Fiction
El libro de los americanos sin nombre

El libro de los americanos sin nombre

Cristina Henríquez

[Tres relatos]

Traducción de Manuel Manzano

Seamos todos de alguna parte.
Digámonos todo lo que podamos.
Bob Hicok, A Primer
A mi padre, Pantaleón Henríquez III

Alma

Todo lo que queríamos en aquella época eran cosas sencillas: buena comida, dormir por las noches, sonreír, reír de vez en cuando, estar bien. Creíamos que, como todos, teníamos derecho a ello. Por supuesto, cuando lo pienso ahora veo que era una ingenua. La marea de esperanzas y la promesa de oportunidades me cegaban. Supuse entonces que ya había ocurrido todo lo que podría salir mal en nuestras vidas.

Llegamos treinta horas después de cruzar la frontera, los tres en el asiento trasero de una camioneta pick-up de color rojo que olía a humo de tabaco y a gasolina.

—Despierta —dije empujando a Maribel cuando el chofer se metió en un estacionamiento.

—¡Hummm!

—Ya hemos llegado, hija —le susurré.

—¿Adónde? —preguntó Maribel.

—A Delaware.

Me miró parpadeando en la oscuridad. Arturo estaba sentado en el otro extremo.

—¿Está bien? —preguntó.

—No te preocupes —respondí—. Está perfectamente.

Se había puesto el sol y la oscuridad sangraba desde los confines del cielo. Unos minutos antes estábamos en una carretera muy transitada manejando a través de los cruces, dejando atrás centros comerciales y restaurantes de comida rápida, pero a medida que nos acercábamos al edificio de departamentos todo aquello se iba esfumando. Lo último que vi antes de embocar el largo camino de grava que conducía a la zona de estacionamiento fue un taller de chapa y pintura abandonado. Apoyado en el piso contra la fachada de estuco gris estaba el cartel pintado a mano.

El chofer estacionó la camioneta y encendió otro cigarrillo. Había fumado durante todo el viaje. Eso le daba algo que hacer con la boca, supongo, porque cuando nos recogió en Laredo dejó claro que no le interesaba platicar.

Arturo salió primero, se enderezó el sombrero de cowboy e inspeccionó el edificio. Dos plantas construidas con bloques de hormigón, una galería al aire libre que recorría la segunda con escaleras metálicas en cada punta, trozos de espuma de polietileno roto en la hierba, una valla de alambre a lo largo del perímetro y grietas en el asfalto. Esperaba algo más bonito. Algo con ventanas blancas y ladrillos rojos, con arbustos bien cuidados y macetas de flores en las ventanas. Como las casas americanas que salían en las películas.

Pero aquélla era la única opción que nos daba el nuevo trabajo de Arturo y me dije que teníamos suerte.

Descargamos nuestros bártulos en silencio rodeados por aquella atmósfera tenue y poco familiar: bolsas de basura llenas de ropa, sábanas y toallas; cajas de cartón repletas de platos envueltos en papel de periódico; una neverita atiborrada de pastillas de jabón, botellas de agua, aceite de cocina y champú. Por el camino vimos un televisor en la banqueta. El chofer frenó de repente y dio marcha atrás.

—¿Lo quieren? —preguntó.

Arturo y yo nos miramos perplejos.

—¿El televisor? —preguntó Arturo.

—Si lo quieren, tómenlo —dijo el chofer.

—¿Pero eso no es robar? —preguntó Arturo.

El chofer resopló.

—En los Estados Unidos la gente lo bota todo. También cosas que

están en perfecto estado.

Más tarde, cuando se detuvo de nuevo y señaló una mesa de cocina desechada, y luego otra vez con un colchón apoyado como un tobogán contra un buzón, supimos lo que debíamos hacer y lo cargamos todo en la camioneta.

Después de encontrar la llave que el propietario había pegado con cinta adhesiva en el umbral de la puerta y de subir nuestros enseres al departamento por la escalera de metal oxidado, Arturo bajó a pagar al chofer. Le dio la mitad del dinero que teníamos. Así, sin más. El chofer se metió los billetes en el bolsillo y echó la ceniza del cigarrillo por la ventanilla.

—Buena suerte —lo oí decir antes de arrancar.

