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Geografía de la muerte

Geografía de la muerte

Gabriela Polit Dueñas

A veces, el arte tiene características proféticas. Hay ejemplos que pueden tener un hermoso tono poético, como son las prolongadas reflexiones acerca de la memoria en la obra de García Márquez, cuando se las lee a la luz de los últimos años de la vida del autor, aquejado por el mal del olvido. Hay otros, que si bien bello, lo profético adquiere tonos dolorosos. Eso es lo pensé al leer Geografía del asombro (Seix Barral 2020), la última novela de Adolfo Macías Huerta. La historia toma lugar en una pequeña ciudad de la costa ecuatoriana, donde sus habitantes todavía tambalean intentando de salir del trauma causado por un terremoto acontecido meses atrás y la crisis económica que éste desata. La historia trata sobre un famoso compositor de música clásica, su familia, la muchacha que trabaja como su asistente, el affaire entre la mujer del compositor y uno de sus ex alumnos, los psiquiatras que tratan a su hijo y algunos personajes que habitan en las calles de la pequeña ciudad costeña. En la complicada trama en la que sus vidas se cruzan de maneras inesperadas, Damián, el hijo del compositor, es un personaje que sobresale. Es un muchacho solitario, escribe ficción y, por su frágil salud mental, está internado en un hospital psiquiátrico después de una severa crisis por del suicido de la madre.

El entrañable personaje parece ser un homenaje al Demian de Herman Hesse, o, mejor dicho, a Emil Sinclair. Personajes, los dos, que se debaten entre el mundo de la luz y el de las ilusiones, (igual que Damián) en la búsqueda de su verdadero ser. La novela de Hesse, comenta Macías en una entrevista, fue la que lo inspiró en la juventud a escribir. Jesse explora las herramientas del psicoanálisis de Yung, cuestiones que mismo Macías, ha estudiado y ha explorado en éste y en otros relatos anteriores.

En un diálogo entre un joven psiquiatra y su novio, nos enteramos que Damián padece el síndrome de Cotard, es decir, el muchacho cree que está muerto y que su cuerpo está en proceso de descomposición. Esta creencia lo lleva a dejar de comer y a consumir una resina que termina afectándole de manera definitiva el funcionamiento de los órganos vitales. Casi a la mitad del relato, muere Damián (la novela tiene 22 capítulos, su muerte sucede en el capítulo 12). Este momento de la historia es al que quiero referirme.

Fue en abril del 2020 cuando Guayaquil se volvió el epicentro de la acción destructora del Covid-19 en la región. Para exponer la devastación que causaba el virus en un país pobre, CNN mostró al mundo imágenes infames de hospitales abarrotados y de cadáveres en medio de las calles, donde familias enteras lloraban desesperadas, sin recibir ayuda de las autoridades, y sin saber dónde llevar a sus muertos para darles un entierro digno. Esas cajas mortuorias, en muchos casos incluso bolsas, fueron el destino final y solitario en la que la lucha cuerpo a cuerpo con la parca, era el epítome de una épica sin héroes.

Esa ciudad de la costa ecuatoriana que en la novela es y no es Guayaquil, porque la urbe está transformada por la imaginación —Guayaquil no es pequeña ni está frente al mar— es la geografía donde sucede el desastre de esta historia. ¿Quién iba a decir que la novela de Macías, en la que se hace referencia a aquella tragedia que azotó a la costa de Ecuador en el 2016, hablaría de la muerte de una manera tan íntima, cercana y aludiría a la otra tragedia en ciernes?

En la paciente y esmerada descripción de la muerte de Damián, Macías reconstruye ese momento de soledad infinita, y nos hace transitar por los pensamientos y las sensaciones del moribundo. Elogiar la descripción de la muerte en momentos en los que, con mayor o menos distancia, nos ha tocado vivirla y sufrirla de manera intensa en el último año, parecía un despropósito. Pero la escena de Macías Huerta inspira un profundo sentido de empatía. Esa cercanía con Damián nos lleva a pensar no solo en el moribundo de la novela, sino en los hombres y mujeres que han muerto recientemente en solitario.

