El profesor Vargas Llosa
Jaime Perales Contreras
Mario Vargas Llosa pertenece a una rica tradición de grandes novelistas y poetas quienes, por gusto o necesidad, se han convertido en alguna etapa de su vida en profesores. James Joyce, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Jean-Paul Sartre, Gabriel García Márquez, José Revueltas, José Emilio Pacheco, Salvador Elizondo, John Updike, Derek Walcott, Junot Díaz, Octavio Paz, Carlos Fuentes, son algunos ejemplos destacados de ese amor loco, parafraseando a Breton, que representa asistir a un salón de clases y compartir con jóvenes una serie de conocimientos sobre un tema específico.
Cabe mencionar que no todos los grandes escritores han sido buenos académicos. En alguna ocasión, The Washington Post publicó una crónica de uno de los alumnos de William Faulkner en la que narraba que el célebre premio Nobel de literatura fue profesor en los últimos años de su vida en la Universidad de Virginia. El título del artículo anunciaba: ¡Faulkner era complicado hasta para dar clases! El articulo aludía a que, en varias ocasiones, el gran novelista estadounidense se presentaba en visible estado de ebriedad y que ello ocasionaba que sus comentarios fueran ásperos, amargados y, sobre todo, herméticos. También es verdad que algunos de los creadores que se dedicaron a la academia tampoco disfrutaron de la enseñanza, como Vladimir Nabokov, quien finalmente pudo abandonar su larga, brillante y, al parecer incómoda carrera de profesor en lenguas eslavas y literatura, para dedicarse completamente a la escritura cuando su novela Lolita se convirtió en un best seller. Con los 150,000 dólares que ganó de regalías por la adaptación de Lolita al cine se mudó al hotel Montreux-Palace, en Ginebra, Suiza y, como única razón para ello, dijo que deseaba encontrarse en absoluta holganza.
En el año de 1994, Mario Vargas Llosa realizó la primera de varias visitas a la universidad de Georgetown, en Washington, D.C, como escritor en residencia. En ese semestre dictó dos cursos sobre su amigo el narrador argentino Julio Cortázar, quien en ese año cumplía diez años de haber fallecido. Como estudiante de esa época tuve la oportunidad de tomar en un par de ocasiones una clase impartida por Vargas Llosa y, con motivo de la donación de su biblioteca a su país natal Perú, se me ocurrió revisar los apuntes que tomé en ese tiempo para relatar un poco su papel a veces no tan conocido de profe.
Vargas Llosa empezó a dictar cátedra desde muy temprana edad. Después haber vivido en Francia, donde escribió La ciudad y los perros mientras trabajaba para la Radio-Televisión Francesa, se trasladó a Londres para enseñar en la universidad de esa capital. En esa época vivió en circunstancias tan estrechas que su casa consistía en dos cuartos amueblados; él se encerraba en uno mientras su mujer trataba de mantener a los niños en relativo silencio para que, en el cuarto contiguo, Vargas Llosa pudiera concluir Conversación en la Catedral. En su Historia personal del boom José Donoso comentó que Vargas Llosa nunca dejó de considerar el oficio de ser profesor como una fuente segura de ingresos debido a la inestabilidad económica que en esa época le representaba ser novelista.
Los cursos que impartió Mario Vargas Llosa sobre Julio Cortázar en esa época estaban reservados para los alumnos de literatura y para los de Relaciones Internacionales que se especializaban en América Latina. Sin embargo, al saber que Vargas Llosa iba a ser profesor en la universidad de Georgetown, muchos y apasionados estudiantes provenientes de las carreras más diversas, incluyendo la de Medicina, Economía y Derecho, formaron largas y engorrosas filas en los días de inscripción, para explorar la posibilidad de recibir una clase impartida por el hombre que había sido aspirante a la presidencia del Perú y que, se rumoraba en esa época, era un firme candidato al Premio Nobel de Literatura.