En el departamento, Arturo pulsó el interruptor de la pared y una bombilla se encendió en el techo. El linóleo del piso estaba sucio y gastado. Las paredes estaban pintadas de amarillo mostaza. Había dos ventanas (una grande en la parte delantera y una más pequeña en la posterior, el único dormitorio), ambas cubiertas de plástico sujeto con cinta adhesiva. Los marcos de madera estaban combados y astillados. Al final del pasillo había un cuarto de baño con una bañerita azul de bebé, un retrete herrumbroso y una ducha sin mampara ni cortina. A primera vista, la cocina era lo mejor (al menos era grande), aunque los fogones estaban envueltos en papel de aluminio y habían grapado trozos de sábana para sustituir las puertas de los armarios.

En la esquina había un viejo refrigerador con las puertas abiertas de par en par. Arturo se acercó y metió la cabeza dentro.

—¿Esto es lo que huele así? —preguntó—. ¡Huácala! Todo el lugar apestaba a moho y quizá a pescado.

—La limpiaré por la mañana —dije cuando Arturo cerró por fin las puertas.

Miré a Maribel, que estaba a mi lado. Inexpresiva, como de costumbre, se apretaba la libreta contra el pecho. ¿Qué le parecía todo aquello?, me preguntaba. ¿Entendía dónde estábamos? No teníamos fuerzas para desempaquetar o lavarnos los dientes, ni siquiera para cambiarnos de ropa, así que después de mirar un poco a nuestro alrededor dejamos el colchón recién adquirido en el piso del cuarto, nos tumbamos y cerramos los ojos.

Durante casi una hora, tal vez más, escuché el suave coro de Maribel y Arturo. Respiraciones largas y regulares. Dentro y fuera. Dentro y fuera. La marea de oportunidades. El tira y afloja de las dudas. ¿Venir acá era lo acertado? Por supuesto, sabía la respuesta. Habíamos hecho lo que debíamos hacer. Lo que nos dijeron los médicos. Apoyé las manos en el vientre y respiré. Relajé los músculos de la cara, destensé la mandíbula. Pero estábamos tan lejos de lo que conocíamos… Todo acá (el aire agrio, los ruidos apagados, la oscuridad profunda) era diferente. Nos habíamos despojado de nuestra antigua vida, la habíamos dejado atrás y nos precipitábamos a una nueva con unas pocas posesiones, el cariño que nos teníamos y, sí, esperanza. ¿Sería suficiente? Irá bien, pensé. Irá bien. Lo repetí como una oración hasta que finalmente también me quedé dormida.

Por la mañana nos despertamos aturdidos y desorientados, nos contemplamos entre aquellas cuatro paredes y luego recordamos. Delaware. A tres mil kilómetros de nuestra casa en Pátzcuaro. Más de tres mil kilómetros y un mundo de distancia. Maribel se frotó los ojos.

—¿Tienes hambre? —le pregunté. Asintió con la cabeza.

—Voy a hacer el desayuno —le dije.

—No tenemos nada para comer —masculló Arturo sentado en el colchón con los codos sobre las rodillas y cara de sueño.

—Podemos comprar algo —señalé.

—¿Dónde? —preguntó.

—Donde vendan comida.

Pero no teníamos ni idea de adónde ir. Salimos del departamento al sol brillante y al aire húmedo de la madrugada (Arturo con su sombrero, Maribel con las gafas de sol que el médico le había recomendado para aliviar sus dolores de cabeza) y caminamos por el sendero de grava que conducía a la calle principal. Al llegar a la esquina, Arturo se detuvo y se acarició el bigote mientras miraba en ambas direcciones.

—¿Qué te parece? —preguntó. Me asomé a la calle mientras un carro aceleraba emitiendo un suave ronroneo.

—Probemos por ahí —dije señalando a la izquierda sin ninguna razón precisa.

Nuestro inglés era mínimo, insignificante, apenas unas pocas palabras y frases aprendidas de los turistas que viajaban a Pátzcuaro u oídas en las tiendas donde los atendían. Ni siquiera podíamos leer los letreros que había sobre los escaparates a medida que avanzábamos, así que mirábamos dentro de cada tienda para ver qué había. A lo largo de veinte minutos sólo hubo cristaleras, una tras otra. Una tienda de artículos de belleza con bastidores de pelucas en el escaparate, una de alfombras, una de electrónica, una agencia de cambio de divisas, una lavandería… Y entonces, por fin, en la esquina de un cruce muy concurrido, llegamos a una gasolinera y supimos que aquél era el lugar.

