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El exilio y la persistencia. Reinaldo Arenas y Leonardo Padura
COLUMN/COLUMNA

El exilio y la persistencia. Reinaldo Arenas y Leonardo Padura

Edgardo Bermejo Mora

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La crítica al autoritarismo del régimen cubano –y de los fracasos de la Revolución– que a lo largo de más de media centuria han ejercido los círculos intelectuales, académicos, periodísticos y políticos latinoamericanos, halla su contrapunto en el examen disonante de la Revolución del 1959 y sus entuertos, proveniente de la literatura cubana escrita dentro y fuera de la isla.

En el primer caso, el latinoamericano, la crítica ha oscilado entre la observación solidaria –que aparece en una primera etapa de estos desencuentros e invita a la “autocrítica” de los dirigentes–, pasando por el desencanto nostálgico, que no renunciaba aún a la expectativa de reformas y apertura gradual, hasta ir subiendo el tono y llegar a la denuncia, la ruptura y la confrontación abierta.

Lo anterior abarca un amplio espectro ideológico que va de la izquierda socialdemócrata y los nacionalismos de tintes populistas, al conservadurismo anticomunista o la crítica neoliberal, y que arrincona en una zona marginal a una minoría de simpatizantes que aun sostienen, con lealtad militante, la retórica revolucionaria y antimperialista que seis décadas atrás sedujo a toda una generación de intelectuales.

La detención del escritor Heberto Padilla en marzo de 1971, así como el acto público de confesión contrarrevolucionaria y arrepentimiento al que poco después le forzaron –una reedición tropical del terror estalinista– representa acaso el fin de la larga luna de miel que la Revolución Cubana sostuvo con buena parte –no todos– de los más influyentes intelectuales latinoamericanos, estadounidenses y europeos.  De ahí en adelante, como lo sostiene Andrés Ordoñez, se impuso en Cuba:

La visión marxista-leninista anclada en el conservadurismo socialista. (…)  La renuncia a la diversidad y al análisis crítico amenazó con reducir la cultura como arma de la Revolución a la dimensión de una mera pistola de propaganda”. A partir del caso Padilla, nos dice, “la poderosa estructura de la cultura cubana habría de sufrir un duro golpe y la intolerancia ideológica determinaría la marginación de numerosos creadores e intelectuales, ya fuera por sus reticencias estéticas al canon del realismo socialista, por sus preferencias sexuales, por sus convicciones religiosas, o por las tres cosas. (El mito y el desencanto, 2019).

En el segundo caso, de manera paralela  la literatura cubana ha vivido desde los inicios de la Revolución un proceso dual, dominado por las voces primero escépticas, más tarde criticas o desencantadas, y finalmente abiertamente confrontadas al régimen –en la gran mayoría de los casos desde el exilio–, las cuales por lo regular han tenido mejor recepción internacional y mayor hondura literaria, que aquellos  autores de corte oficialista que han abordado al periodo desde la épica revolucionaria, las bondades del sistema, la hagiografía de sus próceres, o el realismo socialista en diversos tonos y formatos.

Entre ellos: Lisandro Otero (1932-2008), Nicolás Guillén (1902-1989), Roberto Fernández Retamar (1930-2019), Cintio Vitier (1921-2009), Miguel Barnet (1940) y Abel Prieto (1950). Los seis identificados con el régimen y arropados por éste como escritores revolucionarios. A pesar de que, en el caso de Lisandro Otero, emigró a México en 1996 como resultado de la crisis del Periodo Especial, y adoptó incluso la nacionalidad mexicana. Todos ellos presidieron u ocuparon cargos directivos en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), y en el caso de Prieto, fue también ministro de Cultura en el gobierno de Raúl Castro, los dos aparatos burocráticos desde que se ha ejercido el control de la producción intelectual en la isla.

No obstante, esta aparente dualidad admite diversos matices que obligan a su reformulación desde un acercamiento menos político que literario. En ese caso debe tomarse en cuenta a una nómina creciente de autores y obras cuyo peso e influencia va más allá de sostener –o no– una postura dicotómica en relación al régimen; o bien frente a la evidencia de escritores consolidados que no necesariamente debieron exiliarse para ejercer su oficio literario a plenitud desde la isla, como ocurrió con José Lezama Lima (1910-1976) o Virgilio Piñera (1912-1979). Sin ser abiertamente proscritos, ambos sufrieron el acoso continuo del régimen y la marginación de los círculos literarios oficiales.

Un caso particular en este sentido es el de Leonardo Padura (1955). Entrevistado por Juan Armando Apple en la etapa temprana de su trayectoria sostenía:

La literatura cubana ha estado caracterizada por el estigma de la ideologización. Tanto dentro como fuera de Cuba se ha querido ver esta literatura en función predominantemente ideológica y en polos antagónicos: de un lado los escritores que están dentro de Cuba, escribiendo a favor del régimen, y del otro los que viven fuera del país, y que están en contra de la Revolución. Pero entre un extremo ideológico y otro hay una serie de matices donde creo que se expresa la verdadera esencia de la literatura cubana contemporánea. (“Entrevista con Leonado Padura” 1995).

