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Una feminista fuera de lugar
COLUMN/COLUMNA

Una feminista fuera de lugar

Gisela Kozak

Como feminista, activista por los derechos de la diversidad sexual y demócrata empeñada en promover las virtudes del pluralismo, me interesan los debates sobre el feminismo en los medios, la academia y hasta en las redes sociales. Tal interés me ha hecho captar algunas ideas que se repiten y que son objeto de reflexión en estas líneas.

¿Todo feminismo es de izquierda?

Aunque sectores de la izquierda autoritaria del Foro de Sao Paulo y de la academia norteamericana, afecta a políticas de identidad, se empeñan tercamente en confiscar el feminismo —discurso emancipador que da cuenta de las desigualdades en las que ha devenido la diferencia biológica entre los sexos—, la verdad es que éste parte de la idea de que todos nacemos —o debemos llegar a ser— libres e iguales, con lo cual se subraya su estirpe liberal. El feminismo cuestiona que la desigualdad extrema, la ausencia de la explotación y el sometimiento sean naturales; no es preciso ser postmarxista, postestructuralista o poscolonialista para compartir tal cuestionamiento. Los grandes logros del feminismo en mi país, Venezuela, fueron producto del trabajo en equipo de mujeres de distintas tendencias políticas que lucharon a brazo partido contra las tendencias conservadoras de sus propios partidos. Cómo negarle a una socialdemócrata o a una demócrata cristiana que es feminista simplemente porque no comparte la visión sobre la economía y la política de la izquierda enemiga del “capitalismo neoliberal”.

¿El feminismo “debe ser” antioccidental?

El feminismo teórico y político es un movimiento ilustrado de raíz filosófica y política que da fe de las potencialidades del individuo para tomar el control de su propia vida, pero sin duda los proyectos de las distintas mujeres en diferentes contextos no se agotan en la búsqueda de la propia realización personal sino tienen resonancias colectivas. Los intereses de una mujer como yo pueden diferir grandemente de los de otras con un norte y existencias diferentes, y, desde luego, es perfectamente legítimo que una feminista musulmana revise en la tradición intelectual de su religión aquellas orientaciones que le permitan reivindicar su condición genérica; lo mismo vale para las mujeres indígenas que subrayan su pertenencia comunitaria. Tal como indica Amartya Sen en El valor de la democracia, las prácticas de participación, tolerancia y pluralismo no son privativas de “Occidente”, así que el feminismo puede abrevar en otras fuentes distintas. Existen pues feministas socialdemócratas, demócrata-cristianas, liberales, marxistas, postestructuralistas, poscoloniales, indígenas, islámicas, cristianas, y está bien que así sea. Lo que me sigue dejando perpleja es una denominación con una carga tan peyorativa como la de “feminismo blanco”. Aunque no es una categoría racial sino histórica y epistémica apela tramposamente a la raza y, por sobre todo, apela en sus versiones más pedestres a la culpabilización cultural, social y política de una tradición feminista inscrita en el logro del sufragio y del derecho a la educación y al trabajo remunerado. Occidente no es solo racismo, patriarcado, colonialismo y explotación, sino también democracia, emancipación, ciencia, ilustración y feminismo. Luego de la experiencia socialista venezolana, que convirtió a mi país en una comarca ex-moderna, creo preciso diferenciar, por una parte, la crítica de la modernidad de la destrucción de la modernidad y, por otra, la crítica a occidente con la destrucción de su legado emancipador que también nos pertenece.

¿Hay que borrar el pasado?

Considero a Lolita, de Vladimir Nabokov, una de las más grandes novelas del siglo XX, precisamente porque es capaz de mostrar con un lenguaje pleno de resonancias culturales y eróticas el horror de un hombre que no se detiene ante nada por su deseo. Puede que la niña Lolita juegue con su padrastro un juego peligroso pero es simplemente la víctima de hombres mucho más fuertes que ella, quienes la someten a sus designios. A diferencias de las mujeres adultas del movimiento #METOO, Lolita es una pre-adolescente cuya madre muere asesinada por su padrastro para quedarse con ella. Las #METOO pudieron decir NO en muchos casos, Lolita fue sometida por su corta edad.