Pasamos junto a los surtidores en dirección a la puerta principal. Fuera, un adolescente encorvado contra la pared sostenía un monopatín por la punta. Nos observó cuando nos acercamos. Llevaba una camiseta negra holgada y jeans con los dobladillos deshilachados. Tenía el cabello castaño oscuro, mal cortado y con el flequillo peinado hacia delante. Un tatuaje azul asomaba por debajo de la camiseta y le serpenteaba por el cuello. Le di un codazo a Arturo.

—¿Qué? —preguntó. Señalé con la cabeza al chico. Arturo lo miró.

—No pasa nada —contestó, pero me empujó un poco al pasar junto a él: nos metía prisa a Maribel y a mí para que entráramos en la gasolinera.

Dentro revisamos las estanterías metálicas en busca de cualquier cosa reconocible. Al cabo de un rato, Arturo dijo que había encontrado una salsa, pero cuando agarré el frasco y miré a través del fondo de vidrio me reí.

—¿Qué? —preguntó.

—Esto no es salsa.

—Pone «salsa» —insistió señalando la palabra en la etiqueta de papel.

—Pero mira —le dije—, ¿te parece salsa?

—Es salsa americana.

Levanté el frasco de nuevo y lo agité un poco.

—Quizá esté buena —dijo Arturo.

—¿Creen que nosotros comemos esto? —le pregunté. Lo agarró y lo puso en la cesta.

—Por supuesto que no. Ya te lo he dicho. Es salsa americana.

Cuando acabamos la compra teníamos salsa americana, huevos, un paquete de arroz instantáneo, una barra de pan cortada en rebanadas, dos latas de frijoles, un cartón de jugo y unas salchichas que quiso comprar Maribel.

Arturo lo dejó todo en el mostrador de la caja y desdobló el dinero que llevaba en el bolsillo. Sin decir una palabra entregó a la cajera un billete de veinte dólares. La cajera lo metió en el cajón de la registradora y nos mostró la mano abierta. Arturo levantó del piso la cesta de plástico azul y la volteó para mostrarle que estaba vacía. La cajera dijo algo y dobló la mano tendida, así que Arturo le dio la canasta, pero ella se limitó a dejarla detrás del mostrador.

—¿Qué pasa? —le pregunté a Arturo.

—No lo sé —respondió—. Ya le he dado el dinero, ¿no? ¿Tenemos

que hacer algo más?

Se había formado una cola detrás de nosotros y algunos estiraban el cuello para ver qué pasaba.

—¿Hay que darle más? —le pregunté.

—¿Más? Le he dado veinte dólares. Sólo llevamos un par de cosas.

Alguien gritó con impaciencia desde la cola. Arturo se volvió a mirar, pero no dijo nada. ¿Qué aspecto debíamos de tener para la gente de aquí, hablando español, con la misma ropa arrugada que llevábamos desde hace días?

—¿Mami? —dijo Maribel.

—No pasa nada —le dije—. Sólo tratamos de pagar.

—Tengo hambre.

—Enseguida comerás.

—¿Dónde?

—Acá.

—Pero en México tenemos comida.

La mujer que había detrás de mí, con las gafas de sol alzadas sobre su pelo rubio, me tocó el hombro y me preguntó algo. Asentí con la cabeza y sonrió.

—Dale más dinero —le dije a Arturo.

Alguien gritó de nuevo en la cola.

—¿Mami? —dijo Maribel.

—Me la llevo afuera —le dije a Arturo—. Acá hay demasiado barullo para ella.

Cuando Maribel y yo salimos sonó una campanilla y, antes incluso de que la puerta se cerrara detrás de nosotras, vi al chico otra vez, todavía encorvado contra la pared sosteniendo el monopatín en posición vertical. Al vernos se movió un poco y advertí cómo observaba a Maribel de arriba abajo, fríamente, con aprobación y los ojos entornados.

Yo estaba acostumbrada a que la gente se fijara en ella. Pasaba a menudo en Pátzcuaro. Maribel tenía el tipo de belleza que idiotiza a las personas. Los hombres se deshacían en sonrisas cuando pasaba ella. Los chicos de la escuela venían a casa y se empujaban con torpeza cuando abría la puerta y me preguntaban si estaba en casa. Por supuesto, eso era antes del accidente. Ella parecía la desiempre, pero la gente sabía (en nuestra ciudad casi todo el mundo lo sabía) que Maribel había cambiado. O ya no era digna de su atención.

