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Aire
COLUMN/COLUMNA

Aire

Ana García Bergua

Siempre me ha intrigado el animal que somos y cuántas cosas hace nuestro cuerpo por sí mismo, sin que seamos todo el tiempo conscientes de ellas: late el corazón y bombea la sangre, que corre y riega la carne, los huesos y los órganos como en un oscuro jardín de invernadero; entra y baña el aire nuestros pulmones, la comida se descompone y se transforma en un largo pasaje, a veces penoso, muchas veces triunfal. Bebemos, comemos, dormimos y así, sin pensarlo mucho, sentimos cómo el cuerpo trabaja y continúa sus funciones creyendo que es él quien nos ayuda a continuar las nuestras, pero cuando sus funciones se alteran nos damos cuenta de la lógica inversa de las cosas. Por ejemplo, cuando no podemos respirar.

Hace pocos días vivimos en la Ciudad de México (por favor no le quiten el la a mi amada ciudad, convertida por correctores de estilo puntillosos en un ente sin carácter) una emergencia en la que se nos aconsejaba no salir, so pena de inhalar partículas ínfimas y perniciosas, provenientes de múltiples incendios. Condenados a encerrarnos en las casas o caminar siempre con temor, no sabíamos si debíamos respirar para morir por causa de las partículas o dejar de hacerlo y ya morir a secas.  Me acordé de la epidemia de influenza, hace más de diez años, las calles pobladas de gente enmascarada de azul, tratando de defenderse de un aire enemigo, infestado de terrores invisibles. El aire que en vez de alimentarnos y liberarnos nos acechaba como una gelatina engañosa, turbia y particularmente malvada. Y así estuvimos penando por el aire, como en un poema de Roberto Juarroz que el señor Google me presentó cuando, a falta de aire afuera de la casa y harta del aire de adentro como el resuello de un carrusel de caballos viejos y aburridos, lo busqué en el ciberespacio:   

Hay días en que el aire no existe.

Mineros de la desolación,

respiramos entonces sustancias escondidas.

Y a punto de asfixiarnos,

vagamos con la boca abierta

y no encendemos ningún fuego,

para no consumir el poco oxígeno que nos resta

como un pedazo de pan del día anterior…

(“Hay días en que el aire no existe”, Sexta poesía vertical, 1975)

Y en el origen de toda nuestra asfixia hubo un círculo infernal de enormes fogatas, árboles en llamas por causas muy distintas, decían: campesinos quemando las tierras a la usanza antigua para renovarlas y sembrar, empresarios de inmobiliarias que se apoderaban de bosques para convertirlos en colonias áridas, narcos ávidos de lo de siempre, huachicoleros resentidos, saboteadores simples y también el calor, el calor maldito, la imagen casi infantil del rayo de sol magnificado por la lupa que se convierte en un infierno. Y los trabajadores que combaten los incendios –no me imagino trabajo más heroico y sacrificado—no fueron, en esta ocasión, tantos como debieran ser, a causa de los múltiples ahorros aquí y allá que están desquiciando tantas cosas. Algo tan esencial como el fuego acaba con algo tan esencial como el aire y de repente uno se siente igual de primigenio, un animalito al aire protegiéndose la vida simple con la chamarra, el televisor, el celular y el cubrebocas que no sirve de mucho. Todas esas causas allá alrededor y nosotros adentro, como las presas de un enorme caldero de bruja, cocinados y asfixiados. Siempre creí que en esta ciudad tan alta estábamos a salvo de todo excepto de nosotros mismos, lo cual era un peculiar consuelo nacido de la propensión soberbia de los chilangos a pensarnos mutantes invencibles y siempre sagaces, de pulmones inmortales. Pero en los últimos años es cada vez más clara la sensación de vivir sitiados, acosados por todas las plagas que se van enseñoreando del mundo y –no lo digo yo, sino los científicos y la ONU—de seguir así acabarán con él.  Habrá quien tenga la fantasía de que vivir en lo alto –en lo alto de las mesetas y las montañas, pero también en la altura de la riqueza, el poder, la inteligencia—lo mantiene a salvo, hasta que nos cae una bomba de aire, simple aire relleno de partículas, o no tan simple en realidad. Y así sigue el poema de Juarroz:

No recordamos ya el nombre de nuestra calle,

ni la medida de nuestra ropa,

ni el sonido de nuestra voz,

ni la sensación de nuestro cuerpo.

 

Pero de pronto,

como si también se hubieran quedado sin aire,

se vacían a la vez la memoria y el olvido

y encontramos entonces

la mínima densidad posible,

las partículas sabias donde entran en contacto

el vacío y la vida.

 

Y es allí, sólo allí,

donde descubrimos la salvación por el vacío.

En el poema de Juarroz la asfixia acaba borrando la memoria y en ese vacío, parte de la vida, como la muerte, se encuentra la salvación. Así nosotros olvidaremos esto que sucedió y seguiremos viviendo como podamos, los años que alcancemos, sospechando del aire, el agua y el fuego, hasta que el aire nos despierte como en esta “Invitación al aire” de Alberti, cortesía del señor Google aquel día cuando en la pantalla busqué el aire que nos faltaba en el aire:

Te invito, sombra, al aire.

Sombra de veinte siglos,

a la verdad del aire,

del aire, aire, aire.

O hasta que el agua, otra primigenia, ocupe su turno en el desfile.

 

Ana García Bergua  Es escritora y ha sido  galardonada  con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. 

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Posted: May 28, 2019 at 9:31 pm

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