Los esfuerzos por registrarse a la clase de Vargas Llosa, por parte de otras carreras diferentes a las disciplinas asignadas, no dieron frutos. No había espacio suficiente en un salón de clase habitual para recibir a semejante cantidad de jóvenes. Además, el propio Vargas Llosa había solicitado que se registraran en sus cursos un máximo de 16-20 colegiales, en cada uno de ellos, para dar la suficiente atención a los alumnos. A pesar de la supuesta rigurosidad, el novelista peruano recibía cotidianamente a algún estudiante interesado en escuchar en ese día su clase. En una ocasión se presentaron precisamente como oyentes algunas celebridades, el futuro rey Felipe de España, que en ese tiempo cursaba su maestría en Georgetown, y el novelista y diplomático peruano Harry Belevan. También en ese mismo año Vargas Llosa recibió el Premio Cervantes y una nutrida cantidad de periodistas inundó el salón para dar la buena nueva.
El temario del curso sobre Cortázar fue relativamente breve, debido sobre todo a que Vargas Llosa había advertido a sus alumnos que los pocos ensayos y cuentos elegidos se iban a analizar de manera tenaz a lo largo del semestre. Sobre todo, Vargas Llosa enfocó su atención en los relatos como Bestiario, La historia de cronopios y famas y la obra ensayística experimental, particularmente La Vuelta al día en ochenta mundos, que formaban parte de sus libros predilectos de Cortázar.
Al escuchar sus clases, al parecer, su metodología de enseñanza de la literatura se encuentra basada en dos de sus volúmenes académicos: La historia de un deicidio, su tesis doctoral sobre la obra de Gabriel García Márquez, publicada a principios de la década de 1970 por Monte Ávila, y La orgía perpetua, su extenso ensayo sobre Madame Bovary de Flaubert.
En sus clases empezaba a desmenuzar el texto elegido realizando algunas preguntas que le parecían claves: ¿quién es el narrador del texto? ¿Es narrador ominisciente o hay datos que éste desconoce? ¿Cuáles son los cambios de tiempo y de lugar que hay en la ficción analizada? ¿Qué “cráteres” se encuentran en la obra para que ésta atraiga la atención del lector? ¿Hay datos escondidos que el lector desconoce y que se revelan en algún momento de la obra?
La primera clase de Mario Vargas Llosa inició con la lectura de un artículo dedicado a la obra de Cortázar en el que fusionaba su larga amistad con el escritor argentino, combinada con la excelencia de su estilo literario. Después de haber leído las páginas del ensayo confesó que había una interesante leyenda sobre Cortázar: en su domicilio en Saignon había un cuarto repleto de juguetes que utilizaba para divertirse y estimular su imaginación. Sobre todo esto, lo sacó a colación para enfatizar el tema de lo lúdico en la obra narrativa y ensayística de Cortázar.
La manera de evaluación de Vargas Llosa era sencilla y rigurosa: participación en clase, la presentación de un aspecto crítico de la obra de Cortázar y un trabajo de no más de 15 páginas. En una de las exposiciones, una joven colombiana empezó a leer su breve nota sobre el escritor argentino cuando, de pronto, la misma estudiante interrumpió su lectura y se puso a sollozar:
–¿Señorita, qué le pasa?, preguntó Vargas Llosa, alarmado.
–¡Es que usted me pone muy nerviosa, profesor; su presencia me impone!, reclamó la joven, ante la carcajada de todos los estudiantes.
Vargas Llosa utilizaba casi siempre la mayor parte del tiempo de clase para plantear sus argumentos; después de ello, daba la oportunidad para la participación de los estudiantes, en el que se proyectaban varios aspectos literarios o de asuntos de naturaleza política. Él contestaba con paciencia a las preguntas, algunas de ellas difíciles o incómodas. Yo en un momento le pregunté sobre Historia de un deicidio, su célebre ensayo de más de seiscientas páginas sobre la vida y obra de Gabriel García Márquez, y su razón del por qué no había vuelto a reimprimir el libro, teniendo en cuenta sus diferencias intelectuales y personales con el novelista colombiano, a lo que él respondió: Mire usted, ése libro lo escribí hace muchos años, cuando García Márquez recién había publicado Cien años de soledad, y desde que se publicó él ha escrito muchos otros libros, tendría que actualizarlo y, realmente, no tengo ganas de hacerlo.