La literatura como reflejo de la realidad revolucionaria y sus promesas utópicas define a una parte significativa de las letras cubanas en la década de los setenta. Con cierta benevolencia se le ha llamado “el quinquenio gris” a este periodo. En realidad, la sombra del dogmatismo y la antipoética del socialismo real se posó sobre las letras cubanas por mucho más que cinco años. Sería esta década la que más castigó a la calidad y a la independencia literaria de sus autores. Un tiempo de anticipado triunfalismo revolucionario en el que la realidad no sólo debía “reflejarse”, sino principalmente elogiarse hasta el paroxismo. Las consignas revolucionarias traducidas al lenguaje de la novela, el cuento o la poesía será una constante, que para la década siguiente se presentará más como una tímida interrogante escéptica y menos como una celebración.

A partir de la última década del siglo XX las letras cubanas pasan del pasmo a la desesperación,  hasta convertir el texto literario no ya en la guía de la sociedad liberada, sino en la hoja de ruta que describe una caída irreparable, cuando los estropicios de la era postsoviética adquirieron todas las formas imaginables de la tragedia, a contrapelo de las ideologías oficiales “que propugnaron (y aun lo hacen, incluso con la misma retórica cansada, ya sin demasiada convicción) la creación del Hombre Nuevo”. (Padura, Ir a la Habana, 2024). El autor más emblemático y con proyección internacional de lo que se le ha llamado el “realismo sucio cubano” es Pedro Juan Gutiérrez (1959), el potente, crudo y visceral autor de la Trilogía sucia de La Habana (Anagrama, 1998), entre otras novelas y relatos de prosa dura, despojada de cualquier intención martirológica. No menos un escritor que un sobreviviente.

Jorge Fornet ha señalado que el paso de la utopía revolucionaria al desencanto de la narrativa cubana, aunque tardío,  podemos inscribirlo con certeza en una misma tradición de las letras modernas en Occidente, cuyo arranque más significativo lo encontramos en Las ilusiones perdidas (1837) de Honoré de Balzac; pasa –en el caso de nuestro continente– por la novela de la Revolución Mexicana; y aparece ya con claridad en Cuba –más allá de las obras pioneras del exilio que le anteceden en el tiempo como el caso de Reinaldo Arenas– hacia 1986, con la aparición de la novela Las iniciales de la tierra de Jesús Diaz. (“La narrativa cubana”, 2003).

Entre las principales obras que marcan el arranque de este desencanto se encuentra el relato de Senel Paz, El lobo, el bosque y el hombre nuevo (1990); la novela del propio Jesús Díaz, Las palabras perdidas (1992), la historia de un grupo de jóvenes escritores que intenta fundar una revista literaria que finalmente no recibe la autorización de la burocracia cultural; y las novelas de Eliseo Alberto Informe contra mí mismo (1996), de Norberto Fuentes, Dulces guerreros cubanos (1999); de Abilio Estévez, Tuyo es el reino (1997) y de Zoé Valdés, La nada cotidiana (1999).

Fornet considera que, una vez roto el encantamiento inicial de la Revolución y sus promesas, y fracturado el consenso celebratorio –ya fuese impuesto o autoinfligido–, “cada uno [de los autores cubanos] dará su versión de los hechos, y la Historia será el fruto de la conjunción de todas esas voces”. “La poética del desencanto –concluye– tiene un final más o menos predecible: todo desencanto presupone tanto la creencia como la extinción de la fe en una utopía”. Dos de esas voces serán precisamente la de Reinaldo Arenas y Leonardo Padura.

 

2

Rafael Rojas ha resumido en unas líneas las coordenadas a partir de las cuales podemos trazar un itinerario mínimo para la historia general de Cuba, entendida en su conjunto con un proceso inacabado:

 Cuatro siglos como colonia de España, medio siglo de república limitadamente soberana bajo la hegemonía de Estados Unidos, tres décadas de Estado socialista inscrito en la órbita soviética, y otras tres más como nación poscomunista, que trabajosamente intentan insertarse en la globalización, hacen de Cuba una nación inconclusa. En esta reinvención secular de su soberanía, entre tantos vaivenes de la historia global, la isla ha producido uno de los casos más emblemáticos de representación literaria de la nación ( Prólogo a El mito y el desencanto, 2019).

Si la Revolución de 1959, afirma Rojas, “llenó el vacío producido [en Cuba] por la ausencia de mitos fundacionales”, la muerte de Fidel Castro la dejó “ayuna de un sustituto capaz de ocupar el vacío simbólico dejado por el líder carismático”.  Será entonces desde el callejón de los sueños rotos, la orfandad sin caudillos, la incertidumbre de un futuro incierto, la realidad apabullante de miseria y deterioro en todos los órdenes del paisaje nacional, y la postración abúlica de quienes ya no pueden concebir una situación aún peor, como la sociedad cubana se enfrenta nuevamente en la actualidad al reto de reinventar su cohesión identitaria, para lo cual la literatura juega y ha jugado un papel fundamental.

Como vehículo por el cual se ha expresado con mayor diversidad, elocuencia y sentido de urgencia la crítica a la Revolución, la literatura cubana encontró la manera de acudir a diversas estrategias elusivas, parabólicas y tangenciales pare escapar del control censor del régimen. Esto, naturalmente, en el caso de las obras de entonación crítica que se escribieron –no necesariamente se publicaron– dentro de la isla.

