Un círculo de tiza para Octavia Butler versus Messi (para entender la MLS gringa, II)
Carlos Labbé
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No fue sino con su estreno en Berlín del Este en 1954 que la obra alcanzaría notoriedad internacional, no tanto como reparación artística de una sociedad mutilada por incendiar su propio país como consecuencia de invocar a la guerra interna y externa en vez de conseguir una convivencia entre vecinos, sino porque en su momento fue interpretada como una clave de lectura posible para el conflicto bipolar de la guerra fría —en específico, para preguntarse si una vieja ciudad como Berlín podría coexistir o destruirse al dividir su alma en dos sistemas socioeconómicos y de representación política aparentemente opuestos.
Pero en la anécdota del círculo de tiza trazado por Brecht, al centro del enfrentamiento sordo y del incendio inminente, estaba el ganado caprino. Tal vez unas cuantas cabras. Una sola. Un chivo, para ser más precisos. Un chivo que es antiquísimo y desconocido, que jamás se mueve de ahí por obstinado: el chivo expiatorio.
Se sabe que la citada obra de Brecht es una reescritura y ampliación teatral de su cuento de 1940 «El círculo de tiza de Augsburgo», el cual invierte a su vez el llamado Juicio de Salomón a las dos madres que se disputan la maternidad de cierto niño en la Torah judía y en el Primer Libro de Reyes de La Biblia cristiana. Se sabe que éstos, a su vez, son versiones del clásico cuento chino Huilang Ji —pasando, con el suficiente distanciamiento brechtiano, por la deliciosa parodia cervantina de los juicios de Sancho Panza al final de El Quijote, cuando es el escudero quien gobierna la soñada ínsula de Barataria.
De nuevo, al centro de estas benditas fuentes, sigue porfiando la misma figura: los recursos naturales, el animal, la infancia, la tierra fértil que es usada de lado a lado como excusa para ejercer la violencia y que misteriosamente, a pesar de su importancia fundamental al punto de que es el objeto preciso por el cual se desata una querella sin solución, no posee voz ni entidad, sólo cuerpo y vida, la circunstancia de que aparentemente pueda ser apropiado a voluntad por sujetos que apenas poseen lo necesario; el chivo expiatorio no bala, no grita, no pide auxilio ni da razones ni se escapa del círculo de tiza.El círculo de tiza no es un muro electrificado en la frontera, sin embargo. No es un campo de concentración ni una cárcel de alta seguridad en un país remoto. Lo que le importa al chivo es que una mano en la cual confía ha trazado un círculo a su alrededor y le ha mostrado que no debe salir de ahí por su propia conveniencia.
Eso es lo que colma la paciencia y al mismo tiempo colma de sentido, lo que hace fascinante y aterrador a un personaje como el príncipe Myshkin de la novela El idiota de Fiodor Dostoievsky o a cualquier otra escena en que la inocencia —es decir, lo opuesto a la ingenuidad— se ofrece en toda su magnitud para arrebatarle a la crueldad su triunfo. El misterio y el terror solo encuentran un lugar si la tragedia colectiva no se explica pero sí hay certeza de que fue perpetrada por una mano humana idéntica a la tuya o la mía. Es aterrador también que eso sea sublime, es insoportable que la sublimidad y la plenitud de significado esté ahí, en lo impensable —porque es algo completamente irracional incendiar un territorio en lugar de ponerse de acuerdo entre vecinos—. Una de las más antiguas tradiciones del judaísmo, el Yom Kipur, es el acto de transferir las faltas de toda la comunidad por la mano de una persona asignada a la cabeza de un chivo y luego decidir si enviarlo a perderse al desierto —afuera del círculo social— o bien pasarlo a cuchillo —aun más allá— según sea la purificación colectiva necesaria. En el cristianismo las faltas de los seres humanos se transfieren a Jesús el Cristo, enviado cúlmine o mesías para sus creyentes, quien ofrece su sacrificio sólo mediante una transacción por la cual los implicados conseguirían salir del círculo de manera individual si aceptan que sólo con la desaparición de un único inocente privilegiado habrá resurrección para todos, es decir al no aceptar que el sufrimiento generalizado sí expía.
Se cuenta en algunos sitios de la región prusiana de lo que actualmente llamamos Europa que, cuando la brisa hace ondular los cultivos, en la lengua local “las cabras se andan persiguiendo”, “los chivos comen por ahí” o “el viento está pastoreando las cabras por entre los cultivos”. Entonces la esperanza es que la cosecha será benigna. En las áreas rurales del centro de Rusia se habla de ciertos espíritus de los campos llamados Lequias, que a veces se ven como chivos y otras veces como humanos, según la estatura de quien los divise en la noche —y también son de buen augurio para la agricultura tradicional. Con Brecht, quien es muy probable que tuviera estas fuentes a mano tanto como las variaciones históricas del misterio del chivo expiatorio, quisiera hacerme la pregunta contemporánea sobre los bordes del círculo de tiza: ¿qué pasa cuando la mano que traza el círculo, el objeto en disputa y el juez salomónico se han vuelto uno y el mismo, el sujeto actual uniformado e intercambiable que se contempla tantas veces metamorfoseado en una pantalla que se pierde por completo de vista y ya no sabe nada del sentido estático que las palabras sacrificio, inocencia y compromiso traen consigo?