El feminismo puritano que pretende borrar el pasado se equivoca de plano. No es dejando de leer libros como este —o de ver las películas de directores como Woody Allen y Roman Polanski—, la vía por la cual lograremos una sociedad más igualitaria y respetuosa. Semejante concepción del arte y de la vida es monjil e ingenua pues pretende que cada creador sea una impoluta criatura; tal vez por no serlo es que son capaces de lograr lo que logran, lo cual no justifica sus acciones pero tampoco invalida su trabajo. Si un hombre merece la cárcel por violador y abusador, adelante, pero prohibir su obra es un simple acto de censura, sobre todo si es reconocida. La poeta Anne Sexton queda muy mal parada en las memorias de su hija; no debe ser nada fácil convivir con una madre alcoholizada que se masturba frente a sus niños. ¿Dejamos de leerla?

Semejante concepción del arte desconoce que una novela, una película o una escultura no son simplemente “obra de su autor” pues, al trabajar con lenguajes estéticos previos, quien crea apela a la reelaboración de imágenes, ideas y recursos que no son exclusivamente suyos. La lectura que hace Nabokov de la historia de la novela y del tópico del amor no constituye la revelación de su maldad personal ni un alegato a favor de la pedofilia; permite lecturas diversas e incluso conflictivas entre sí. También hay otra opción para zanjar el asunto, y me excuso por la exageración paródica: colocar Lolita e incontables obras de arte en una enorme exposición titulada Arte Degenerado, tal como hicieron los nazis con un éxito descomunal. También puede erigirse un comisariato cultural, al estilo de la tiranía de Jozef Stalin en la Unión Soviética, o perseguir a artistas, escritores y profesores, como en la China de Mao Zedong, en la que se les acusaba de “esclavos de Occidente”. Soy feminista porque quiero ser libre, no para poner cortapisas a la libertad de los demás. Si no me gusta un autor lo crítico, o no lo leo, en lugar de aplaudir la censura.

¿Soy víctima, luego existo?

La victimización está a la orden del día. Un fantasma recorre el mundo de las democracias, la queja; un objetivo unifica a los quejosos: protéjanme. Universidades estadounidenses están obligadas a asegurar a sus estudiantes espacios donde la suciedad del mundo no entre en forma de libros, imágenes e ideas dañinas. El acoso sexual es un virus que todo lo contamina: ¿habrá que evitar todo contacto en soledad entre hombres y mujeres, como en la época de los abuelos, salvo que ella explícita y públicamente acepte tal contacto?

La izquierda y el feminismo hermanados en el mundo académico no estimulan la aparición de egregios luchadores y luchadoras dispuestos a todo, ahora crean débiles criaturas a las que hay que tratar como a un bebé con dolor de barriguita. Mientras, un machismo rugiente se alza en el mundo entero con el aplauso de unas cuantas mujeres. Trump, Bolsonaro y Putin no se han ahorrado amenazas respecto a la población LGBTI (llegué hasta estas siglas) ni impertinencias respecto a las féminas. Nicolás Maduro manda a parir a las jóvenes cual Stalin antes de la Gran Guerra Patria y cuando quiere insultar a un adversario lo “mariconea”, como decimos en Venezuela. Así mismo, el fundamentalismo islámico tiene clarísimo el rol de la mujer y el destino de los no heterosexuales. ¿Con semejante adversario se combate con victimismo y queja? Mal estamos, viene una gran derrota para los valores liberales (reitero, liberales), que han prohijado la equidad de género y la libertad sexual, si entre las nuevas generaciones profesionales el mayor acto de beligerancia es acusar sin pruebas a un profesor o jefe de acoso sexual para arruinarle la carrera, en lugar de enfrentar la extrema dureza del mundo con la fe en el futuro que solo se tiene a los veinte años. El enemigo es fuerte y beligerante, sin duda alguna; del lado del feminismo y del activismo LGBTI no podemos ser débiles y medrosos.

¿Sexo y género o género sin sexo?