Dos casos emblemáticos de obras centrales de las letras cubanas escritas, pero no publicadas originalmente en la isla son la novela Un mundo alucinante de Reinaldo Arenas, publicada en México sin el consentimiento del régimen en  1965; y la novela que visibilizó a Leonardo Padura como un renovador de la literatura política escrita en lengua española, Pasado perfecto, publicada en México por la Universidad de Guadalajara en 1991, luego de que esta novela obtuvo un premio literario nacional en Cuba, que después le sería retirado al ser la primera que abordada el incómodo tema del Periodo Especial, narrado desde la mirada del detective Mario Conde.

Otros, como Alejo Carpentier, aún sin demérito de su calidad literaria, eligieron una vía de moderación que buscaba conciliarse con la estética y el discurso oficial. Su etapa novelística postrera la escribió sometido a una suerte de destierro disfrazado de misión diplomática en París, a partir de 1966 y hasta su muerte. El pacto tácito que estableció con el régimen tras su destitución en 1966 como director de la Imprenta Nacional de Cuba –cuestionado por publicar a un escritor soviético disidente–, representa uno de los capítulos más singulares en la normalmente tensa y atribulada relación entre el Estado castrista y los intelectuales cubanos. Cuando en 1978 Carpentier se convirtió en el primer escritor cubano en recibir el Premio Cervantes, anunció la donación entera del premio al Partido Comunista Cubano, ratificando el estado de sometimiento –o pragmatismo– que caracterizó la etapa final de su vida.

Un caso aparte, pero no por ello menos representativo, es el enorme corpus literario cubano escrito y publicado desde el exilio, una saga de larga data que encuentra entre sus primeros referentes a Guillermo Cabrera Infante (1929-2005) y a Severo Sarduy (1937-1993), quienes desde muy temprano desertaron del oficialismo revolucionario a mediados de la década de los sesenta; seguida a finales de la década siguiente por Reinaldo Arenas (1943-1990),  Norberto Fuentes (1943) y Heberto Padilla (1932-2000), y al que habría de seguir un éxodo de mayor calado durante y posteriormente a los años del así llamado Periodo Especial en Tiempos de Paz, a partir de 1990.  Una lista no exhaustiva de la literatura cubana del exilio escrita desde la década del noventa y el primer cuarto de la nueva centuria incluye a: José Manuel Prieto (1962), Zoé Valdés (1959), Daína Chaviano (1957), Abilio Estévez (1954), Odette Alonso (1964), Wendy Guerra (1970) y Karla Zuárez (1969).

Desde la diversidad de sus autores canónicos tanto de aquellos pocos que eligieron quedarse en la isla, como del resto que se acogió al exilio, se pueden buscar algunas respuestas a la construcción de esa “identidad inconclusa” a la que se refería Rafael Rojas. Esto se puede explorar y comparar a partir de dos acercamientos críticos a la historia reciente de Cuba desde la narrativa autobiográfica:  el testimonio aguerrido, rabioso, hiper sexualizado y devastador de Reinaldo Arenas (Antes de que anochezca, 1992), como representante emblemático de la literatura del exilio en su vertiente más radical; y la autoexploración memoriosa de aquellos aspectos de su narrativa que comportan un sesgo biográfico vinculado a su ciudad de residencia y el devenir de la Revolución cubana, que Leonardo Padura propone en Ir a La Habana (2024).

Independientemente de que en las críticas expresadas por ambos escritores media una distancia de tres décadas, la manera contrastante en la que a través de su escritura abordan, cuestionan o denuncian la situación cubana, contribuyen a e explicar el hecho de que Arenas  sufrió el exilio definitivo, mientras que Padura decidió permanecer y vivir en Cuba hasta el presente, gozando para ello de una notoria tolerancia hacia sus posturas críticas –de carácter más bien moderado– por parte del gobierno cubano.

Del romanticismo decimonónico martiano a la Enmienda Platt, del nacionalismo castrista que devino utopía marxista leninista –descarrilada tras la desaparición de la URSS– a la orfandad del presente, la literatura cubana se ha mantenido viva, en permanente evolución y presa de muy diversas contradicciones, caídas y ascensos. Una suerte de “himno entre ruinas” –para utilizar el título de un poema de Octavio Paz– cantado y contado a dos voces para efectos de este ensayo a través de dos estilos en apariencia discordantes: Reinaldo Arenas, un mártir mayor del panteón literario cubano, paradigma de la insumisión anti sistémica; y Leonardo Padura, el escritor cubano de mayor proyección internacional en el presente, quien, a contracorriente de la tradición del exilio intelectual cubano, tomó la firme decisión no sólo de mantener su residencia en la isla, sino también, a partir de 1995, convertirse en el primer y hasta entonces único escritor cubano propiamente independiente, es decir, un autor sin la menor atadura salarial, gremial o corporativa  al desvencijado establishment de las instituciones culturales  cubanas y la literatura oficial.

La triple insularidad cubana –la geográfica, la ideológica y la económica– se refleja con gran peculiaridad en su producción literaria y en la manera en la que ésta contribuye a definir una identidad y un temperamento nacional, al margen, por debajo o por encima incluso de la narrativa oficial y de la decadencia de un sistema político encapsulado en un siniestro oxímoron: al mismo tiempo insostenible y perpetuo. Como lo ha señalado Rafel Rojas, de manera casi involuntaria Cuba se convirtió en la última albacea de la herencia del pensamiento revolución Occidental, que cruzó del siglo XIX al XX, y que creyó en las revoluciones “como un fenómeno efímero, y a la vez imperecedero” (El árbol de las revoluciones, 2021).