Como tantos autores, sin saberlo, Macías parece ser presa de la caprichosa relación entre la imaginación y la realidad, entre el azaroso presente de la ficción y el presagio de un futuro fatal. Una relación en la que muchas veces, el trabajo del autor aparece como un instrumento del arte. En las diez páginas en las que transcurren los últimos momentos de Damián, Macías vuelve íntima, única, absoluta, la muerte. La materialidad en esta descripción alude a lo que pudo haber sido una muerte por COVID: “Damián se despertó en la sala de emergencias y entreabrió sus párpados. Un tanque de oxígeno administraba una refrescante brisa en sus ternillas a través de dos mangueritas traslúcidas, insuficientes para la permanente sensación de angustia que producía su insuficiencia cardíaca”. La descripción es precisa, y sigue el ritmo del pulso de quien está por dejar este mundo. Podría decirse que la muerte de Damián es una escena que se sostiene por encima del resto del relato. Como es la confesión de Stavroguin en Dostoievski. Me atrevería a hacer un razonamiento extremo, aunque suene hiperbólico. Como una regla del tres: la magnífica confesión de Stavroguin es para el placer del criminal en la novela de Dostoievski, lo que el detallado fin de Damian es para la soledad de la muerte (en tiempos de Covid) en la novela de Macías Huerta. Como muchas acaecidas en estos meses, la de Damián es una muerte de hospital, y una voz omnisciente describe la manera en la que el muchacho percibe ese entorno, “Todos iban por un corredor, agitándose entre sombras y manipulando su cuerpo mientras empujaban la camilla a través de las puertas de una habitación de baldosas blancas en cuyo centro se levantaba la mesa del quirófano. Era como estar a la vez dentro y fuera de su cuerpo, mirándolo todo desde un lugar de paz y bienestar inalterados, como quien observa su suerte desde un palco luminoso, desde un cielo secreto.” En ese lento proceso en el que el cuerpo se desapega de lo sensorial inmediato, el forcejeo de los doctores, las máquinas, el respirador, la luz de hospital, las paredes blancas de baldosa, etc., emerge otra realidad, más poética, el universo natural al que Damián acude, no solo con tranquilidad sino con algo de alivio. (En la historia, el muchacho quería morir). Ese mundo está descrito de manera más poética.

“Los ceibos elevaban un grito mudo al firmamento. Las acacias cubrían con una sombrilla de ramas la tierra seca y de vez en cuando, el matapalo de flores amarillas irrumpía con estridencia. Los guabos guardaban sus frutos en la dureza de sus vainas, las serpientes y las ratas jugaban su juego mientas alrededor del fuego los cuatreros espiaban bajo el ala de sus sombreros, embozados en cobijas. Junto al estero, el manglar custodiaba su tesoro putrefacto de conchas arracimadas y bagres con barbas tentaculares. Su lento flujo avanzaba hacia la desembocadura hasta llegar al mar con el secreto chapoteo de los caimanes. La luna se elevaba en ese momento por Oriente e iluminaba las noves por debajo, produciendo sombras en sus costados, cual acantilados ascendentes que les daban semejanza con grandes islas desprendidas de un abismo, a la deriva del viento. El agua formaba crestas y depresiones oscilantes, levantados por potentes movimientos bajo la superficie Era un llamado agónico, lascivo, hacia sus profundidades, donde Damián sentía que se hallaba el objeto de su imperiosa necesidad”. 

Es reconfortante imaginar que los muertos propios y ajenos tienen un encuentro tan apacible con la muerte. “Luego todo desapareció y se dejó ir hacia un sueño profundo donde naufragaban los sonidos y se rendía, felizmente, al descanso.” Así mismo, parecería que solamente la búsqueda de precisión y belleza en aquello que se describe, puede transformarse en un pasaje premonitorio, o volverse el lugar de regreso cuando se busca un referente del pasado. Es el caso de El Decámeron, La peste, El amor en tiempos de cólera, y tantos referentes de otras pandemias.

Uso la palabra belleza aquí, no como una categoría universal, sino como una reacción personal y afectiva a lo que me sucedió cuando leí la novela. Adolfo Macías Huerta me permitió entender algo del Covid, aunque, increíblemente, al momento de escribirla, el virus todavía no existía. El arte tiene a veces, características proféticas: “Como si Dios se hubiese retirado del planeta y lo dejara a su suerte: una ciudad en ruinas, una colonia de seres en descomposición”.

 

Gabriela Polit Dueñas es escritora y la autora del libro de cuentos  Amsterdam Avenue (dislocados, 2017) .Como investigadora, publicó por Beatriz Viterbo Editora . Trabajó con María Helena Rueda en un volumen titulado Meanings of Violence in Contemporary Latin America (Palgrave-MacMillan, 2011), y Narrating Narcos, Culiacán and Medellín por la universidad de Pittsburgh. Es profesora de la Universidad de Austin. Su Twitter es @polit_gabriela

 

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Posted: February 17, 2021 at 9:00 pm

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