En un encuentro de filosofía en la Ciudad de México, al que asistí hace unos meses, una joven estudiante de maestría afirmó que el género tendría que desaparecer por completo: ¿cómo se logra esto, a través del Estado prohibiendo que hombres y mujeres se vistan diferente, mantengan sus roles reproductivos o se comporten de determinadas maneras? Lo vital es luchar por la libertad y la justicia, en lugar de pretender borrar de un plumazo la biología, la cultura y la historia. Cuando Gayle Rubin, en los años setenta del siglo pasado, propuso que el género obedecía a la cultura y no a la biología, abrió un espacio de comprensión para aquellas que no se acoplan exclusivamente con su destino maternal, es decir, para la mujer de ciencia, la artista, la política, la líder, la lesbiana, la luchadora comunitaria, la trabajadora en general. Ahora bien, ¿el género no tiene nada que ver con el sexo? ¿Se trata puramente de una construcción cultural?

Para la feminista italiana Rossi Braidotti en “Sujetos nómades. Corporización y diferencia sexual en la teoría feminista contemporánea”, el solo hecho de nacer varón o hembra constituye una marca psíquica imborrable, ligada a un cuerpo constituido por la superposición de lo biológico, lo simbólico y lo sociológico. Por otra parte, ninguna sociedad ha desvinculado hasta ahora el género del sexo. Incluso los transgéneros femeninos o masculinos apelan a la ciencia (hormonas, cirugía) para ser percibidos desde la identidad de género asumida. El hecho de que los y las transgéneros se definen como hombres y mujeres, no simplemente como “trans” —en mi opinión un identidad mucho más libre y creativa en su caso que asumirse mujer u hombre a todo evento— es una confirmación de la extraordinaria importancia para la especie humana de la identidad de género en términos binarios hombre-mujer. No tiene sentido el desprecio olímpico por la biología, la medicina, la psiquiatría y la psicología por considerarlas como productos inequívocamente patriarcales; tampoco por la historia y la cultura. Lo que es inaceptable es impedir que una mujer haga o deje de hacer por el hecho de su sexo. Además, no parece haber mayor interés en borrar toda diferenciación genérica ni siquiera en las igualitarias sociedades escandinavas, y, según parece y sin especular en estas líneas sobre el porqué, no se trata solamente de la persistencia del patriarcado, el capitalismo y la heteronormatividad. La libertad no es simplemente ignorar los límites, es saber qué hacer con ellos. Las identidades de género radicalmente rupturales lo que indican es que los seres humanos somos capaces de jugar con nuestro límites, pero no por ello hay que llegar al extremo irracional de olvidarlos. Judith Butler no debe significar para los estudios de género lo que la Biblia para los cristianos.

¿Corrección política o nuevo puritanismo?

Con el perdón de mis colegas de las ciencias sociales que se burlan secretamente de la gente de letras (a veces ni tan secretamente), si algo permite el estudiar literatura de muy distintas épocas y períodos es darse cuenta de que el poder (Foucault mediante) cuestiona la pretendida supremacía moral de los oprimidos. Cuando veo el ánimo inquisitorial detrás de las exigencias de convertir todo conflicto en una querella judicial (acoso sexual, discriminaciones varias, censura), reconozco la cara fea del mismo poder que llevó a las sufragistas a la cárcel por opinar distinto o, en una dimensión mucho menor y hasta chistosa, botó del colegio a una adolescente de 13 años llamada Gisela Kozak por atea y por favorecer (teóricamente para colmo) el amor libre. Cuando oigo a gente joven clamar por la penalización (cárcel incluso) para quien opine en contra de la población LGBT, recuerdo a esa fauna grosera que aplaudía en Caracas que las “trans” femeninas fuesen las víctimas preferidas de la policía. El problema no es cuestionar la discriminación —es imprescindible hacerlo— sino convertir la opinión en delito. Nuestra lucha es sobre todo cultural y en el terreno de los valores; mal podemos feministas, activistas por los DDHH, promotores de la democracia, activistas LGBTI, socialdemócratas, demócrata-cristianos y liberales, igualarnos con el comisariato ideológico de esos hermanos enemigos que son la izquierda y la derecha iliberales.

Recordemos: la lucha es entre democracia y autoritarismo, no entre izquierda y derecha.

Epílogo

Algo me dice que para le izquierde ya no soy feministe.

Pero para le dereche sí lo soy.

Estoy, como siempre, fuera de lugar.

 

 

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006);  Venezuela, el país que siempre nace(Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales(Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

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Posted: November 12, 2018 at 9:50 pm

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