Como dos autores fundamentales de la narrativa cubana de la última media centuria, Reinaldo Arenas y Leonardo Padura han hecho una lectura crítica en clave novelística y autobiográfica de la Revolución cubana. En las dos obras el recurso no ficcional sirve como plataforma narrativa para emprender relatos autobiográficos que en principio parecerían responder a la misma necesidad de explicar la historia y el desarrollo del proceso revolucionario desde la producción literaria. Sin embargo, la manera en que cada autor plantea y profundiza en su propio desencanto, y fija una postura política e intelectual frente al régimen cubano, es notoriamente distinta.

La crítica radical y exaltada al régimen castrista que ejerció Arenas durante su exilio en Estados Unidos, desde su salida de Cuba y hasta su muerte prematura en 1990, añade a un testimonio literario, de suyo desgarrador, un componente de denuncia de la persecución homofóbica y la violencia política de Estado de tufo soviético que aplicó el gobierno cubano contra sus críticos y disidentes.

No es el caso de las críticas más bien elípticas, implícitas y un tanto despolitizadas, que Padura esboza a través de sus novelas policiacas donde su personaje principal –el detective Mario Conde– ha servido como una suerte de alter ego a través del cual Padura describe los múltiples descalabros de la isla y su propia experiencia como sobreviviente de ese naufragio continuo. No encontraremos en el conjunto de su obra –no sólo las novelas políticas– una narrativa centrada en la denuncia anticastrista, o abiertamente disidente. Prácticamente Fidel Castro no aparece mencionado en sus obras, una decisión autoral cuidadosamente meditada y cumplida por el autor.

Uno de los temas más delicados de la historia reciente cubana, el fusilamiento en 1989 del general Arnaldo Ochoa, mereció apenas una mención marginal de apenas un par de párrafos en su novela Como polvo en el viento (2020). Lo que da cuenta del extremo cuidado con el que Padura ha elegido sus aproximaciones críticas, y las decisiones propiamente políticas que ha tomado en la construcción de su universo literario.

Reinaldo Arenas se inscribe por lo tanto en la tradición rupturista y anti castrista del exilio intelectual cubano a la manera de Guillermo Cabrera Infante, mientras que Leonardo Padura se ajusta mejor al modelo de silencio crítico, desde cierta moderación más bien pragmática –no podríamos llamarle abiertamente “colaboracionista”, o de propaganda a favor del régimen cubano– que ejerció, desde la comodidad de la embajada de Cuba en París, Alejo Carpentier. Estamos entonces ante dos temperamentos autorales, políticos y éticos claramente diferenciados y contrastantes: La dupla Cabrera Infante/Arenas en el extremo de la denuncia anti sistémica, mientras que la de Carpentier/Padura se caracterizará por ejercer la crítica en un tono más bien moderado –cuando no ausente– y en todo caso en el margen de lo tolerable para el establishment político de la isla, de epidermis delgada y mecha corta.

Uso la figura de “dupla Cabrera Infante/Arenas” no porque piense que ambos escritores posean la misma profundidad y maestría literaria. Cabrera Infante fue un escritor de un fuste intelectual más completo y complejo que el de Arenas. Lo mismo ocurre en el caso de la dupla Carpentier/Padura. El primero ejercicio en el ámbito estrictamente literario latinoamericano una influencia mucho mayor que la de Padura, quien, por otra parte, es de los cuatro aquí citados el de mayor volumen de ventas y por mucho el de más notoriedad internacional en la actualidad. Por lo demás es bien conocida la admiración de Padura por Alejo Carpentier, a quien dedicó varios estudios. Entre otros su monumental Camino de medio siglo: Alejo Carpentier y la narrativa de real maravilloso (2002).

Desde una suerte de conservadurismo moderado, y cierto devaneo nacionalista, en 1995 Padura se deslindaba de Cabrera Infante y de Arenas:

Nos movemos entre esa crítica y ese desencanto, [pero] la mayoría [de los escritores] somos gente que ha decidido vivir en Cuba, donde tenemos una pertenencia cultural muy fuerte, y no sabríamos hacerlo en otro país. Esta ruptura de lazos culturales ha afectado mucho a los escritores del exilio, desde Guillermo Cabrera Infante, que es un hombre ya sin raíces, que perdió esa respiración habanera que lo identificaba, hasta escritores tan amargados como Heberto Padilla o Reinaldo Arenas, quien terminó denigrando incluso a sus amigos. (“Entrevista con Leonado Padura” 1995).

Hay cierto elemento moral que apela al autosacrificio y a la resiliencia en la manera en que Padura justifica su decisión, y la de otros escritores cubanos, de mantenerse en cuba: “hemos decidido vivir en Cuba en condiciones bien difíciles”. En su caso –afirmaba en 1995– teniendo que recorrer diariamente 30 kilómetros en bicicleta para llegar al trabajo, “sufriendo los mismos problemas que todo el mundo”, lo que: “nos da derecho a ejercer nuestra crítica y a expresar nuestro desencanto”.

¿Implicaba lo anterior para Padura que quienes se fueron de la isla no tenían los mismos derechos a la crítica que los que se quedaron? Al menos su opinión adversa de Cabrera Infante y de Padilla, así lo desliza.