O ahora mirarla estaba mal porque había algo de perverso en ello y apartaban los ojos. Pero aquel chico la miró. Y lo hizo porque no lo sabía. Y la forma en que la observaba me incomodó.

Apreté a Maribel contra mí y retrocedimos un poco.

El chico dio un paso hacia nosotras.

Retrocedí de nuevo sosteniendo a Maribel por el codo. ¿Dónde estaba Arturo? ¿Aún no había acabado?

El chico se puso el monopatín bajo el brazo y empezó a aproximarse cuando de pronto (¡gracias a Dios!) se abrió la puerta de la gasolinera. Arturo salió meneando la cabeza con una bolsa de plástico en la mano.

—¡Arturo!

—¡Veintidós dólares! —exclamó al verme—. ¿Puedes creértelo? ¿Se han aprovechado de nosotros?

Pero me daba igual la cantidad que habíamos gastado. Levanté la barbilla lo suficiente para que Arturo se diera cuenta de que pasaba algo y miró hacia atrás. El chico todavía estaba allí, ahora nos contemplaba a los tres. Arturo dio media vuelta despacio.

—¿Están listas? —nos preguntó a Maribel y a mí medio gritando, como si hablar tan alto pudiese asustar al chico.

Asentí con la cabeza. Arturo se acercó pasándose la bolsa a la muñeca mientras agarraba a Maribel del brazo y a mí me sujetaba por la cintura.

— Sólo camina —me susurró—. No pasa nada.

Fuimos apresuradamente hacia la carretera y desandamos el camino en dirección a casa.

Mayor

Habíamos oído que eran de México.

—Está claro —dijo mamá examinándolos a través de la ventana cuando pasaban por delante—. Mira lo bajitos que son.

Corrió la cortina y se dirigió a la cocina secándose las manos en el paño que llevaba colgado del hombro.

Miré, pero sólo vi a tres personas que se movían en la oscuridad levando cosas de una camioneta al departamento 2D. Pasaron por delante de los faros un par de veces y atisbé las caras, mas sólo el tiempo suficiente para ver a una madre, un padre y una muchacha de mi edad.

—¿Y entonces? —preguntó papá cuando me senté a cenar con ellos.

—No he podido ver gran cosa —le dije.

—¿Tienen carro?

Negué con la cabeza.

—Creo que los han traído en una camioneta.

—¿Tienen muchas cosas? —papá cortó un trozo de pollo y se lo

metió en la boca.

—No lo parece.

—Bien —dijo papá—, entonces quizá sean como nosotros.

Quisqueya Solís nos dijo que se apellidaban Rivera.

—Y son legales —informó a mamá una tarde mientras tomaban café—. Todos tienen visa.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó mamá.

—Porque me lo dijo Nelia. Y a ella se lo contó Fito. Creo que los han contratado en la granja de champiñones.

—Claro —dijo mamá.

Yo las espiaba desde el salón, aunque debía estar haciendo las tareas de geometría.

—En fin —continuó mamá aclarándose la garganta—, está bien tener otra familia en el edificio. Será una buena compañía.

Quisqueya me echó un vistazo antes de volverse hacia mamá llevándose el tazón de café a los labios.

—A menos que… —insinuó después.

—¿Que qué? —preguntó mamá inclinándose hacia delante.

—La chica… —continuó Quisqueya ojeándome de nuevo.

Mamá miró por encima del hombro de Quisqueya.

—Mayor, ¿estás escuchándonos?

—¿Quién? ¿Yo? —dije fingiendo sorpresa.

Pero mamá me conocía demasiado bien. Miró a Quisqueya y meneó la cabeza dándole a entender que fuera discreta si no quería que yo lo oyera.

—Bueno, entonces no hace falta que hablemos de ello —dijo Quisqueya—. Ya lo verás por ti misma, estoy segura.

Mamá entornó los ojos, pero en lugar de insistir se retrepó en la silla y añadió en voz alta:

—Pues nada, ¿más café?