Cuando estaba a punto de concluir el curso sobre Cortázar, tuve la oportunidad de hacerle una entrevista extensa para mi tesis doctoral; él aceptó con interés y generosidad. Le presenté una transcripción en papel de la entrevista grabada que me pidió para realizar correcciones. Él prácticamente sólo modificó algún punto y coma y uno que otro nombre exótico del que yo ignoraba su ortografía. Cuando decidió entregarme la versión corregida, me habló por teléfono en un sábado en la mañana; yo esperaba la llamada de una amiga mexicana para irnos de parranda ese día para celebrar las vacaciones de verano. Sin embargo, cuando descolgué el auricular, la repentina e inesperada voz de Vargas Llosa hizo retroceder mi informalidad mexicana: Señor Perales, tengo su entrevista corregida, yo voy a pasar por la universidad de Georgetown, espero que no tenga dificultades en localizarme para entregársela. No tuve dificultades para encontrarlo, evidentemente, Vargas Llosa iba a recibir su doctorado honoris causa por parte de Georgetown y también iba a dar el discurso celebratorio a la generación de estudiantes que habían concluido en ese entonces sus estudios.
Años después, tuve nuevamente la oportunidad de tomar un curso con Vargas Llosa. En ese entonces combinaba mis actividades laborales como empleado en la Organización de Estados Americanos (OEA) con la conclusión de mis estudios doctorales. Evité mencionar a la OEA en clase y también comentarle que colaboraba en ella debido a que no tenía mucho de que Vargas Llosa había debatido con el ex presidente de Colombia, y entonces Secretario General, César Gaviria sobre la burocratización de la Organización. Dos visiones diferentes de América Latina. Al volver a leer la disputa entre ambos me parece que en el fondo se trataba del antiguo tema planteado por Max Weber de la política y la ciencia como vocación: el intelectual contra el político.
En esa época en que yo lidiaba el estudio y el trabajo, Mario Vargas Llosa decidió impartir dos cursos sobre el análisis académico de su propia obra. Los estudiantes de licenciatura examinaron su narrativa breve y los de posgrado sus novelas extensas. Yo, como tarea para esa clase, comparé La ciudad y los perros y traté de encontrar la influencia del sórdido entorno marcial de la escuela Leoncio Prado en Perú, con The Lords of Discipline, la novela de Pat Conroy, el novelista y guionista de cine norteamericano, que describe el feroz ambiente soldadesco de The Citadel, la escuela militar de élite ubicada en Carolina del Sur en el que Conroy fue cadete de esa escuela. Como se sabe, se hizo un escándalo en la década de 1990 en The Citadel, debido a que a unos días de graduarse la primer colegial femenina, Shannon Faulkner, renunció a su titulación debido al brutal hostigamiento sexual de sus compañeros masculinos. Yo estaba muy feliz con mi descubrimiento de esa aparente influencia de La ciudad y los perros en Conroy; sin embargo, el profe Vargas Llosa, no estuvo tan de acuerdo en mi sesudo estudio comparativo entre la Leoncio Prado y The Citadel pues me puso una B más, equivalente a un 8 sobre 10. Ni hablar.
Finalmente, recuerdo que una de sus clases, curiosamente, la inició al comentar que se iba a discutir ese día una de las obras capitales de la literatura del siglo XX mostrando un ejemplar de La guerra del fin del mundo, su ambiciosa novela sobre la guerra de los Canudos en Brasil a fines del siglo XIX. Era una pequeña broma de Vargas Llosa para aligerar el rígido ambiente escolástico, pero nadie en la clase se rio de ella, porque evidentemente, él estaba diciendo la verdad. Es una obra capital.
Jaime Perales Contreras. Autor de Octavio Paz y su círculo intelectual (Ediciones Coyoacán/ITAM (2013)), su último libro es un volumen de relatos titulado El gallo que fingió ser Jorge Luis Borges (Fontamara (2015)). En este año se publicará la segunda edición corregida y aumentada de su ensayo biográfico sobre Octavio Paz.
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Posted: April 25, 2017 at 11:28 pm