Arenas se sitúa en el extremo opuesto, y sugiere que no hay manera para un escritor cubano de mantenerse en Cuba sin perder la dignidad, ni quedar marcados por “colaborar” con el régimen; “En Cuba se vive bajo el terror absoluto. Fuera por lo menos se puede optar por cierta dignidad política”. (Antes de que anochezca, 1992).

En este relato hay un odio febril y aun letal en su prosa, que alcanza los tonos de la venganza justiciera a la hora de imaginar un improbable futuro en el que el régimen habría de caer.

Algún día […] el pueblo derrocará a Castro y lo menos que hará será justificar a los que impunemente colaboraron con el tirano. [Ellos] son tan culpables como los esbirros que torturan y asesinan al pueblo, o tal vez más. […] Deben soñar con una cuerda de la cual se balancearán en el Parque Central de La Habana, pues el pueblo de Cuba, en su generosidad, cuando llegué el momento de la verdad, los ahorcará.

Si para Padura, la resistencia creativa y festiva de los cubanos está por encima de la magnitud de la tragedia que viven, algo a lo que su alter ego Mario Conde ha llamado “la pobreza feliz como tabla de salvación nacional” frente a los zarpazos del drama cotidiano, a los que se les sortea al ritmo trepidante, estridente y lúbrico del reguetón, para Arenas Cuba es el escenario de una sociedad no menos fallida que el conjunto de sus individuos: “Cuba es un país que produce canallas, delincuentes, demagogos y cobardes en relación desproporcionada a su población”.

Ya desde el exilio fatal (Arenas), o desde la persistencia doméstica (Padura), estamos ante una fractura irresoluble entre la narrativa oficial de la Revolución Cubana y la ejercida por sus más notables escritores.  Desde dos extremos, ambos autores acuden a la literatura para contar la historia de una derrota.

Si la permanencia de Padura en Cuba es primordialmente el resultado de una decisión personal revestida de una suerte de lealtad épica por el terruño –principio y fin de su vocación literaria, según nos dice–, no la explica menos la aparición de un reacomodo transicional en la manera en que el Estado autoritario cubano de la era post Castro administra su relación con los intelectuales que, pese a todo, en su inmensa mayoría residen fuera de la isla.

Si los años dorados de la Revolución Cubana le dotaron al régimen de una aparente legitimidad (desde la cual pudo endurecer su intolerancia ante la disidencia intelectual interna sin temor al descrédito o al aislamiento internacional,  aún mayor al que ya padecía),  transcurridos los años aciagos  del Periodo Especial post soviético; el relevo generacional de la militancia comunista en el poder; y la reconfiguración de las élites políticas tras la muerte de Fidel Castro; asistimos no a una transición política y cultural, sino a un reajuste estratégico en su manera de relacionarse con la intelectualidad cubana, siendo el de Leonardo Padura el caso más emblemático, en las antípodas de lo ocurrido con la vida y la obra de Reinaldo Arenas.

3

Antes de que anochezca, viaje al centro de la auto inmolación.

El título de la obra póstuma de Reinaldo Arenas alude a un doble ocaso. En el primero, los últimos momentos de luz de la tarde habanera le sirvieron al autor para apurar la escritura desesperada de un primer intento de relato autobiográfico –sobre las rodillas y con nada más que unas hojas sueltas y un lápiz–, durante el mes en el que permaneció hambriento y oculto entre la maleza tropical del parque Lenin, a las afueras de la ciudad.

Son los inicios de la década de los setenta, los años dorados de la Revolución Cubana. El parque –flamante y recién inaugurado– aparece como el símbolo de una revolución sovietizada, triunfante y en pleno ascenso. En esos atardeceres de escritura apresurada, miedo, desolación y sensación de derrota, al narrador lo persigue la policía por el delito de homosexualidad, con el pretexto de la corrupción de menores, pero también por su condición disidente, intolerable para el régimen. Debe entonces apurar sus notas “antes de que anochezca” porque una vez caída la noche le será imposible escribir a oscuras. Finalmente será capturado y sus notas decomisadas y destruidas.

Cumplirá más de dos años en prisión, antes de lograr la excarcelación, sobrevivir sin empleo y en la más profunda miseria en las ruinas de un edificio semi abandonado de la ciudad, hasta finalmente optar por el exilio, como parte de los más de 150 mil cubanos que huyeron a la península estadounidense de Florida desde Puerto Mariel en 1980. Entre las tardes de escritura a media penumbra del parque Lenin y el escape del Marielito, Reinaldo Arenas logrará romper el cerco policiaco, enviar de manera clandestina sus manuscritos a Europa, publicar algunas de sus novelas y obras de teatro en Francia y España, y vivir la paradójica condición de un autor miserable, perseguido y marginado en Cuba, pero leído y celebrado en otras partes del mundo.