Oíamos muchas hablillas, pero ¿quién sabe cuánto tenían de cierto? Los rumores acerca de los Rivera no tardaron en resultar disparatados. Ya habían intentado entrar una vez en los Estados Unidos, pero fueron devueltos. Sólo estarían acá unas semanas. Trabajaban en secreto para el Departamento de Seguridad Nacional. Eran amigos personales del gobernador. Tenían un piso franco para ilegales. Pertenecían a una banda de narcos mexicanos. Estaban forrados de dinero. Eran muy pobres. Viajaban con un circo.

Al cabo de poco tiempo dejé de prestar atención. La escuela había comenzado dos semanas antes y, aunque había decidido que sería el año en que los demás niños dejarían de meterse conmigo, el curso en que por primera vez me integraría, las cosas no iban exactamente como había previsto. Un día, durante la primera semana de clases, estaba en el vestuario poniéndome los pantalones de gimnasia cuando Julius Olsen se colocó las manos en los sobacos y empezó a aletear como un pájaro. «¡Buuaak!», exclamaba mirándome. No le hice caso y me ajusté el cordón de los pantalones cortos. En realidad eran de Enrique, mi hermano mayor, pero me los ponía porque pensaba que tal vez me harían más interesante de lo que era, como si la popularidad de Enrique hubiese quedado atrapada en la tela y ésta pudiera transmitirme un cachito.

El año anterior, cuando yo entré en la escuela, Enrique estaba en el último curso y todo el mundo lo adoraba. Estrella del fútbol. Novias a docenas. Rey en la fiesta de antiguos alumnos. Tan opuesto a mí que cuando traté de ganar puntos frente a Shandie Lewis, por la que habría dado lo que fuera con tal de salir con ella, le dije que era el hermano de Enrique Toro y me contestó que mentir sobre eso era de bobos.

—¡Buuaaaak! —gritó Julius estirando el cuello hacia mí.

Yo hice una bola con mis jeans y los embutí en el casillero. Garrett Miller (cuyo gran proyecto durante el curso anterior había sido, básicamente, fastidiarme) me señaló, se rio y dijo:

—Patas de pollo de mierda.

Me arrojó una bota contra el pecho. Julius resopló.

Respiré hondo y cerré mi casillero. Estaba acostumbrado a esos insultos. El año pasado, cuando se enteraba de algo, Enrique me aconsejaba que me defendiera.

—Sé que no quieres pelear —me dijo una vez—, pero al menos ten los huevos de mandarlos al carajo.

Y lo hacía, aunque sólo en mi cabeza. Yo era Jason Bourne o Jack Bauer o James Bond o los tres juntos. Fuera de mi cabeza hacía oídos sordos y me iba.

—¿Cómo se dice chicken en español? —preguntó Garrett.

—Pollo —contestó alguien.

—Major Pollo —dijo Garrett.

Los chicos de mi escuela adoraban pronunciar mi nombre en inglés y luego agregar improperios. Major Pan (apócope de «panameño»), Major Pan in the Ass, Major Cocksucker.

Julius empezó a carcajearse y volvió a graznar. Algunos chicos del vestuario se rieron.

Empecé a caminar (sólo quería salir de allí), pero topé con la bota de Garrett, que estaba en el piso delante de mí.

—¡No toques mi zapato, Pollo! —exclamó Garrett.

—Échalo para acá de una patada —me dijo Julius.

—¡Vete al cuerno! —soltó Garrett con un grito—. No le digas que toque mi zapato.

—No te preocupes —dijo Julius—. Ése no puede patear nada. ¿No lo has visto por ahí tratando de jugar al fútbol después de la escuela? Sólo hace cagadas.

—Mayor Cagadas —dijo Garrett, y se plantó delante de mí para acabar con cualquier esperanza de escapatoria.

Garrett era delgado, pero alto. Llevaba un abrigo verde militar todos los días, sin importar el tiempo que hiciera, y un águila tatuada en el cuello. El año pasado estuvo varios meses en un reformatorio de Ferris porque golpeó a Ángelo Puente tan fuerte que le dejó dos brazos rotos y una buena hemorragia en la nariz. De ninguna manera iba a reñir con él.

Cuando sonó la campana y los demás estudiantes salieron al gimnasio, Garrett no se movió. El vestuario estaba en el sótano de la escuela y en ese momento reinaba tal calma que se oía el agua bajando por las tuberías. No había manera de escapar. Garrett dio un paso adelante. Yo no sabía lo que iba a hacer. Y entonces el señor Samuels, el profesor de gimnasia, asomó la cabeza por la puerta.