La metamorfosis es un fenómeno literario tanto o más antiguo que la expiación y —sigue conmigo los cambios de mi argumento, te lo pido— acaso sea la única doctrina que hoy puede ofrecerse como alternativa al círculo de tiza. La metamorfosis acaso sea la única entidad perdurable desde el albor de lo humano hasta la propia muerte. Así la describe Octavia E. Butler en los versículos ficticios de su tríptico de novelas proféticas La parábola del sembrador, La parábola de los talentos y La parábola del trickster: «No creen imágenes de un dios/ Acepten las imágenes/ Que un dios les da/ Están por todas partes/ En todas las cosas/ Un dios es el cambio/ De la semilla al árbol/ Del árbol al bosque/ De la lluvia al río/ Del río al mar/ De las larvas a las abejas/ De las abejas al enjambre/ De uno, muchos/ De muchos, uno/ En constante unidad, crecimiento, disolución/ En constante cambio/ El universo/ Es el autorretrato de un dios».
Si aceptamos el dogma de la transición como certeza, ¿qué le podemos deber a un simple animal, a un chivo, a un chivito, a un goat, cuando ya no lo entronizamos en la sublimidad de la expiación, sino que lo llevamos al centro de un círculo de tiza que es ahora un escenario en medio de la pantalla, si lo traducimos a la lengua franca y lo escribimos GOAT, así en mayúsculas y transformamos de manera inteligente acaso —de manera sin duda artificial— a la criatura sufridora en un concepto, al servicio del movimiento constante y de la creación imparable de una masa por efecto de ese movimiento constante que llamamos la producción de riqueza y luego, en inglés, le agregamos varias dimensiones de sentido más al convertir ese concepto en sigla, en G.O.A.T. (Greatest of All Time, es decir lo/el/la mejor de todos los tiempos) para, desde ahí, dejar servido el momento sacrificial para que la metamorfosis literaria se consuma: de misterio a palabra, de palabra a concepto, de concepto a sigla, de sigla a marca registrada.
Ya completamente difuso el círculo de tiza esa entidad se escapa y finalmente vuelve. La etapa que viene no será más la de una purificación, sino una metamorfosis incluso de la mirada; de la mirada que no puede despegarse del marco —no ya un círculo— donde ha ocurrido esa transfiguración, donde eso ocurre a cada instante para quien observa la pantalla sin cesar. Por ejemplo en el juego repetido mil veces y de manera incansable, que nunca declina, de quien en el ámbito de la disciplina física actual llaman el GOAT del fútbol, Lionel Messi. Una persona sin historia porque casi no tiene conflicto, apenas una nacionalidad de origen, una camiseta de temporada y un apodo, el GOAT encarna una resolución novedosa de cualquier padecimiento: ya no se necesita —verbigracia— que la máxima figura hispanoparlante en Estados Unidos siquiera articule una frase contra el hecho de que a todo quien se le parece se le llama enemigo en laguerra interna del país donde vive. En vez de conseguir una convivencia entre vecinos con su intervención, nada más su presencia siempre atlética, infalible, exitosa, cada vez más abundante y progresivamente histórica en cuanto a cifras y logros de su oficio es ofrecida como lo poquito que debe ser suficiente para purificar el sufrimiento inevitable de miles de millones de seguidores por su mera lengua de fuego.
El GOAT entonces no es ya expiatorio. Al adorarlo sin distinguir que el círculo de tiza se ha metamorfoseado en el centro de una cancha de fútbol, sus seguidores se entregan sin protestar a una inmolación masiva. En este relato no queda árbitro ni juez, ni estrategia salomónica ni parábola del cambio posible. Pero es exactamente ante eso que la tradición china tanto como el judaísmo y la cristiandad y la literatura de ficción —es decir, el mundo cervantino—advierten con todo su rigor: ni un chivo ídolo ni todo un pueblo exterminado ofrecen suficiente sangre para justificar un simple acto de injusticia y para evitar que ese acto tenga consecuencias. Messi es un As, pero fuera de su equipo y de la contienda con un equipo rival el simple guión de su marca no lo transforma en un Messi-As, en el mesías, aun si día a día y a sangre fría y con osadía, qué porquería, le quitamos la S —la SS para quienes invertimos el alfabeto— de una palabra incomprensible como es soccer.

Carlos Labbé vive entre Machalí, Santiago, Brooklyn y Queens. Ha publicado diez novelas, entre ellas Pentagonal: incluidos tú y yo (primera novela en hipertexto latinoamericana, 2001), Libro de plumas (2004), Navidad y Matanza (2007), Locuela (2009), Piezas secretas contra el mundo (2014), La parvá (2015), Coreografías espirituales (2017), Viaje a Partagua (2021) y Riachuelo (2025), varias traducidas al inglés, turco y alemán. También es autor de las colecciones de cuentos Caracteres blancos (2010) y Cortas las pesadillas con alebrijes (2017), y del ensayo Por una pluralidad literaria chilena: el colectivo Juan Emar (2019).
Formó parte de las bandas de rock pop Ex Fiesta y Tornasólidos, del colectivo Sangría Editora, y tiene cinco discos solistas disponibles en todas las plataformas. Ha sido guionista de los largometrajes Malta con huevo (2007) y El nombre (2016). Trabaja como traductor y editor bilingüe.
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Posted: October 28, 2025 at 9:23 pm