En el segundo, es la propia vida del escritor la que ya se apaga a finales de 1990 desde su exilio en Nueva York. Se encuentra en fase terminal por todos los males que le acarreó el contagio del VIH a causa de sus prácticas sexuales de alto riego. Deberá, esta vez sin prórroga posible, completar su autobiografía antes de que la muerte, es decir de que la noche eterna, lo alcance: “Ya estoy solo. Ya es de noche”. Con estas palabras, que metaforizan a la soledad postrera y a la noche como correlatos de la muerte, concluyen 350 páginas memoriosas –menos celebratorias que adoloridas– a las que dos años después la primera edición de Tusquets adjuntará, a manera de epílogo, la breve carta que Arenas dirigió a sus amigos para dejar por sentado la decisión de suicidarse: “Cuba será libre, yo ya lo soy”. Una dosis poderosa de barbitúricos combinada con alcohol, y finalmente “anocheció” para uno de los más importantes e incómodos escritores cubanos del siglo XX.

La palabra muerte, en distintas variantes, aparece doce veces mencionada en los primeros cuatro párrafos de un largo relato que, paradójicamente, podemos leer como un celebración –no sin rencor, no sin odio, ni amargura profunda– de la vida: “la muerte siempre ha estado muy cerca de mí; ha sido siempre para mí una compañera tan fiel, que a veces lamento morirme solamente porque entonces tal vez la muerte me abandone”.

A diferencia de Yukio Mishima, cuya inclinación e iniciación homosexual apenas y se atisba en las páginas de Confesiones de una máscara (1949), las memorias de Arenas son pura confesión sin máscara. Lo admite todo, del sexo adolescente con animales (“creo que siempre tuve una gran voracidad. No solamente las yeguas, las puercas, las gallinas, sino casi todos los animales fueron objetos de mi pasión sexual, incluyendo los perros), al más omnívoro y desbocado de los apetitos sexuales, que, según sus cuentas, para 1968 –con 25 años de edad– sumaba ya cinco mil hombres.

Detrás de la aparente compulsión narrativa focalizada en su hiper sexualidad, lo que Arenas se propone es un cuestionamiento radical del deseo y del poder, dos aspectos que orbitaron, para bien y para mal, alrededor de sus días. La disidencia y la transgresión aparecen entonces como las constructoras de la identidad –sexual y nacional– cubana. Desde la rebeldía homosexual se propone vengarse del socialismo cubano. Un grito rabioso contra los abusos del poder y del machismo institucionalizados por triple vía: la de la tradición patriarcal de la Cuba post colonial, la que se reproduce y agudiza al seno de una familia campesina que migra a la ciudad, y finalmente la de un Estado que se proclama socialista, a pesar de su profunda y legalizada homofobia. Contra los horrores de esta triple opresión, el refugio estético de la palabra disidente, y de la sexualidad explosiva, liberada de ataduras culpígenas.

A pesar de todo, sobrevive cierto temperamento humorístico en los agridulces sainetes sexuales del protagonista, El humor se filtra, casi involuntario, en diversas escenas que desvelan, según su propia visión, el temperamento orgiástico de la isla y los desplantes pudibundos de un país metido en el closet de una homosexualidad masiva y casi normalizada, sin que nadie, como no sea él mismo, se atreva a reconocerlo. El humor, involuntario acaso, trágico, aflora en algunos de los encuentros fugaces con hombres de todos los tipos y edades, que pueden ocurrir por igual en toda clase de lugares públicos y privados.

Uno de ellos ocurre cuando se cruza con un joven apuesto en los baños del famoso parque Coppelia.  Tras percibir de quien será su próxima pareja sexual las señales “de un erotismo impostergable”, lo lleva a su casa para entregarse: “a un combate sexual bastante notable. Después de haber eyaculado y de haberme poseído en forma apasionada, se vistió tranquilamente, sacó un carné del Departamento de Orden Público y me dijo: Acompáñame; estás arrestado; preso por maricón”. El recurso del humor aparece entonces como un respiro necesario. Así lo deja por sentado en sus memorias:

Una de las cosas más lamentables de la tiranía es que todo lo toman en serio y hacen desaparecer el sentido del humor. Históricamente Cuba había escapado siempre de la realidad gracias a la sátira y la burla. Sin embargo, con Fidel Castro el sentido del humor fue desapareciendo hasta quedar prohibido. […] Sí, las dictaduras son púdicas, engoladas y, absolutamente, aburridas.

La década del exilio en Estados Unidos ocupa apenas las ultimas 40 páginas del relato. Se percibe en ellas una nueva desilusión y una constante incomodidad, cada vez de regusto más amargo. Aprovecha aquí para hablar mal de todo mundo, desde su viejo colega Heberto Padilla, ya también exiliado en Estados Unidos en esos años, como de Carlos Fuentes o Eduardo Galeano. Tampoco en el exilio encontrará lo que busca. Su lugar es un no lugar, es en ese sentido un utopista involuntario, más un inconforme irredento que un crítico mesurado del régimen que lo orilló al destierro. Como lo apunta Antonio Prieto Taboada, en los textos del exilio de Arenas La Habana aparece con cierta nostalgia “como el único lugar del ser, un lugar en el que, sin embargo, no puede estar por motivos políticos”, mientras que el país adoptivo se define “como el lugar donde se puede estar, pero, por motivos culturales, no se puede ser”. (“Cómo vivir en ningún sitio”, 2002).

El propio Arenas plantea así esta doble desilusión:

Yo sabía ya que el sistema capitalista era también un sistema sórdido. y mercantilizado. Ya en una de mis primeras declaraciones al salir de Cuba había dicho: “La diferencia entre el sistema comunista y el capitalista es que, aunque los dos nos dan una patada en el culo, en el comunista te la dan y tienes que aplaudir, y en el capitalista te la dan y uno puede gritar; yo vine aquí a gritar.