—Chicos, deberíais estar ya en el gimnasio —dijo.

Garrett no se movió. Yo tampoco.

—¡Ahora mismo! —ladró.

Así que eso era una cosa. La otra, como había señalado Julius, era el fútbol. Me apunté en el equipo sólo porque papá me obligó. Lo lógico para él era esto: yo era un varón latino (y no inválido), por lo tanto tenía que jugar al fútbol. El fútbol era para los latinos, el baloncesto para los negros y los blancos podían quedarse con su tenis y su golf sin que él pusiera objeciones. Había aplicado el mismo criterio a mi hermano, pero en el caso de Enrique había funcionado de verdad. Enrique fue el primer jugador de nuestra escuela que entró directamente en el equipo universitario durante el primer año y la beca de fútbol que recibió para ir a Maryland fue, en cierto modo, una victoria de papá.

—¿Ves? —exclamó entonces agitando la carta de confirmación que había llegado por correo—. ¡Estaba escrito! ¡El próximo Pelé! ¡Y éste —añadió señalándome—, el próximo Maradona!

Puede que Enrique fuera el próximo Pelé, pero yo ni siquiera habitaba en la misma galaxia que Maradona. Tras dos semanas de entrenamiento tenía las espinillas magulladas, una rodilla llena de costras y un codo malherido. El entrenador me apartó una vez para preguntarme si llevaba los tacos del tamaño adecuado. Le dije que eran del siete, los que me tocaban; entonces me dio unas palmaditas en el hombro y dijo:

—Bueno, entonces igual deberías salir un rato —y me indicó la banda con la mano.

Un grupo de chicas venía últimamente a ver los entrenamientos. Se sentaban en las gradas vacías, nos señalaban o cuchicheaban mientras mandaban mensajes de texto. Corrió la voz de que eran nuevas estudiantes de primero, pero no se parecían a ninguna de las novatas que yo conocía. Llevaban exiguas camisetas de tirantes y, debajo, sujetadores negros de encaje. Estaba claro que nuestro equipo había empezado a jugar mucho mejor desde que aparecieron en los entrenamientos. Todos corrían más rápido y chutaban con más fuerza que antes. Me sentía como un perdedor desterrado a la banda todo el rato. Siempre que las chicas se echaban a reír, estaba seguro de que se burlaban de mí. Un día le pregunté al entrenador si me dejaba volver al campo, aunque sólo fuera durante unos cuantos ejercicios. Me miró con un gesto ambiguo y le mentí:

—He estado practicando en casa con mi papá. Cree que estoy mejorando —el entrenador movió la mandíbula de lado a lado como si se lo estuviera pensando—. Por favor —le dije, y por fin cedió.

—Está bien. Vamos a ver qué haces.

Se formó un círculo y cada jugador debía avanzar driblando hacia el centro para luego pasarle la pelota a un compañero que repetía la operación. Cuando me tocaba a mí y regresaba a mi lugar, miraba a las chicas de las gradas, que ahora nos observaban sin risas. Puede que tuviera demasiada confianza en mí mismo o que hubiese un agujero en la hierba: lo cierto es que la siguiente vez en que corrí hacia el centro me torcí el tobillo. Ethan Weisberg venía hacia mí

para que le pasara la pelota. Yo estaba tan ansioso por repetir el regate que cuando me cambié el balón de pie lo pisé con los tacos y me tambaleé. El balón siguió girando y yo tropecé de nuevo justo cuando Ethan, impaciente y frustrado, se acercaba y metía el pie para arrebatarme el balón. Lo hizo y me desequilibré. Su pierna quedó atrapada bajo la mía. En un instante lo había derribado y yacíamos uno encima del otro en el centro del campo.

—¿Qué carajo haces, Mayor? —gritó Ethan.

Me dolía la cadera. El entrenador tocó el silbato y corrió a desenredarnos. Las chicas estallaron en risas.

Rafael Toro

Nací en 1967 en un pueblo llamado Los Santos, en un pequeño país cuyo nombre es Panamá. Era hijo único. Cuando cumplí cinco años, papá nos trasladó a la Ciudad de Panamá porque tenía ambiciones políticas. Leía el periódico todos los días para mantenerse informado. Por las mañanas escuchaba un pequeño transistor mientras se duchaba. Caminaba por la casa en calcetines y soltaba discursos sobre cualquier tema: los platos apilados en el fregadero, Gerald Ford o el vendedor de raspados* que había visto en la calle.

