrolle. Consideran que «hacer teatro en estos momentos es una obligación moral, una necesidad vital. La gente está muriendo por los bombardeos, no tiene que comer. Dos actores han sufrido en su carne la violencia de los morteros y el técnico de luces ha muerto. ¿Cómo hacer una representación después de todo eso? Esto nos obliga a tomar una decisión frente al horror. Y nuestra decisión es hacer teatro». Una noche, un viejo musulmán con el que habla de Elias Canetti, le pide a Alfonso Armada que no los olvide, que cuente al mundo lo que ocurre. Le confiesa que no puede entender cómo Europa puede consentir lo que ocurre con el pueblo bosnio, una extrañeza y una indignación que comparte con el escritor español Juan Goytisolo y con Susan Sontag, dos intelectuales de Occidente que han decidido conocer de primera mano la experiencia de los sitiados y acompañarlos, siquiera un rato, y a los que el reportero Armada entrevista en Sarajevo. «Creo que la historia nos enseña continuamente, lo que pasa es que la gente no quiere escuchar», le dice Susan Sontag, quien sostiene que «el siglo XX empezó en Sarajevo y que el siglo XXI también comienza aquí», un aserto que en 1993 pudiera parecer peregrino pero que a la luz de los acontecimientos posteriores se revela certero: la guerra de Bosnia tuvo como motor o excusa los nacionalismos, las etnias, las religiones, al igual que los conflictos que proliferan en nuestro joven siglo. Las investigaciones recientes de biólogos y antropólogos indican que el hombre no sólo desciende del mono, sino que se diferencia muy poco de los simios, pero si algo nos distingue de los animales (una distinción que en un escenario de guerra casi se borra) es la memoria. Estos Diarios de Alfonso Armada constituyen un testimonio impagable del último conflicto bélico de Bosnia. Están escritos con tanta verdad e inmediatez, con tanta habilidad, que al leerlos se tiene la impresión de estar allí, en Sarajevo, bajo las bombas, con los sitiados, y uno se indigna y emociona y conmueve y se pregunta, al igual que su autor, cómo podía Europa permitir que en una ciudad europea hubiera francotiradores «disparando sobre todo aquél —anciano, niño, mujer, soldado, civil— que se atreva a moverse por la calle», y que desde el abrigo de las colinas, un ejército europeo lanzara bombas sobre una ciudad sin capacidad de defenderse, «sobre colas del pan, sobre gente que compra pacíficamente flores un domingo por la mañana». Europa parece haberlo olvidado o ha elegido olvidarlo, porque la mala conciencia es incómoda: en el año 2012 la Unión Europea aceptó, sin ningún escrúpulo y aplaudiéndose a sí misma, el premio Nobel de la Paz, por haber pasado de ser un continente de guerra a un continente de paz, tras la Segunda Guerra Mundial. ¿Y la guerra de Bosnia? ¿Y las 100.000 personas muertas durante el conflicto, la mayoría civiles, las 50.000 mujeres violadas, los millones de desplazados? ¿No cuentan? ¿Acaso Bosnia no es Europa? Contra el olvido, la memoria, por eso libros como esta extraordinaria crónica de Alfonso Armada son tan necesarios.
Este ensayo pertenece al libro Sarajevo de Alfonso Armada (Malpensante 2016)
Clara Usón es novelista, autora de La hija del Este
Posted: September 29, 2016 at 11:34 pm