Cabrera Infante, que no era un devoto de la obra de Arenas, describió a su libro autobiográfico como una obra en la que sobran “las penas y los penes”. Para el otro gran disidente de las letras cubanas, de las tres pasiones que movieron a la obra de Arenas: “la literatura no como juego sino como fuego que consume, el sexo pasivo, y la política activa”. De las tres. “La pasión principal, es evidente, fue el sexo”. (Olivares, “¿Por qué llora Reinaldo Arenas?”, 2000),

Jorge Olivares considera que Antes de que anochezca no puede leerse como una obra “históricamente precisa”, sino “metafóricamente auténtica”. Esta autenticidad, podemos concluir, reside en que se trata del resultado de una confrontación insalvable entre la Revolución Cubana y sus intelectuales, más allá “de las penas y de los penes”.  Dicha confrontación la encontraremos, con otro acento, otro temperamento crítico y consecuencias vitales distintas, en la obra de Leonardo Padura.

4

Ir a la Habana, la “épica sordina” de Leonardo Padura

A una de las preguntas más recurrentes que lectores, periodistas y críticos le han hecho a Leonardo Padura por permanecer todos estos años en Cuba, el autor respondió por enésima vez en el libro auto antológico y autobiográfico Ir a la Habana, en el que documenta con precisión los vínculos –secretos y visibles– entre sus obras, sus personajes, y la ciudad a la que decidió no abandonar bajo ninguna circunstancia: “porque es el lugar donde soy y estoy.  [Aquí seguiré] hasta que me expulsen por lo que pienso y escribo, o yo mismo me dé por vencido”. Ser y estar los mismos verbos que, en caso de Arena, explican que en exilio no superó la nostalgia por una ciudad en la que no podía estar, pero única en la que podía, en un sentido literario, ser.

Este libro es una suerte de declaración renovada de principios y de denuncia a voz alzada –inusual en su estilo previo–, por la cual nos propone un recorrido por diversas páginas de sus novelas, en las que se prefiguró una crítica totalizadora de su entorno urbano. Una ciudad no en ruinas, sino degradada a su aún más artera condición de ruina de las ruinas. Un drama de dimensiones casi –y aquí el “casi” abreva de la prosa afortunada del autor– inenarrables.

La explicación de la estancia ha sido la misma por años y aquí la ratifica de nuevo:

Escribo en mi casa del barrio de Mantilla, al sur de La Habana, en la misma casa y sitio donde nací, hace ya casi siete décadas y desde el que mis padres me invitaban a “ir a La Habana.” Y mientras me empeño, intentando reflejar lo que va siendo esta vida cubana en los tiempos en que me ha tocado vivirla, o evocando la existencia pasada legada por otras memorias, ocurre que uno y otro periodista en diversos lugares del mundo me preguntan por qué sigo aquí. Y siempre doy la misma respuesta: estoy aquí porque pertenezco a este lugar, porque aquí está la razón de ser de que quiera y necesite escribir, aquí viven las personas de las que quiero expresar sus dudas, esperanzas, frustraciones, miedos. Porque aquí está mi lengua, este idioma habanero en el que hablo y escribo. Y porque tengo una conciencia ciudadana que me impulsa a cumplir la responsabilidad de fijar una verdad en la que creo, que seguramente no será la única verdad posible, que algunos tratarán de devaluar o tapar o negar, pero que otros muchos saben que es verdad y que esa verdad exige que de ella también haya memorias como la mía, no solo discursos triunfalistas y justificativos, los eternos llamados a la resistencia, la convocatoria a más y más sacrificios. Y, claro, escribo porque me duele mi país, me duele mi ciudad y el único alivio que tengo para tanto dolor es precisamente escribir, aquí y hasta que pueda: observando y tratando de apropiarme de una atmósfera, mirando y percibiendo un creciente sentimiento de ajenitud. Tratando, con palabras, de armar una sinfonía habanera, con acordes amables y con ruidos discordantes. Y siempre aquí, en mi casa de Mantilla, La Habana, Cuba.

La ajenitud es un vocablo singular que explica la relación de creciente extrañeza entre el escritor y el país, la ciudad y la Revolución en la que ha vivido desde que tenía cuatro años de edad. Una realidad en la básicamente ya no puede distinguirse ni reconocerse en ella, como no sea desde el asombro, la tristeza y la pérdida de toda esperanza. El novelista como testigo “de un mundo al borde de un Apocalipsis difícilmente reversible”.

Todavía en 2007, el escritor, en pleno ascenso de su fama y ya reconocible como una de las voces más consolidadas de la literatura hispanoamericana,  en un entrevista con la académica Magdalena López matizaba su desencanto y cuidaba sus palabras, acaso a la espera de un giro de último momento que marcara un nuevo rumbo transicional en Cuba, cuando ya se anunciaba el retiro, por jubilación, de Fidel Castro –mortal al fin y al cabo–, el cual ocurriría un año después, pero no para abrir un proceso de cambio político, sino para heredarle todo el poder a su hermano Raúl Castro y mantener  así intacto el statu quo:

[pertenezco] a un grupo de escritores y de personas, [de] una generación que nació en los primeros años de la Revolución, creciendo, educándose, haciendo toda su vida estudiantil y después parte de su vida adulta dentro de ese universo cerrado y casi perfecto que era el socialismo. El futuro pertenecía por completo a ese ideal. Se trataba de una marcha ascendente hacia metas históricas indetenibles. Cuando esta generación llegó a los treinta años se produjo la caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética. Comenzó entonces en Cuba una crisis económica e ideológica muy violenta. Se llegó a los extremos de la supervivencia cotidiana. Teníamos que hacer las cosas inimaginables para comer, para alumbrarnos, para dormir, para transportarnos. A la vez, se produjo un fenómeno de redescubrimiento ideológico de la idea del socialismo muy interesante. (“Desencanto y literatura”, 2007).