Además tenía mal genio. Rompía las tazas de té y una vez lanzó un jarrón contra la pantalla del televisor y la destrozó. Bueno, también rompió el jarrón, pero yo tenía diez años y sólo me preocupaba la televisión. Recuerdo que una vez se puso tan furioso que agarró un jamón que mamá había preparado para la cena y lo arrojó al patio delantero. Mamá salió corriendo para recuperarlo y cuando lo metió dentro se echó a llorar mientras le quitaba las piedritas y la tierra que se habían pegado a la piel chamuscada.

Aquella noche mis primos estaban en casa y recuerdo que se rieron de ella. Yo creía que así era como se comportaba un hombre y cuando me enfadaba, incluso de pequeño, tiraba las cosas o le daba patadas a la pared. Tenía un carácter horrible. Tras la muerte de mi padre, cuando cumplí trece años, incluso empeoré, pero entonces había un verdadero motivo para estar furioso: lo echaba de menos. Mamá debía de sentir lo mismo porque en los años siguientes enfermó a menudo. Fue a muchos médicos, pero nunca descubrieron qué le pasaba. Estaba deprimida y cansada. Algunos días no se levantaba de la cama. Pienso que no podía vivir sin papá.

Una mañana fui a despertarla y no se movió. Su brazo estaba frío cuando lo sacudí. Después de aquello tuve durante mucho tiempo la sensación de que todo me daba lo mismo. El banco se quedó con la casa y pasaba meses en departamentos de amigos, durmiendo en el sofá o, con más frecuencia, en el piso. Dejé de ir a la escuela. Empecé a beber durante el día. Me peleaba en los bares o en la calle. Lavaba autos para ir tirando.

Celia, mi esposa, me salvó la vida. ¿Quién sabe qué habría sido de mí si no la llego a conocer? Estaba jugando al béisbol con unos amigos en una playa del casco viejo. Ahora está muy sucia, pero entonces la gente iba allí a nadar y a tomar el sol en la arena. Yo jugaba muy mal al béisbol. Siempre trataba de convencer a mis amigos de que jugáramos al fútbol, pero en aquella época el béisbol era el deporte rey. Uno de los chicos llevaba una neverita con cervezas frías para los descansos y yo acudía por eso.

Celia paseaba por allí con sus amigas (todas en traje de baño y aquellas sandalias de plataforma que estaban tan de moda) y se detuvieron unos minutos a ver el partido. Se reían como pajarillos nerviosos. Creo que una de ellas conocía a uno de los chicos. Al principio no me fijé en Celia, pero después del partido ella todavía estaba allí con una de sus amigas (todos los demás ya se habían ido) y recuerdo que me tocó el hombro. Supongo que dije algo gracioso, pero no sé qué y, si alguien se lo preguntara, Celia juraría que no he dicho nada divertido en toda mi vida. Pero aquel día se rio y puso su mano en mi hombro. Entonces pensé: «¿Quién es esta chica?».

Yo tenía dieciocho años. Empezamos a vernos. Aún dormía en departamentos de amigos, así que Celia y yo nos sentábamos en un banco del parque y bebíamos cerveza o paseábamos por la Avenida Central o nos subíamos a las rocas de la bahía para escuchar el batir de las olas debajo de nosotros. La playa del casco viejo donde nos conocimos siempre fue su favorita. Podía sentarse durante horas con los pies desnudos en la arena y dejar que la espuma le mojara los tobillos. Nunca la vi tan feliz como cuando íbamos a aquel lugar.

Celia no era muy exigente. No le importaba que yo no pudiera darle muchas cosas. Pero a mí sí me importaba. Con el tiempo conseguí trabajo en un restaurante: así obtenía dinero para comprarle regalos o llevarla de vez en cuando al cine. Eso es lo que debe hacer un hombre. Ella iba a la universidad, estudiaba para ser secretaria, pero yo no quería depender del dinero que pudiese ganar en el futuro.

Quería cuidarla. Y supongo que, de repente, también quería cuidar de mí mismo. Después de aquello enderecé mi vida. En lugar de gastarme el sueldo en ron y cerveza, ahorré lo suficiente para comprarle un anillo de oro en Reprosa y le pedí que se casara conmigo.