De manera implícita, se percibe en estas declaraciones la sensación de que probablemente “lo peor ya había pasado”. Más aun cuando en 2015, con Barack Obama en la presidencia, Estados Unidos reestableció las relaciones diplomáticas con Cuba, relajó el bloqueo económico, y todo ello parecía anunciar un nuevo futuro para la isla. El esperanzador fin de la pesadilla que Trump, pero especialmente la testarudez de los sucesores de los Castro, contribuyeron a que no ocurriese. Así lo registra en otra página de Ir a la Habana

Esa Habana múltiple y única, tan múltiple y tan única como cualquier ciudad del mundo, […] que en el año 2016 vive el instante de un extraño esplendor surgido de las entrañas de sus ansias y esperanzas, justo antes de que se produzca el nuevo, el muy dramático desastre que hoy atraviesan todas las esferas vitales de los ciudadanos y los espacios físicos de la capital y del país. Los tiempos que corren entre 2015 y 2016 marcaron un hito en el devenir anterior y lo que está siendo el declive posterior. Son los días del llamado «deshielo» cubano, cuando La Habana y Washington restablecen relaciones y se alcanza el clímax apoteósico con la visita a la isla del presidente estadounidense Barack Obama, seguido de un concierto de los míticos Rolling Stones en la explanada de la Ciudad Deportiva, un desfile de modas de la casa Chanel en el Paseo del Prado, un rodaje en las calles habaneras de varias secuencias de un episodio de la saga Fast and Furious, las visitas de Madonna o las Kardashian, la celebración de juegos de beisbol con profesionales de las Grandes Ligas norteamericanas y una infinidad de encuentros académicos, económicos, sociales, religiosos, deportivos, gremiales que revitalizan la vida habanera y hacen que sus habitantes recuperen algunas de sus ilusiones extraviadas de llegar a tener una existencia mejor.

Tres lustros después de aquellas declaraciones de 2007 ya no hay lugar para la esperanza. El escritor todavía fiel aún a su ciudad –que no a la Revolución ni su retórica triunfalista cada vez más insostenible–, recarga en este nuevo libro –acaso el más sincero y desolador de todos los anteriores– las tintas de la denuncia y termina por compartir, casi palabra a palabra, las sentencias apocalípticas de su inopinado predecesor: Reinaldo Arenas. El radical (Arenas) y el moderado (Padura) terminarán por emparentarse:

La narrativa que se concibe a partir de la década de 1990, [desarrolla] una tendencia que poco antes había sido anunciada en ciertas obras apocalípticas de Reinaldo Arenas. […] La deconstrucción de la urbe. Se escribe la literatura de las ruinas físicas y humanas, una realidad que también tuvo su reflejo en el cine, el teatro y las artes plásticas desde esa época, y su más acabada representación visual en el largometraje Suite Habana (2003), de Fernando Pérez, una película sin diálogos que termina con la imagen de una anciana que vende maní (cacahuetes) por la ciudad y que, por no tener nada, ya no tiene ni esperanzas. La decadencia física y espiritual del espacio urbano se convierte en el escenario de la decadencia física, espiritual e incluso ideológica y moral de los personajes que se mueven entre esas ruinas buscando las mínimas alternativas de una supervivencia (desde la prostitución al exilio), como en los relatos de la vieja y clásica picaresca, pero sin la intención de hacer asomar una sonrisa, pues la realidad solo podía provocar el llanto. El empobrecimiento del entorno y también el de sus habitantes, ya se sabe que la pobreza es algo que, repartido entre muchos, toca a más y que la miseria es caldo de cultivo para el surgimiento de miserables. Una y otra vez he dicho que en esos años oscuros mi opción de vida fue permanecer en Cuba y, en mi casa habanera, aferrarme de manera quizá hasta irracional a mi sentimiento de pertenencia y, sobre todo, comenzar a escribir como un loco para no volverme loco”.

Un “loco” a fin de cuentas “cuerdo” (Arenas), y un “cuerdo” que se afana por no volverse loco (Padura).  Una Revolución traicionada, decadente y derrotada, de la que quedará, a fin de cuentas, la dignidad intelectual y la prosa de dos de sus más emblemáticos escritores.

 

Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela  Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). Dirigió el suplemento Lectura (1997—98),del periódico El Nacional, y ha colaborado como articulista en diversos diarios, suplementos culturales y revistas literarias. Fue corresponsal de la agencia Notimex para el Sudeste  Asiático con sede en Singapur. Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca. Ha sido director general de asuntos internacionales del CONACULTA y director de Artes del British Council en México. Su Twitter es: @edgardobermejo

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Posted: October 30, 2025 at 8:53 pm

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