Nos casamos en la Iglesia del Carmen con una docena de invitados. Su hermana Gloria, sus padres y algunos amigos. Un año más tarde tuvimos a nuestro hijo Enrique. Y luego a Mayor.

Tanto ella como yo añoramos ciertas cosas de Panamá. Fue nuestro hogar durante muchos años. Aunque tuviéramos buenas razones para marcharnos, es difícil abandonarlo todo. ¿Cómo puedo describir lo ocurrido durante la invasión? Una noche dormimos en un bus bloqueado por una barricada. Cuando los pasajeros intentamos bajar, unos tipos de los Batallones de la Dignidad nos esperaban fuera apuntándonos con sus armas y nos dijeron que no nos moviéramos de allí. Celia llevaba en brazos a Enrique y les rogamos que nos dejaran marchar porque no teníamos comida para él.

Por la mañana, después de que se fueran, caminamos hasta casa oyendo disparos en la distancia. Nadie salía a la calle excepto quienes luchaban. Bueno, y los pocos que saqueaban las tiendas. Pero la mayoría estaban cerradas, los dueños habían bajado las persianas metálicas y habían puesto candados. Pasamos tres semanas sin salir de casa. Al final acabamos comiendo pasta dentífrica. La televisión no emitía nada. No sabíamos qué iba a suceder. Un día, finalmente, nos enteramos por un vecino de que Noriega se había ido y, de pronto, las calles se volvieron a llenar de voces. La gente salía, miraba al cielo, llamaba a las puertas de los vecinos, compartía historias sobre lo que había ocurrido, sobre el miedo que había sentido, sobre las partes de la ciudad que habían sido destruidas. Pero aquellas historias no eran nada comparadas con lo que vimos al salir. El Chorrillo. San Miguelito. No lograba entenderlo. Autos quemados y edificios reducidos a escombros. Cristales rotos y palmeras carbonizadas a los lados de las carreteras. Parecía un lugar diferente. Todo era destrucción y más destrucción. Recuerdo que Celia sollozó cuando contempló aquello. Tratamos de darnos un tiempo, pero tres años después tomamos la decisión de emigrar. Ya no nos sentíamos seguros. Era como si nos hubieran robado el hogar. Y creo que en el fondo me sentía avergonzado de que mi país no hubiera sido lo bastante fuerte para impedir el desastre. Podría decir que, en cierto modo, me sentía traicionado.

Ahora somos americanos. Soy cocinero en un restaurante y gano lo suficiente para mantener a mi familia. Celia y yo estamos muy contentos de que a Enrique y a Mayor les vaya bien acá. Seguramente no les habría ido tan bien en Panamá. Tal vez no hubieran tenido las mismas oportunidades. Así que ha valido la pena. Somos ciudadanos y si alguien me pregunta cuál es mi hogar, le digo que los Estados Unidos. Y lo digo con orgullo. Por supuesto, todavía echamos de menos Panamá. Celia se muere por volver de visita. Pero me preocupa cómo estará todo después de tanto tiempo. La ciudad era irreconocible cuando nos fuimos y tengo la sensación de que ahora nos resultará aún más extraña. A veces pienso que prefiero depositar los recuerdos en mi cabeza, las calles y los sitios que amaba. El olor a humo de auto y fruta dulce. El calor espeso. Los ladridos de los perros en los callejones.

Ése es el Panamá al que quiero aferrarme. Porque un lugar puede hacer mucho contra ti, pero si es tu hogar, o lo fue una vez, sigues queriéndolo. Eso es lo que pasa.

*Estos relatos pertenecen al libro El libro de los americanos son nombre de Malpaso Ediciones

HenriquezCristinaCristina Henríquez. (Estados Unidos) Es autora de Fall apart: A Novella and Stories, The World In Half y The Book of Unknown Americans, cuya traducción al castellano circula en estos días bajo el sello de Malpaso Ediciones. Está incluida en Fiction’s New Luminaries, una prestigiosa selección de autores que realiza la Virginia Quarterly Review. Algunos de sus relatos se han publicado en The New Yorker, The Atlantic, Glimmer Train, The American Scholar, Ploughshares, TriQuarterly entre otros.


Posted: March 24, 2016 at 9:00 am

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